Ysrrael Camero 19 de febrero de 2017
La
democracia es un artefacto frágil pero brillante, cargado de múltiples
virtudes, pero vulnerable y poroso frente a diversas amenazas. En el marco de
la construcción de una sociedad abierta es un instrumento idóneo para
garantizar la legitimidad del orden público, pero no consagra estabilidad
porque se nutre de una incertidumbre fundamental: el poder está sometido al
escrutinio público.
El
matrimonio entre la antigua y polémica tradición democrática, con dos mil
quinientos años de antigüedad, y la más reciente tradición liberal, con poco
menos de dos centurias de experiencia, parece ser tan sólido que muchos han
olvidado que fueron creados como dos artefactos distintos, ideados para
resolver dos problemas diferentes en la sociedad. La democracia, que responde a
la pregunta del origen y fundamento del poder, el gobierno de los muchos, de
las mayorías, del pueblo, de los ciudadanos. Y el liberalismo, que se propone
limitar el alcance del poder, de cualquier poder.
No
siempre ha tenido buena prensa la democracia. Los antiguos relatos sobre su
génesis, sobre su primer experimento griego, han llegado a nosotros a través de
sus críticos, desde filósofos como Platón y Aristóteles, hasta historiadores
como Tucídides, pasando por dramaturgos y comediantes. En el mundo romano la
vital participación del populus en el funcionamiento de la República resulta
opacada en una literatura dominada por la clase senatorial. Efectivamente, las
huellas escritas que han sobrevivido provenían en su mayoría de elites que
veían con aprehensión la igualación inherente a la democracia, precondición
para su funcionamiento, condición del concepto de ciudadanía.
Luego
de un mutismo dilatado la democracia volvió a colocarse en la agenda del poder
con las revoluciones y el inicio del derrumbe del orden tradicional, del
Antiguo Régimen. La Revolución Inglesa de 1648, la Revolución Americana de
1776, la Revolución Francesa de 1789, y la emergencia de las repúblicas
americanas entre 1810 y 1830, volvieron a traer los principios democráticos al
fragor de una lucha por construir un nuevo orden más racional. El concepto de
democracia compartía espacio en el debate público con la República, con el
liberalismo, con la aparición de un orden constitucional, con una nueva manera
de comprender la ciudadanía.
Es en
este marco en el cual Huntington coloca su primera ola de democratización. Estos
regímenes del siglo XIX no serían reconocibles como democráticos según los
parámetros del siglo XXI, pero representaron impresionantes saltos cualitativos
respecto a las testas coronadas que habían dominado Europa durante siglos. La
soberanía popular, los nuevos regímenes representativos, abrieron paso a la
construcción de un orden de arriba hacia abajo.
Las
democracias que emergieron a partir de regímenes liberales como los de
Inglaterra en el siglo XIX, o de sistemas republicanos, como los de Estados Unidos,
estuvieron marcados por una lucha para ampliar la ciudadanía sobre
instituciones previamente existentes, sobre el antiguo Parlamento, por ejemplo.
Esta ampliación democratizadora de la ciudadanía no se dio sin resistencia. La
incorporación de los obreros como ciudadanos activos, para elegir y ser
elegidos, de las mujeres, costó sangre, sudor y lágrimas para los actores
involucrados. En Estados Unidos no se completó el sistema sino hasta los años
sesenta del siglo XX.
La
ampliación de la ciudadanía articuló la tradición democrática también con una
nueva tradición socialista. En Europa continental el Estado liberal y la
democracia tardaron más tiempo en consolidarse, la resistencia a vencer fue
mucho más intensa, y requirió la integración de repertorios distintos, de
agendas propias del siglo XX, que se sintetizaron con la agenda democrática y
liberal del siglo precedente.
Tras
la derrota del fascismo se consolidaron otro conjunto de regímenes democráticos
en la Europa continental. El Estado de Bienestar se consideró un logro también
de la democracia. Los derechos económicos y sociales, y un Estado activo en la
consecución de nuevos progresos en la calidad de vida de los ciudadanos, es
consustancial con la política democrática de posguerra. De allí que muchos
ciudadanos europeos consideren que cualquier vulneración al Estado social es un
daño también al Estado democrático.
Más
allá de importantes avances en el Cono Sur, la agenda democrática se abrió paso
en América Latina luego de 1930, desarrollándose contra los regímenes oligárquicos
consolidados desde fines del siglo XIX, y contra dictaduras patrimonialistas o
militaristas. También en América Latina los avances en la construcción
democrática combinaban la ampliación de la ciudadanía política y civil con
crecientes exigencias de inclusión y de ampliación en ciudadanía económica y
social.
A
todas estas, la democracia era percibida como un logro colectivo, como fruto de
luchas colectivas, que devenían en avances globales para la sociedad en
concreto. Eran, en sí, expresiones del poder de la gente, y se sostenían sobre
el poder de la gente. Durante el siglo XX, sobre la idea del poder del “hombre
común”. Las instituciones, es decir las reglas de juego, permitían que el poder
se encontrara igualmente repartido, para proteger a todos y a cada uno.
Así,
son las exigencias que acompañan al movimiento pro democratización las que
definirán qué se entiende por democracia en una sociedad concreta. A esa
definición, y a esas prácticas, es que hemos de referirnos al hablar de la
crisis de la democracia, o el proceso de “desconsolidación” de las mismas a
principios del siglo XXI.
Otro
dato que es importante retener es la territorialidad de la democracia, la
correlación existente entre una estatalidad y la democratización. El discurso
democrático liberal, en su vertiente más dominante, hace énfasis en el
funcionamiento del sistema democrático como sistema institucional de protección
de los derechos frente al abuso del poder político, la resistencia contra el
autoritarismo. Asimismo se incorporan las reglas institucionales que hacen
posible la constitución misma del poder político sobre un territorio, las
elecciones universales, libres, limpias, abiertas y competitivas. Pero hay un
aspecto que ha venido descuidándose, al darse por descontado, más allá de la
protección de los individuos frente al poder, la democracia es también una
forma de ejercer el poder por parte de la ciudadanía.
Es
aquí donde se nos atraviesa el tema de la globalización. El retroceso del
Estado frente a los flujos económicos globales y la pérdida de control
ciudadano sobre eventos que comprometen o marcan su propia existencia. La
principal amenaza a la democracia viene de la sensación de impotencia del
ciudadano. Sobre esta impotencia cabalgan nuevas formas autoritarias, usen ropaje
populista o ropaje tecnocrático.
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