Carlos Padilla Esteban 17 de junio de 2017
Muchas
veces pongo en mí toda la confianza. Es como si dudara del poder de Dios en mi
vida. Y tal vez por eso, cuando fracaso y no llego, me siento culpable. Pienso
que no estoy a la altura esperada al no lograr lo que soñaba.
El
sentimiento de culpa es sano. Hoy parece que se ha perdido. Nadie se siente
responsable de lo que hace. La culpa siempre es de los otros. El padre José
Kentenich habla de la importancia de tener un sano sentimiento de culpa: “Estoy
personalmente convencido de que el mundo de hoy está nervioso, enfermo
hasta la médula. ¿Por qué? Porque carecemos de un sano sentimiento de culpa. La
educación en el sentimiento de culpa es una de las cuestiones esenciales,
incluso diría, casi la única forma actual de sanación“.
La
falta del sentimiento de culpa me enferma. Tal vez es uno de esos golpes de
péndulo. Se ha acentuado tanto en otras épocas la culpa, que ahora no
existe, porque creemos que es más sano. Pero no es así. Es verdad que los
escrúpulos enfermizos quiebran el alma. Pero ahora predomina lo contrario.
Cuesta
encontrar pecados. Me encuentro con personas que no se sienten
pecadoras. No hacen nada malo. No hieren a nadie. No cometen grandes
pecados. Por eso a veces prefieren entrar en disquisiciones para saber cuándo
un pecado es mortal o venial. Quieren saber si algo es grave o no lo es.
Buscan
un baremo objetivo para decidir si pueden o no recibir el Cuerpo de Cristo. Creen
que es mejor así. Algo más claro. Una regla general que me diga si puedo o no
puedo hacerlo. Alguien desde fuera que juzgue mi alma. Tal vez porque
he perdido la sensación de ser realmente culpable de mis actos. Y no
logro mirar bien mi corazón.
Tal vez
sea verdad que algo en mi alma está enfermo. Y esa herida no me permite
decidirme de forma consciente y libre en mis actos pecaminosos. Son otros los
que me hacen pecar. Son las circunstancias difíciles que me toca vivir. O es la
misma Iglesia que me pide un ideal tan imposible que yo no estoy a la altura.
Entonces mejor no me confieso y sigo comulgando. No tengo culpa. No me siento
culpable.
Me
parece interesante la reflexión del Padre Kentenich. Tengo claro que los
escrúpulos enfermizos acaban enfermando mi corazón. Pero me llama la atención
que el otro extremo también me enferme. Cuando no encuentro culpa en nada de lo
que hago. Cuando no asumo mi responsabilidad. Cuando no tomo
en serio mis actos. Cuando no reparo el daño causado.
No
tomo las riendas de mi vida y dejo que mi pecado me esclavice. Lo que
hago mal normalmente enturbia mi alma. Mi ira, mi envidia, mi egoísmo. Hay
pecados que me dejan muy herido. Pero a veces los justifico. El pecado o la
situación de pecado en mi vida pueden llegar a debilitar ese lazo que me ata a
Dios. A veces sin darme cuenta me alejo.
Vivo
en el barro, apegado tanto a la tierra, que se cortan mis alas. Dejo de aspirar
a lo más alto. Dejo de soñar. E identifico la santidad con una vida sin pecado.
Personas santas y puras demasiado lejanas.
Creo
que reconocer mi propia culpa me sana. Mi responsabilidad en
mis actos. Normalmente hay pecados que son manifestaciones externas de una
ruptura interior, de una herida más honda que llevo dentro.
A
veces busco la confesión para limpiar esa mancha exterior. Pero no ahondo. No
entro dentro de mi alma para ver el origen del pecado. Que
se encuentra en mi herida de amor. En esa ausencia de paz en mi alma. Y de
esa herida brotan mi rabia, o mi egoísmo, o mi lujuria, o mi envidia, o mis celos.
Intentando compensar esa falta de amor, de reconocimiento.
Y no
toco esa misericordia de Dios. Porque tapo la culpa. Y no me dejo
perdonar. No me reconozco necesitado del perdón de Dios. Y les echo a otros
la culpa. Estoy así porque otros no me han tratado bien. No me han querido. No
me han respetado. No me han cuidado. Y sangro por mi herida.
Y me
siento inocente de lo que hago. Del dolor que nubla mi
mirada. Y mis actos no me parecen graves. Porque también otros los hacen. Veo
entonces la Iglesia como un conjunto de normas que marcan los límites de mi
vida. Y yo vivo en medio de los límites. Tratando de no excederme en nada.
Pero
me cuesta experimentar la culpa como un sentimiento sanador. Quiero asumir las
consecuencias de mis actos. Tomar en serio la fuente de mi pecado, mi
propia herida.
Lo que
al final me sana es tocar con mis manos la misericordia de Dios que me
absuelve, me levanta. Entonces la comunión deja de ser un premio por mi buen
comportamiento. Es una medicina para mi alma enferma, que
no se sana sólo limpiando un poco la suciedad de algunos pecados. Es algo más
hondo.
Ese
sentimiento de fragilidad, de culpabilidad, bien entendido, sana mi corazón
enfermo. Ese abrazo de Dios a mi alma caída. Ese vuelo en el que me sostiene la
mano grande de un Padre. Es entonces una culpabilidad bien entendida.
Es el
arrepentimiento el que siembra en el corazón el deseo de crecer: “Es
verdad que la culpabilidad en general puede ser curativa en ocasiones,
fructífera y fecunda. Pero entonces se trata de arrepentimiento más que de
culpabilidad. El arrepentimiento es el que hace conocernos mejor,
objetivamente. Porque es la verdad la que nos salva y nos hace progresar. El
arrepentimiento no nos hunde. El arrepentimiento nos hace reconocer que debemos
mucho a los demás, porque nos ayudan a sobreponernos, no dándoles importancia
cuando realmente somos la causa de nuestros errores y sobrellevándolos con
amor”.
Esa
experiencia del que se sabe salvado porque su pecado ha dañado el corazón por
dentro y necesita volver a empezar. Esa gracia de la misericordia me cura por
dentro cuando me dejo. Cuando toco mi fragilidad. No cuando no me siento
culpable de nada. No cuando me siento con derecho a recibir a Jesús. Digno de
su amor infinito. Merecedor de un abrazo por haber superado tantas
tentaciones y haber permanecido incólume en la prueba.
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