FRANCESCO MANETTO 09 de octubre de 2017
Los
comicios regionales del 15 de octubre en Venezuela son una cita relevante para
medir las fuerzas del chavismo y de la oposición, pero no suponen una concesión
a los partidos críticos con el régimen de Nicolás Maduro –hubieran tenido que
celebrarse en 2016- ni coinciden con la principal demanda de la Mesa de Unidad
Democrática (MUD) y de la mayor parte de las instancias internacionales. Esto
es, la celebración de elecciones generales. ¿Por qué? Porque la configuración
administrativa del país consagrada en la Constitución de 1999, el texto
impulsado por el expresidente Hugo Chávez vigente hasta que la Asamblea
Nacional Constituyente termine una nueva redacción, hace de la contienda del
domingo una convocatoria sobre todo simbólica.
Los
casi 20 millones de venezolanos inscritos en el censo están llamados a elegir
por un período de cuatro años a los nuevos gobernadores de los 23 estados. No
obstante, los Gobiernos regionales carecen de atribuciones importantes con
algunas excepciones. El llamado Poder Nacional mantiene, de facto, el control
final sobre todas las Administraciones públicas.
El
caso de Henrique Capriles, uno de los más significados líderes opositores, es
emblemático. El dirigente del partido Primero Justicia es uno de los tres
gobernadores de la MUD, desde 2008 está al frente del Estado Miranda, que
abarca parte del distrito metropolitano de Caracas, pero su margen de acción
frente al Gobierno siempre ha sido escaso. Y el pasado abril la Contraloría
General de la República, un organismo de vigilancia que de facto está al
servicio del oficialismo, le inhabilitó para ejercer cargos públicos durante
los próximos 15 años. Capriles sigue siendo una de las figuras destacadas de la
oposición a Maduro, aunque a pesar del apoyo popular que obtuvo su poder no es
real.
Hay
otro precedente que demuestra que los aparatos del régimen pueden, si se ven
amenazados, actuar libremente contra las demás instituciones. Se trata de la
decisión del Tribunal Supremo de Justicia, adoptada a finales de marzo, de
despojar de todas sus funciones al Parlamento. Ese fallo fue la mecha que
desencadenó las protestas que duraron hasta la elección de la Asamblea
Constituyente, el 30 de julio, una nueva Cámara íntegramente chavista y no
reconocida por las fuerzas opositoras. Los enfrentamientos con los
manifestantes y la represión policial dejaron un saldo de más de 120 muertos.
Pero esas movilizaciones remitieron a principios de agosto. Beatrice Rangel,
que fue ministra de la Presidencia durante el Gobierno de Carlos Andrés Pérez
en los noventa, lo atribuye en conversación con EL PAÍS al cansancio de la
población y de sus referentes después de cuatro meses de máxima tensión.
Ahora
la oposición intenta recuperar el pulso y, aunque no se conforma con la
celebración de estas elecciones, decidió participar mayoritariamente para
ponerse a prueba. Mientras tanto, el régimen busca oxígeno con lo que pretende
presentar como una concesión a la democracia, cuando en realidad podrá mantener
las riendas, directa o indirectamente, de todas las Administraciones del
Estado.
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