lunes, 20 de febrero de 2017

Acercándonos a las crisis de la democracia en el siglo XXI (I), por @ysrraelcamero



Ysrrael Camero 19 de febrero de 2017

La democracia es un artefacto frágil pero brillante, cargado de múltiples virtudes, pero vulnerable y poroso frente a diversas amenazas. En el marco de la construcción de una sociedad abierta es un instrumento idóneo para garantizar la legitimidad del orden público, pero no consagra estabilidad porque se nutre de una incertidumbre fundamental: el poder está sometido al escrutinio público.

El matrimonio entre la antigua y polémica tradición democrática, con dos mil quinientos años de antigüedad, y la más reciente tradición liberal, con poco menos de dos centurias de experiencia, parece ser tan sólido que muchos han olvidado que fueron creados como dos artefactos distintos, ideados para resolver dos problemas diferentes en la sociedad. La democracia, que responde a la pregunta del origen y fundamento del poder, el gobierno de los muchos, de las mayorías, del pueblo, de los ciudadanos. Y el liberalismo, que se propone limitar el alcance del poder, de cualquier poder.

No siempre ha tenido buena prensa la democracia. Los antiguos relatos sobre su génesis, sobre su primer experimento griego, han llegado a nosotros a través de sus críticos, desde filósofos como Platón y Aristóteles, hasta historiadores como Tucídides, pasando por dramaturgos y comediantes. En el mundo romano la vital participación del populus en el funcionamiento de la República resulta opacada en una literatura dominada por la clase senatorial. Efectivamente, las huellas escritas que han sobrevivido provenían en su mayoría de elites que veían con aprehensión la igualación inherente a la democracia, precondición para su funcionamiento, condición del concepto de ciudadanía.

Luego de un mutismo dilatado la democracia volvió a colocarse en la agenda del poder con las revoluciones y el inicio del derrumbe del orden tradicional, del Antiguo Régimen. La Revolución Inglesa de 1648, la Revolución Americana de 1776, la Revolución Francesa de 1789, y la emergencia de las repúblicas americanas entre 1810 y 1830, volvieron a traer los principios democráticos al fragor de una lucha por construir un nuevo orden más racional. El concepto de democracia compartía espacio en el debate público con la República, con el liberalismo, con la aparición de un orden constitucional, con una nueva manera de comprender la ciudadanía.

Es en este marco en el cual Huntington coloca su primera ola de democratización. Estos regímenes del siglo XIX no serían reconocibles como democráticos según los parámetros del siglo XXI, pero representaron impresionantes saltos cualitativos respecto a las testas coronadas que habían dominado Europa durante siglos. La soberanía popular, los nuevos regímenes representativos, abrieron paso a la construcción de un orden de arriba hacia abajo.

Las democracias que emergieron a partir de regímenes liberales como los de Inglaterra en el siglo XIX, o de sistemas republicanos, como los de Estados Unidos, estuvieron marcados por una lucha para ampliar la ciudadanía sobre instituciones previamente existentes, sobre el antiguo Parlamento, por ejemplo. Esta ampliación democratizadora de la ciudadanía no se dio sin resistencia. La incorporación de los obreros como ciudadanos activos, para elegir y ser elegidos, de las mujeres, costó sangre, sudor y lágrimas para los actores involucrados. En Estados Unidos no se completó el sistema sino hasta los años sesenta del siglo XX.

La ampliación de la ciudadanía articuló la tradición democrática también con una nueva tradición socialista. En Europa continental el Estado liberal y la democracia tardaron más tiempo en consolidarse, la resistencia a vencer fue mucho más intensa, y requirió la integración de repertorios distintos, de agendas propias del siglo XX, que se sintetizaron con la agenda democrática y liberal del siglo precedente.

Tras la derrota del fascismo se consolidaron otro conjunto de regímenes democráticos en la Europa continental. El Estado de Bienestar se consideró un logro también de la democracia. Los derechos económicos y sociales, y un Estado activo en la consecución de nuevos progresos en la calidad de vida de los ciudadanos, es consustancial con la política democrática de posguerra. De allí que muchos ciudadanos europeos consideren que cualquier vulneración al Estado social es un daño también al Estado democrático.

Más allá de importantes avances en el Cono Sur, la agenda democrática se abrió paso en América Latina luego de 1930, desarrollándose contra los regímenes oligárquicos consolidados desde fines del siglo XIX, y contra dictaduras patrimonialistas o militaristas. También en América Latina los avances en la construcción democrática combinaban la ampliación de la ciudadanía política y civil con crecientes exigencias de inclusión y de ampliación en ciudadanía económica y social.

A todas estas, la democracia era percibida como un logro colectivo, como fruto de luchas colectivas, que devenían en avances globales para la sociedad en concreto. Eran, en sí, expresiones del poder de la gente, y se sostenían sobre el poder de la gente. Durante el siglo XX, sobre la idea del poder del “hombre común”. Las instituciones, es decir las reglas de juego, permitían que el poder se encontrara igualmente repartido, para proteger a todos y a cada uno.

Así, son las exigencias que acompañan al movimiento pro democratización las que definirán qué se entiende por democracia en una sociedad concreta. A esa definición, y a esas prácticas, es que hemos de referirnos al hablar de la crisis de la democracia, o el proceso de “desconsolidación” de las mismas a principios del siglo XXI.

Otro dato que es importante retener es la territorialidad de la democracia, la correlación existente entre una estatalidad y la democratización. El discurso democrático liberal, en su vertiente más dominante, hace énfasis en el funcionamiento del sistema democrático como sistema institucional de protección de los derechos frente al abuso del poder político, la resistencia contra el autoritarismo. Asimismo se incorporan las reglas institucionales que hacen posible la constitución misma del poder político sobre un territorio, las elecciones universales, libres, limpias, abiertas y competitivas. Pero hay un aspecto que ha venido descuidándose, al darse por descontado, más allá de la protección de los individuos frente al poder, la democracia es también una forma de ejercer el poder por parte de la ciudadanía.

Es aquí donde se nos atraviesa el tema de la globalización. El retroceso del Estado frente a los flujos económicos globales y la pérdida de control ciudadano sobre eventos que comprometen o marcan su propia existencia. La principal amenaza a la democracia viene de la sensación de impotencia del ciudadano. Sobre esta impotencia cabalgan nuevas formas autoritarias, usen ropaje populista o ropaje tecnocrático.

Ysrrael Camero

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