Papa Francisco 01 de julio de 2017
Mientras
se encontraba en la Plaza de San Pedro para celebrar la fiesta de los Santos
Pedro y Pablo, el Papa Francisco, durante su homilía, se centró en tres
palabras claves para su reflexión: la confesión, la persecución y
la oración, que según él son esenciales para la vida de un apóstol
de hoy en día.
A
continuación el texto completo del discurso del Papa Francisco en la Misa por
la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo que no puedes perderte
La
liturgia de hoy nos ofrece tres palabras esenciales para la vida de un apóstol:
la confesión, la persecución y la oración.
La
confesión.
Pedro
hace su confesión de fe en el Evangelio, cuando la
pregunta del Señor pasa del general al específico. Primero, Jesús pregunta:
"¿Quién
dice la gente que es el Hijo de Dios?" (Mateo 16, 13).
Los
resultados de esta "encuesta" demuestran que Jesús es ampliamente
considerado un profeta. Entonces el Maestro dirige la pregunta
decisiva a sus discípulos:
"Y
para ustedes, ¿quién dicen soy yo?" (Versículo 15).
En
este punto, sólo Pedro responde:
"Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Versículo 16).
Confesar
la fe significa eso: reconocer en Jesús, el esperado Mesías,
el Dios viviente, el Señor de nuestras vidas.
Hoy
Jesús nos hace esta pregunta crucial a cada uno de nosotros, y particularmente
a aquellos que somos pastores. Es una pregunta decisiva que no permite una
respuesta no comprometida, ya que pone en juego toda nuestra vida. Esta
pregunta de vida exige una respuesta de vida. Pues poco cuenta conocer los
artículos de fe si no confesamos a Jesús como el Señor de nuestras vidas.
Hoy el
Señor nos mira directamente y nos pregunta: "¿Quién soy yo para ti?"
Como si dijera: "¿Todavía soy el Señor de tu vida, el anhelo de tu
corazón, la razón de tu esperanza, la fuente de tu confianza
inquebrantable?"
Junto
con San Pedro, renovamos también hoy nuestra elección de vida para ser
discípulos y apóstoles de Jesús, para que contestemos esta pregunta de Jesús de
inmediato, para ser suyos no sólo en palabras, sino demostrar que somos
suyos con acciones en nuestra vida.
Preguntémonos
si somos cristianos de salón, de esos que aman conversar sobre cómo van las
cosas en la Iglesia y el mundo, o si somos apóstoles en movimiento, que
confiesan a Jesús sus vidas porque lo tienen en sus corazones.
Aquellos
que se confiesan a Jesús saben que no es simplemente para ofrecer opiniones,
sino para ofrecer sus propias vidas. Ellos saben que no deben creer a medias,
deben arder con amor. Ellos saben que no pueden simplemente pisar la orilla o
tomar la salida fácil, sino que tienen que arriesgarse y adentrarse en lo
profundo, renovando diariamente su auto-oferta a Dios.
Aquellos
que confiesan su fe en Jesús actúan como Pedro y Pablo lo hicieron: Lo siguen
hasta el final, no sólo parte del camino, siempre hasta el final.
También
siguen al Señor a lo largo de Su camino, no a lo largo de nuestros propios
caminos. Su camino es el de vida nueva, el de gozo y
resurrección, y es también el camino que pasa por la cruz y la
persecución.
La
persecución.
Pedro
y Pablo derramaron su sangre por Cristo, pero la comunidad
primitiva también experimentó persecución, como nos recuerda el Libro de los
Hechos (12, 1).
Hoy en
día también, en varias partes del mundo, a veces en silencio (a menudo un
silencio cómplice), un gran número de cristianos son marginados, discriminados,
sometidos a la violencia e incluso a la muerte, sin la debida intervención de
quienes podrían defender sus derechos sacrosantos.
Aquí
quiero enfatizar especialmente algo que el apóstol Pablo dice antes, en sus
palabras: Ser derramado como una libación (2 Timoteo 4, 6). Para él, vivir
era Cristo (Filipenses 1, 21). Cristo crucificado (1 Corintios 2, 2),
quien dio su vida por él (Gálatas 2, 20).
Como
discípulo fiel, Pablo siguió al Maestro y ofreció su propia vida también.
Debido a la cruz, no hay Cristo, pero si faltara la cruz, no podría haber
cristiano. Porque la virtud cristiana no es sólo cuestión de hacer el bien,
sino también de tolerar el mal (Agustín, Serm. 46, 13), como lo hizo
Jesús.
Tolerar
el mal no tiene que ver simplemente con la paciencia y
la resignación. Significa imitar a Jesús, cargando nuestra carga,
arrastrándola por su causa y la de los demás. Significa aceptar la cruz,
insistir en el confiado conocimiento de que no estamos solos:
El
Señor crucificado y resucitado está a nuestro lado. Así, con Pablo, podemos
decir que somos afligidos en todos los sentidos, pero no
aplastados. Somos perplejos, pero estamos conducidos a la desesperación. Somos
perseguidos, pero no abandonados" (2 Corintios 4, 8-9).
Tolerar
el mal significa superarlo con Jesús, y en el propio camino de
Jesús, que no es el camino del mundo. Por eso Pablo se consideraba un vencedor
a punto de recibir su corona (2 Timoteo 4, 8). Él escribe:
"He
peleado el buen combate, he acabado la carrera, he guardado la fe" (Versículo
7).
La
esencia de su buena pelea era vivir: No vivía para sí mismo, sino para Jesús y
para los demás. Pasó su vida corriendo la carrera, nunca se retrasó, siempre lo
dio todo.
Él nos
dice que sólo hay una cosa de la que siempre cuidó: no su salud, sino su fe, su
confesión de Cristo.
Por
amor, experimentó pruebas, humillaciones y sufrimientos, que nunca deben ser
buscados, pero siempre aceptados.
En el
misterio del sufrimiento ofrecido en el amor, en este misterio encarnado en
nuestros días por tantos de nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos,
empobrecidos y enfermos,resplandece el poder salvador de la cruz de
Jesús.
La
oración.
La
vida de un apóstol, que fluye de la confesión y se convierte en ofrenda, es
una oración constante.
La
oración es el agua necesaria para nutrir la esperanza y aumentar la
fidelidad. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar a su vez.
Nos hace avanzar en momentos de oscuridad porque trae la luz
de Dios.
En la
Iglesia, la oración es la que nos sostiene y nos ayuda a superar las
dificultades. Vemos esto también en la primera lectura:
"Pedro
estaba custodiado en la cárcel. Pero la oración ferviente por él fue hecha a
Dios por toda la Iglesia"(Hechos 12, 5).
Una
Iglesia que reza es custodiada por el Señor. Cuando oramos, confiamos nuestras
vidas a Él y a su cariño. La oración es el poder y la fuerza que
nos unen y sostienen, el remedio para el aislamiento y la autosuficiencia que
conducen a la muerte espiritual.
El Espíritu de
vida no respira a menos que oremos. Sin oración, las cárceles interiores que
nos mantienen cautivos no pueden desbloquearse.
Que
los benditos Apóstoles nos faciliten un corazón como el de ellos, cansados
todavía en paz, gracias a la oración. Cansados, por estar
constantemente pidiendo, llamando e intercediendo, pesados por tantas
personas y situaciones que necesitan ser entregadas al Señor. Pero también en paz,
porque el Espíritu Santo trae consuelo y fuerzacuando oramos.
¡Qué
urgente es que la Iglesia tenga maestros de oración, y más aún, que
seamos hombres y mujeres de oración, cuya vida enterasea oración!
El
señor responde a nuestras oraciones.
El
Señor responde a nuestras oraciones. Él es fiel al amor que
hemos profesado por Él, y Él se coloca junto a nosotros en los momentos de
prueba. Acompañó el viaje de los Apóstoles y hará lo mismo por nosotros,
queridos hermanos Cardenales, reunidos aquí en la caridad de los Apóstoles que
confesaron su fe por el derramamiento de su sangre.
Él
permanecerá cerca de ustedes también, queridos hermanos arzobispos que, al
recibir el palio, serán fortalecidos para dedicar sus vidas al rebaño, imitando
al Buen Pastor que los lleva sobre sus hombros.
Que el
mismo Señor, que desea ver reunido a su rebaño, bendiga y proteja también
a la Delegación del Patriarcado Ecuménico junto con mi querido hermano
Bartolomé, que los ha enviado aquí como signo de nuestra comunión apostólica.
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