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martes, 21 de febrero de 2017

Acercándonos a las crisis de la democracia en el siglo XXI (II), por @ysrraelcamero



Ysrrael Camero 20 de febrero de 2017

Flujos y reflujos contemporáneos

El derrumbe de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo lo que pareció ser la mayor expansión de la democracia desde mediados del siglo XIX. La década de los noventa hizo pensar a algunos que, finalmente, la humanidad había descubierto la piedra filosofal en lo que se refería a regímenes políticos y modelos económicos: una democracia liberal y una economía libre. Simplemente era cuestión de tiempo para que el resto de la humanidad siguiera la ruta marcada por Estados Unidos y Europa Occidental. Esa fue la postura que hizo famoso a un neo-hegeliano Francis Fukuyama, quien apostaba por el “fin de la historia” y la consagración del orden liberal.

Pero el devenir de la historia nos llevó por derroteros distintos. Efectivamente, la democracia se expandió como nunca antes, y durante los primeros años del siglo XXI logró la humanidad sacar de la pobreza a cientos de millones de personas. Entonces, ¿por qué estamos hablando hoy de la crisis de la democracia? ¿Por qué se encuentra en el centro del debate el proceso de “des-consolidación” de las democracias tradicionalmente sólidas?

El tema de la apatía cívica, en el debate contemporáneo, tenía dos acercamientos. Tendía a percibirse como un algo normal e inofensivo dentro de las democracias consolidadas con economías modernas, sólidas y estables. En la medida en que el sistema democrático se consolida parece normal que la política pierde importancia cotidiana para la mayor parte de la sociedad. Hay quienes podrían considerar este proceso hasta sano, al colocar el funcionamiento de la institucionalidad política en manos de especialistas, tecnócratas u hombre de aparato, expertos en procesar demandas y convertirlas en políticas públicas. En las democracias no-consolidadas podía verse como un proceso crítico, pero subsanable con campañas cívicas, con reformas que profundizaran la democracia y descentralizaran el proceso de construcción de las políticas públicas.

Pero el autoritarismo no desapareció del espectro político. Asumió un nuevo ropaje, emergieron regímenes híbridos de diverso tipo, hasta llegar a cubrir a un tercio de la humanidad.

La crisis de 2008 llevó la amenaza al centro del sistema, y la respuesta llamó la atención. La tensión entre la globalización planetaria y las democracias, territorialmente establecidas, empezó a expresarse en dramas concretos.

Recordemos algunos hechos. Durante 2011, las instituciones europeas presionan a gobiernos concretos de la Europa meridional, determinando cambios más allá de los mecanismos democráticos. El caso de la selección de Mario Monti como Jefe de Gobierno en Italia, en noviembre de 2011, podría ser un ejemplo. Su mérito fundamental era su experiencia no-partidista en instituciones europeas. En otro sentido, pero similar, se realizó una reforma, con aprobación bipartita, a la Constitución española de 1978, esta presionada por las instituciones europeas en el mismo año 2011.

Las movilizaciones de jóvenes en Estados Unidos y en Europa, en el marco de la crisis financiera, no son un tema menor. Más allá del tema antiglobalización hay un llamado de atención al establishment político y económico. De allí la emergencia de la apuesta populista, bien sea de izquierda o de derecha, el impacto de su reclamo expresa una crítica a la brecha entre los representados y sus representantes.

En los sectores progresistas hubo búsqueda de salidas que disputaran el dominio de la política al establishment tradicional. Recordemos que Barack Obama llegó a la Presidencia como una alternativa crítica, candidaturas como las de Bernie Sanders en EEUU y Jeremy Corbin en el Reino Unido eran expresión de esta búsqueda.

El ala derecha, conservadora, también presentó sus representantes rupturistas, con una agenda distinta, culturalmente reaccionaria, tradicionalista, con rasgos xenófobos, anti inmigrantes y anti musulmanes. Reclamando el retorno a una sociedad imaginada como homogénea y pacífica, lo que no es sino una recreación idealizada de un pasado que nunca existió. Donald Trump es la expresión más acabada de este populismo reaccionario.

Lo que se trasluce detrás de toda la onda populista es la crítica a la brecha existente entre los ciudadanos y el establishment, así como también una crítica a las incapacidades de la política para darle poder al ciudadano sobre los cambios que está viviendo. Una creciente cantidad de ciudadanos han sentido una pérdida de poder sobre sus vidas y sobre su futuro. Esto se encuentra en el centro de la agenda democrática.

Es hora de repensar una renovación de votos para el matrimonio entre el liberalismo y la democracia. No es posible la preservación de la democracia sin instituciones liberales, pero lo inverso también es cierto, el derrumbe de la democracia arrastra tras de sí a la institucionalidad liberal. El poder del ciudadano para controlar su vida y su destino va más allá de las reglas del mercado, es un asunto de política democrática, de deliberación pública. No es el dominio exclusivo de técnicos y tecnócratas, no es privilegio de expertos, sino construcción colectiva, inclusiva.

Otro tema es asumir la relación entre estatalidad, territorialidad del poder democrático, y la autonomía de los flujos globales. Todas las democracias realmente existentes implican administración del poder en un territorio determinado, la consolidación del Estado moderno precedió su conversión en un Estado liberal y luego su democratización. El desmontaje del Estado moderno, en sus atribuciones, funciones e instrumentos, ha sido asimilado por la economía liberal pero ha generado un déficit en la política democrático. Sería recomendable reflexionar sobre una interrogante en dos sentidos: ¿Es posible globalizar la democracia? ¿Es posible democratizar la globalización?

Ysrrael Camero

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