RAFAEL LUCIANI 30 de septiembre de 2017
@rafluciani
La
pesadumbre cotidiana puede hacer que perdamos la esperanza. No sólo la que
podamos tener en un cambio político, sino también en nosotros mismos como
personas capaces de construir una vida buena a partir de las potencialidades
que tenemos. La praxis de Jesús, su modo de afrontar la realidad en medio de la
opresión de un Imperio y junto a un pueblo que pasaba hambre y se sentía
abandonado por sus líderes (Mt 9,32-38), puede ser inspiradora para reconstruir
nuestras vidas, devolvernos la esperanza y buscar el bien común.
Vivir
al estilo de la humanidad de Jesús es lo que da razón de ser a lo que llamamos
«espiritualidad cristiana». Esta no se define porque el sujeto pertenezca a una
determinada confesión religiosa o ideológica, o cumpla con determinados ritos y
normas, sino porque viva con el mismo espíritu con el que vivió Jesús y asuma
su causa por la humanización de las relaciones sociales de forma no violenta ni
ideológica. Es «cristiana» en cuanto entiende que Jesús es paradigma del modo
de relacionarnos con Dios –Padre misericordioso–, y con los demás –como
hermanos, pues él es confesado como el Cristo, que significa que él es el
«Señor y Mesías», y no quienes tienen el poder político para oprimir e imponer
su ideología.
La no violencia
No podemos
hablar de tal espiritualidad si no apostamos por el camino de la no violencia
(Mt 5,9), si no luchamos en favor de la justicia (Mt 5,10) y optamos por el
pobre y la víctima (Lc 6,20), independientemente de su condición moral o
política, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gal 2,6). No es
cristiana si nuestras relaciones con los demás son falsas, convirtiendo al otro
en objeto e instrumento del propio interés ideológico.
En
apariencia, vivir así, es algo débil e ingenuo para quien está acostumbrado a
ejercer la autoridad que le viene de un cargo, del dinero o de la fuerza
política o militar. Pero viviendo así, aprendiendo a tratar al otro como
hermano, Jesús logró hacer renacer la esperanza de su pueblo, sanar los
corazones agobiados y desestabilizar las prácticas sociales y políticas
establecidas por el Imperio romano. Su credibilidad y atracción venían de la
libertad con la que vivía para entregarse a todos sin exclusión ni imposición
(2 Cor 3,17).
Práctica fraterna
Esto
nos coloca ante un reto: querer el bien del otro y apostar por la
reconstrucción de espacios comunes donde podamos convivir todos. La práctica
fraterna se construye mediante acciones concretas que sanen necesidades reales:
«tuve hambre..., tuve sed..., era forastero..., estaba desnudo..., enfermo y en
la cárcel» (Mt 25,42ss). Esto supone una conversión respecto a cómo vemos al
otro. El otro no es un simple objeto de lástima o limosnas. La clave es la
fraternidad, pero ésta no consiste en dar algo, «dádivas», sino en acercarme al
otro y hacerlo próximo –prójimo– a mi existencia, en dejarlo entrar en mi
espacio y juntos crear algo nuevo.
Jesús
coloca al mismo nivel dos relaciones: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza» (Dt 6,5) y «Amarás al prójimo
como a ti mismo» (Lev 19,18), pero las invierte. La práctica del amor fraterno
que convierte al otro en próximo a mí –mi prójimo– es la condición para
encontrar el amor de Dios (Mt 22,35-40). A Pablo le costó aprender esto. En la
cárcel relee su relación con Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre
cadenas» —como esclavo—, luego aprendió a «cargarlo en su propio corazón» —como
hijo—, hasta que finalmente lo pudo asumir como «hermano querido» (Flm).
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología Dogmática
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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