Ysrrael Camero 20 de febrero de 2017
Flujos y reflujos contemporáneos
El
derrumbe de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo lo que pareció ser la
mayor expansión de la democracia desde mediados del siglo XIX. La década de los
noventa hizo pensar a algunos que, finalmente, la humanidad había descubierto
la piedra filosofal en lo que se refería a regímenes políticos y modelos
económicos: una democracia liberal y una economía libre. Simplemente era
cuestión de tiempo para que el resto de la humanidad siguiera la ruta marcada
por Estados Unidos y Europa Occidental. Esa fue la postura que hizo famoso a un
neo-hegeliano Francis Fukuyama, quien apostaba por el “fin de la historia” y la
consagración del orden liberal.
Pero el
devenir de la historia nos llevó por derroteros distintos. Efectivamente, la
democracia se expandió como nunca antes, y durante los primeros años del siglo
XXI logró la humanidad sacar de la pobreza a cientos de millones de personas.
Entonces, ¿por qué estamos hablando hoy de la crisis de la democracia? ¿Por qué
se encuentra en el centro del debate el proceso de “des-consolidación” de las
democracias tradicionalmente sólidas?
El
tema de la apatía cívica, en el debate contemporáneo, tenía dos acercamientos.
Tendía a percibirse como un algo normal e inofensivo dentro de las democracias
consolidadas con economías modernas, sólidas y estables. En la medida en que el
sistema democrático se consolida parece normal que la política pierde
importancia cotidiana para la mayor parte de la sociedad. Hay quienes podrían
considerar este proceso hasta sano, al colocar el funcionamiento de la
institucionalidad política en manos de especialistas, tecnócratas u hombre de
aparato, expertos en procesar demandas y convertirlas en políticas públicas. En
las democracias no-consolidadas podía verse como un proceso crítico, pero
subsanable con campañas cívicas, con reformas que profundizaran la democracia y
descentralizaran el proceso de construcción de las políticas públicas.
Pero
el autoritarismo no desapareció del espectro político. Asumió un nuevo ropaje,
emergieron regímenes híbridos de diverso tipo, hasta llegar a cubrir a un
tercio de la humanidad.
La
crisis de 2008 llevó la amenaza al centro del sistema, y la respuesta llamó la
atención. La tensión entre la globalización planetaria y las democracias,
territorialmente establecidas, empezó a expresarse en dramas concretos.
Recordemos
algunos hechos. Durante 2011, las instituciones europeas presionan a gobiernos
concretos de la Europa meridional, determinando cambios más allá de los
mecanismos democráticos. El caso de la selección de Mario Monti como Jefe de
Gobierno en Italia, en noviembre de 2011, podría ser un ejemplo. Su mérito
fundamental era su experiencia no-partidista en instituciones europeas. En otro
sentido, pero similar, se realizó una reforma, con aprobación bipartita, a la
Constitución española de 1978, esta presionada por las instituciones europeas
en el mismo año 2011.
Las movilizaciones
de jóvenes en Estados Unidos y en Europa, en el marco de la crisis financiera,
no son un tema menor. Más allá del tema antiglobalización hay un llamado de
atención al establishment político y económico. De allí la emergencia de la
apuesta populista, bien sea de izquierda o de derecha, el impacto de su reclamo
expresa una crítica a la brecha entre los representados y sus representantes.
En los
sectores progresistas hubo búsqueda de salidas que disputaran el dominio de la
política al establishment tradicional. Recordemos que Barack Obama llegó a la
Presidencia como una alternativa crítica, candidaturas como las de Bernie
Sanders en EEUU y Jeremy Corbin en el Reino Unido eran expresión de esta
búsqueda.
El ala
derecha, conservadora, también presentó sus representantes rupturistas, con una
agenda distinta, culturalmente reaccionaria, tradicionalista, con rasgos
xenófobos, anti inmigrantes y anti musulmanes. Reclamando el retorno a una
sociedad imaginada como homogénea y pacífica, lo que no es sino una recreación
idealizada de un pasado que nunca existió. Donald Trump es la expresión más
acabada de este populismo reaccionario.
Lo que
se trasluce detrás de toda la onda populista es la crítica a la brecha
existente entre los ciudadanos y el establishment, así como también una crítica
a las incapacidades de la política para darle poder al ciudadano sobre los
cambios que está viviendo. Una creciente cantidad de ciudadanos han sentido una
pérdida de poder sobre sus vidas y sobre su futuro. Esto se encuentra en el
centro de la agenda democrática.
Es
hora de repensar una renovación de votos para el matrimonio entre el
liberalismo y la democracia. No es posible la preservación de la democracia sin
instituciones liberales, pero lo inverso también es cierto, el derrumbe de la
democracia arrastra tras de sí a la institucionalidad liberal. El poder del
ciudadano para controlar su vida y su destino va más allá de las reglas del
mercado, es un asunto de política democrática, de deliberación pública. No es
el dominio exclusivo de técnicos y tecnócratas, no es privilegio de expertos,
sino construcción colectiva, inclusiva.
Otro
tema es asumir la relación entre estatalidad, territorialidad del poder
democrático, y la autonomía de los flujos globales. Todas las democracias
realmente existentes implican administración del poder en un territorio
determinado, la consolidación del Estado moderno precedió su conversión en un
Estado liberal y luego su democratización. El desmontaje del Estado moderno, en
sus atribuciones, funciones e instrumentos, ha sido asimilado por la economía
liberal pero ha generado un déficit en la política democrático. Sería
recomendable reflexionar sobre una interrogante en dos sentidos: ¿Es posible
globalizar la democracia? ¿Es posible democratizar la globalización?
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