Por Jean Maninat
A comienzos de los años
setenta del siglo pasado, el director de cine italiano Elio Petri retrató -con
trágico humor- en su filme La clase obrera va al paraíso, a un grupo de
estudiantes de izquierda alternativa que decide apoyar activamente las luchas
obreras. Para cumplir con su noble misión, escogen una fábrica y a un obrero,
Lulú, interpretado por Gian Maria Volonté, como conejillos de indias para su
inmersión en el proletariado.
El trabajador pierde un dedo
en un accidente de trabajo producto de la falta de concentración, se estrena
como líder, arenga a sus compañeros en contra de la dirección de la empresa, y
luego es despedido e internado en un sanatorio mental. Al ser dado de alta,
busca la solidaridad de sus compañeros de ruta, quienes lo dejan de lado porque
ahora están acompañando las luchas por la renovación de la educación
universitaria. Era una trouppe itinerante de apoyo a las luchas
populares.
El relato viene a colación con
motivo de la acusación que le hizo la coordinadora nacional de Vente Venezuela,
María Corina Machado, al periodista César Miguel Rondón, por difundir en su
programa matutino las declaraciones del dirigente sindical de Fetrasalud, Pablo
Zambrano, quien señaló, entre otras cosas, que la dirigente política habría
intentado desviar una marcha de protesta que realizaba el sindicato en contra
de la situación de la salud en el país, hacia la autopista donde Vente
manifestaba en contra del gobierno. La dirigente política lo negó y exigió,
asimismo, derecho a réplica el cual le fue concedido. Curiosamente, el reclamo
de infundio fue con el periodista y no con quien dio las
declaraciones. Don’t shoot the messenger, dicen los anglosajones.
Nadie puede poner en tela de
juicio las buenas intenciones, la necesidad de expresar solidaridad con una
lucha justa, de dejar constancia física del apoyo a toda genuina reivindicación
social que se levante. Es una actitud más que loable. Pero, las luchas sociales
tienen dinámicas propias, dirigentes que muchas veces surgen en medio de la
contienda -los llamados líderes naturales- que pueden necesitar de apoyo
externo a su causa, pero exigen respeto para los rasgos particulares de su
lucha reivindicativa.
El movimiento sindical ha sido
-históricamente- especialmente celoso por salvaguardar su autonomía a la hora
de formar sus organizaciones, decidir el curso de sus acciones, y representar
los intereses de sus afiliados. (No siempre lo ha logrado, o lo ha querido; ha
habido dirigentes sindicales corruptos como Jimmy Hoffa, y honestos como Lech
Walesa, pero la autonomía está en su ADN histórico desde los
primeros Trade Unions que se crearon en el Reino Unido).
Lenin los concebía
como correas de transmisión al servicio del partido y de la causa
comunista y en contra de los residuos tóxicos de esa concepción se formó la
Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) en
1949. El nombre de la organización es ya un manifiesto de propósitos.
De manera tal que existe una
delgada línea roja que hay que saber distinguir -y respetar- a la hora de
querer ofrecer apoyo de cuerpo presente, “acompañar” las luchas sindicales,
estudiantiles, gremiales o vecinales. Nadie tiene el derecho -por más generosas
que sean sus intenciones- a imponer su presencia, a perturbar los tiempos de
una protesta independiente -en este caso sindical-. Cada dirigente
político emite una seña de identidad, representa unas siglas, un programa que
le es propio y con el cual manifiesta su “gran amor y compromiso con
Venezuela”. Precisamente, por eso, debe ser especialmente cuidadoso,
respetuoso, con la autonomía que deberían tener las organizaciones de la
sociedad civil. Ese respeto será fundamental en los tiempos de intensas
protestas sociales que vienen y debe ser una de las bases de la reconstrucción
democrática del país.
Por lo demás, la clase obrera
no necesita de copilotos para alcanzar el Paraíso. Ni siquiera de una bendición
papal.
17-02-17
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