Por Gregorio Salazar
Por un lado, una selección de
futbol sub 20 llena de gloria y por otro, una multitud enardecida por las
injusticias de un Gobierno que les ha robado su vida
La joven estaba plantada en el
centro de la tarima, micrófono en mano y rodeada de un ostentoso despliegue de
tecnología comunicacional: al menos tres cámaras de televisión, altavoces de
distintos tamaños y potencias, el enorme plato de una antena emplazada sobre la
unidad móvil de la microondas. Y desde allí palabreaba las virtudes del invento
constituyente de Maduro y su corte.
Eran las 11 de la mañana del
martes y la muchacha desde su impecable alfombra roja exhortaba con soltura de
presentadora de televisión: “Háganos su pregunta, plantéenos cualquier duda que
vamos a responderle todo sobre la nueva asamblea constituyente, la propuesta
para la paz del presidente Maduro”. Sólo faltaba un único pero crucial detalle:
el público. Nadie la escuchaba, ningún transeúnte de los que pasaba a esa hora
por la céntrica avenida Urdaneta la tomaba en cuenta.
Al fin alguien reparó en la
chica del soliloquio constituyente. Un hombre se detuvo frente a la tarima en
el asfalto desolado, levantó los brazos y los cruzó, enérgico, una y otra vez
como si fueran aspas. Un mensaje elemental y sin apoyos tecnológicos pero
perfectamente entendible a leguas: el ¡no! más rotundo expresado por un
ciudadano de a pie.
Horas antes, en otro
continente, un grupo de jóvenes había marcado un hito inédito en la historia
deportiva nacional: el equipo sub 20 de fútbol derrotaba a la oncena japonesa
colocando a Venezuela por primera vez entre las primeras ocho mejores
selecciones del mundo en esa categoría. Y van por más. Tienen un sueño, que no
es otro que traerse el título. Los entendidos dicen que son capaces y los
números lo van sugiriendo: en cuatro partidos tienen 11 goles a favor, cero en
contra y están invictos.
Viéndolos celebrar jubilosos,
apiñados unos sobre otros sobre el engramado, fue imposible no recordar, a
otros conciudadanos, hermanos suyos y de sus mismas edades que cayeron para no
levantarse, con el pecho cubierto con el blasón vinotinto de su sangre
derramada por la libertad y por el sueño de una Venezuela diferente. Ya no hay
futuro para ellos y su sacrificio mueve a las lágrimas que conjugan un
sentimiento de orgullo, pena y dolor.
Esos jóvenes murieron porque
para quienes gobiernan ya pasaron aquellos tiempos del “discurso embriagador”.
Para permanecer en el poder la apuesta ya no está en el derroche clientelar, en
las expectativas lanzadas una y otra vez hacia adelante, en las fementidas
bondades del proyecto político que representan y que ha retrotraído a Venezuela
a épocas de oscurantismo político y de atraso existencial para sus habitantes.
La apuesta está en los
criminales fragmentos de vidrio que disparan a quemarropa, que hienden la piel
y desgarran vísceras, venas y arterias de los jóvenes manifestantes. En la
capacidad de los proyectiles lacrimógenos para causar traumatismos que incluso
conduzcan a la muerte. En las balas homicidas, en los culatazos que fracturan
los pies de los detenidos. En la fuerza desplegada para aterrorizar a la
familias hasta en el propio seno de los hogares hacia los cuales dirigen los gases
tóxicos y la metralla. A esos elementos está reducida la capacidad de hacer del
grupo que irrumpió en la escena política diciendo que venían “a refundar la
patria”.
Como la chica de la tarima,
que aún sigue a quienes sólo pueden ofrecerle esclavitud y miseria atroz, la
revolución se ha quedado hablando sola. Su constituyente lleva perdida la
campaña de la opinión pública dentro y fuera de Venezuela. Por allí se van
cimentando su segura derrota.
04-06-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico