Por Olga Ramos, 19/02/2017
Hace un par de días entré a un supermercado a
comprar cacao. Aprovechado que lo conseguí -cosa que, como sabrán, no sucede
con frecuencia- tomé una cestita, agarré plátanos, cambures, ajo, una botella
de agua y busqué la caja para clientes con pocos productos, para pagar.
Como no era hora de mucha gente, ninguna caja
estaba habilitada para clientes con pocos productos. Por cierto, me llamó la
atención que tampoco había una habilitada para la atención de personas con
necesidades especiales, de hecho, sólo había 3 cajeros, cada uno con una larga
cola.
En todas las colas había una mezcla de personas
con un carro lleno y personas con 2 o 3 productos, de clientes jóvenes y
adultos mayores, de gente sola haciendo su recorrido y de parejas haciendo cola
y buscando productos a la vez.
Vistas las semejanzas, escogí una. El último de
la fila escogida, ahora el penúltimo -sólo por 3 minutos- era un señor, como de
mi edad, con un carrito ocupado a un cuarto de capacidad. Minutos más tarde,
apareció una señora con un par de productos, los agregó al carrito y se fue a
continuar la compra. Ellos eran de los hacían mercado juntos: mientras ella
colectaba productos con calma, él “adelantaba” haciendo la cola.
La cola ocupaba todo el pasillo a lo largo, casi
no se movía, y cuando avanzó un poco, ya tenía varias personas atrás. La chica
que me seguía, solo llevaba de compra, un par de bandejitas.
En esta oportunidad y a diferencia de otras,
estas eran colas silenciosas. Casi nadie hablaba, incluyendo los que iban en
grupo o en pareja.
Ya a dos personas de pagar, apareció un
hombre alto, flaco y con un casco en brazos, se acercó a la mujer de la
pareja que me precedía y le pidió bajito que lo dejara pagar primero porque él
tenía un sólo producto.
Mi mente de ciudadana ilusa, se imaginó la
negativa de la mujer, acompañada de la invitación al personaje del casco, a que
consultara al resto de las personas que estábamos en la larga cola, -varios con
muy pocos productos, como la chica de las dos bandejitas- si estábamos de
acuerdo con dejarlo pasar. Sin embargo, ella le dio permiso para colearse. Para
ninguno de los dos parecía importar ese detalle a la hora de decidir y ni
hablar de su acompañante, que no se dio ni por enterado.
Como era de esperarse, protesté directamente
dirigiéndome a los dos. El hombre del casco se volteó hacia la caja y se hizo
el loco para no darse por aludido. La mujer sólo atinó a repetir que lo hacía
porque él tenía un solo producto que pagar y no lograba incorporar en la
ecuación para su permiso de coleo, que la cola era larga, que todos teníamos
tiempo haciéndola y que en ella había personas con también con pocos productos
que, dado su criterio, también deberían pasar primero que ella.
El hombre del casco, para sentirse apoyado en su
solicitud, le contó, también bajito, a una supervisora del supermercado que iba
pasando, que él se iba a pagar sin hacer cola, porque tenia una sola cosa que
comprar. La supervisora escuchó y no dijo nada como si le hubiera hecho un
comentario irrelevante sobre el clima.
Durante la argumentación de mi protesta, una
Señora que estaba como cuatro puestos detrás de la chica de las dos
bandejitas, y que obviamente pensaba que lo sucedido sólo era mi problema, me
sugirió que aprovechara la disposición de la pareja precedente y que también
pagara primero.
Ante ese comentario, me detuve a observar la cola
y pude apreciar que había gente a la que le daba lo mismo la coleada, gente a
la que le molestaba pero prefería no decir nada y gente, como la señora, a la
que le parecía que lo justo era que yo también me coleara.
Por cosas como estas es que tenemos el país como
lo tenemos, fue la frase más repetida y a la vez más incomprendida que repetí
en mi conversa-protesta en la cola. La chica de las dos bandejitas, me daba la
razón y hacía comentarios de protesta también bajitos, bueno, realmente, sólo
los conversaba conmigo.
La mujer artífice del permiso para colear,
que en su esfuerzo por no sentirse cuestionada, paseaba su vista por el
supermercado, detuvo horrorizada la mirada, cuando vio algo que le llamó la
atención y que le parecía oportuno para hacer un comentario crítico.
En ese momento, se volteó y me dijo, también en
voz baja.
– Mira, el tipo del supermercado le está
entregando, encaletado, azúcar a un Guardia Nacional.
Lo dijo con cara y con tono, de “eso” es lo que
tiene el país así. Y agregó un par de frases más que reforzaban la idea.
Como la estantería obstaculizaba mi ángulo de
visión, me asomé al final del pasillo y pude ver la triste escena: un hombre,
ataviado con el uniforme del supermercado estaba agachado detrás de unos
muebles sacando unos paquetes de azúcar y efectivamente, entregándoselos a otro
hombre con uniforme de la Guardia Nacional.
En ese momento, pensé que si se tratara de una
venta previa que el GNB había dejado guardada allí, mientras trabajaba,
seguramente estaría guardada en bolsas del supermercado y las habría reclamado
en la taquilla correspondiente, factura en mano, por lo que, la escena, tal
cual como se desarrollaba, resultaba demasiado sospechosa.
Pensé también que lo lógico, antes de concluir
que no se trataba de una compra previa guardada, sino de una entrega
encaletada, habría sido preguntar y una vez puesto el abuso en evidencia,
elevar una clara y diáfana protesta.
Mientras me lamentaba mentalmente por haberme
quedado sin pila en el celular para tomar una foto de esa curiosa escena y
ejerciendo mi lógica plena, me volteé hacia la mujer y le dije, en voz
clara y entendible, hasta por los protagonistas de la escena azucarada:
– El que el señor del supermercado le dé
azúcar encaletada a un Guardia Nacional, es en el fondo, exactamente lo mismo
que Usted deje que ese señor del casco se colee y eso es lo que tiene al país,
como como lo tenemos.
Ella se volteó a la caja y todos guardaron
silencio.
Me volví a asomar para ver como iba la entrega,
pero ya el GNB y el trabajador del supermercado, habían terminado su faena y
hecho mutis.
Mientras caminaba del supermercado un par de
cuadras, hasta el estacionamiento en el que había dejado el carro, pensando en
lo sucedido, decidí que iba a escribir un post sobre ello.
Al día siguiente, cuando comencé a ordenar las
ideas para hacerlo, me tropecé por twitter con una extraña noticia
“a Wilmito le disparan mientras pasea con su familia por Margarita”.
En ese momento, ante una frase como esa,
mi mente, acostumbrada a usar los diminutivos por cariño, asoció la frase
a la imagen de una familia, de un niño -“Wilmito”-, probablemente con
hermanitos y de manos de papá y mamá. Así que decidí hacer una pausa en la
tarea autoimpuesta, e investigar.
“Wilmito” resultó no ser un inocente niñito,
resultó ser un “pran” -de acuerdo a la nota de Runrunes, el primero que existió en Venezuela- que estaba
en Margarita de “vacaciones” con su familia.
En cualquier país, -sin saber que ese
señor ha estado detenido en varias cárceles (Vista Hermosa, Tocuyito y
Tocorón) como se recoge en la nota que, al respecto, hace El Nacional-, la gente se podría preguntar con
absoluta naturalidad: ¿cómo puede ser que una persona que está presa, aparezca
en otro estado, en una isla, a la que, para llegar necesitas tomar un avión y
por tanto, pasar por los controles de la seguridad del Estado, sin ser
detectado y detenido? ¿cómo pudo suceder ésto?
Bueno, para algunas personas, la explicación
también la recoge la reseña previa: en diciembre, “Wilmito” fue “beneficiario”
de un “régimen de confianza”, otorgado por la Ministro Varela (*).
Me imagino que, tal como recoge la noticia en la
reseña hecha por el Efecto Cocuyo -citando información del Correo del
Caroní- el fundamento de la decisión, además de lo que dice el documento,
estará asociado a las características de su “gestión”: “su pranato se ha
caracterizado por mantener una “paz armada” dentro de la cárcel, así como una
amplia red de extorsión en el comercio local. Eran conocidas sus recurrentes
entradas y salidas del penal, su trabajo para humanizar el centro de reclusión
con actividades de esparcimiento y recreación, y hasta por tener una columna de
opinión en un diario nacional”. (**)
Sin embargo, me llamó poderosamente la atención
de que ese “régimen de confianza” incluyera vacaciones en la isla, por lo que
me fui a los artículos citados en el documento y encontré que, de acuerdo al
artículo 161, “Wilmito” debió haber sido “ubicado” en “una unidad de producción
o un área especial del recinto penitenciario” en el que se encontraba
cumpliendo la condena, por lo que, a menos de que exista una “unidad de
producción” en Playa Parguito, el “régimen de confianza”, no le permitía andar
de paseo vacacional con su familia, tranquilamente.
Pero además, imagino que el paseo por Playa
Parguito, si no se considera una fuga, al menos debe contar como “falta
disciplinaria”, por lo que, de acuerdo al artículo 164, en este momento, se
considerará terminado ese “régimen de confianza”, en consecuencia, “Wilmito”
habrá perdido los “privilegios” ganados y sólo conservará los que como “pran”
antes tenía.
Y a esta altura, quizá algún lector se preguntará
porqué echo estos dos cuentos en el mismo post. ¿Qué tienen en común lo
sucedido con “Wilmito”, con la historia de la mujer que colea al señor del
casco y que se queja de la entrega de azúcar encaletada que hace un
trabajador del supermercado a un GNB?
Pues que los tres eventos están signados por “el
gen de la corrupción”.
—
Notas:
(*) El documento en el que queda registrado este
acto, lo puedes ver en la imagen publicada por la periodista @MachadoSabrina
en este tuit
(**) Para los que quieran leer un par de notas
que amplían la información sobre “Wilmito”, dejo noticias publicadas en el
Correo del Caroní: Noticia 1 y Noticia 2
PS: Muy agradecida al amigo @cnietopalma que
después de publicar, me pasó este enlace del portal Runrunes, con muchos más detalles del caso
Tomado de:
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