Carmen Beatriz Fernández 17 de octubre de 2017
El domingo
en Venezuela pistoleros asaltaron dos autobuses de pasajeros. Sucede casi todos
los días, en realidad. Caracas se ha convertido en capital hemisférica
del crimen. La novedad está en que los asaltantes actuaron sobre autobuses
que trasladaban electores migrados. Al finalizar la acción criminal los
ladrones se llevaron las llaves de los buses, para que de esta forma sus choferes
no pudieran seguir trasladando electores. Y es que a escasas 72 horas de
celebrarse las elecciones más de 700 mil votantes, aquellos que
sufragaban en los circuitos más fuertemente opositores, fueron cambiados de su
centro de votación, hacia otros más distantes geográficamente y más
hostiles políticamente. El cambio se hizo a última hora y sin la suficiente
advertencia a los electores, muchos de los cuales se enteraron del traslado
justo al llegar a su centro de votación. Allí los esperaba el apoyo en movilización
del candidato opositor, y deberían trasladarse a sufragar en centros saturados,
con logísticas deliberadamente complicadas, fuertes colas y cerca del
doble de electores del que fueron diseñados para manejar.
Desde
hace ya varios años el árbitro electoral venezolano dejó de serlo para
convertirse tímidamente en un jugador oficialista. Un árbitro que
imponía condiciones leoninas a la oposición y se las facilitaba al oficialismo,
un árbitro que inclinaba el campo de juego para que a su
equipo favorito le fuera más fácil meter goles. Un recurso muy manido en los
últimos años fue dejar en evidencia la parcialidad del árbitro
electoral y su posibilidad de torcer el resultado de las urnas, ello
facilitaba desmotivar al elector opositor a ejercer su voto y dificultaba los
acuerdos entre quienes adversan al gobierno. Son también frecuentes los
casos de votos forzados donde se acompaña, a veces
militarmente, al votante más pobre y rural. Tampoco se le permite votar al
elector de la cada vez más abundante diáspora que representa ya más del 10% del
padrón electoral.
Nunca
durante la llamada revolución bolivariana las condiciones electorales han sido
equilibradas, pero en las elecciones que se celebraron el domingo, se entró en
una nueva fase. Ese árbitro cedió a su timidez inicial para
convertirse descaradamente en el único jugador relevante del equipo de Maduro:
el que mete todos los goles.
El
domingo unos 18 millones de electores fueron llamados a votar en las elecciones
para escoger gobernadores. Fueron éstas unas elecciones extemporáneas que
habían debido celebrarse el pasado diciembre, por mandato constitucional. El
chavismo, que alardeaba tanto de la muy frecuente convocatoria a las urnas,
dejó de celebrar elecciones apenas comenzó a perderlas y llegó a estas en parte
por presión internacional, y en parte por un esfuerzo de Maduro de aligerar la
presión interna, aún a costa de sacrificar a algunas de sus propias fichas.
En
Venezuela 3 de cada 4 electores adversan duramente al gobierno de Maduro y
con esos números se podría esperar que la oposición se hiciera con al menos 20
de las gobernaciones. Pero nunca fue ése el pronóstico, pues mientras que el
25% chavista de la sociedad estaba convencido de ir a votar, el 75%
opositor al régimen de Maduro se debatía entre si ir a votar o dejar de hacerlo,
con lo cual la batalla en las urnas electorales se hacía mucho más equilibrada.
En una
elección normal una campaña de gobiernos regionales sería ocasión de presentar
y debatir propuestas, contrastar lemas, destacar imágenes. Nada eso pasó en
esta contienda. Fue un proceso con perspectiva nacional: durante la
campaña el gobierno central usó toda su fuerza argumental para disuadir a los
opositores de que fueran a votar. Un argumento fue categorizar a las
negociaciones gobierno-oposición como evidencia de un pacto de convivencia,
tratando de convencer a las bases opositoras de que hay acuerdos turbios y
colaboracionismo. Otro argumento insistía en que votar era reconocer a la
ilegítima Asamblea Nacional Constituyente. Un tercero, ya reiterado, hacer
siempre evidente la parcialidad del árbitro electoral. Quizás uno de los
momentos más interesantes de la campaña se dió cuando más de 20 presos
políticos suscribieron desde su cárcel una carta invitando a votar. Las
campañas electorales también se juegan durante las dictaduras, pero en ellas
los mensajes son distintos…
Sin
embargo durante las últimas dos semanas el liderazgo opositor había sido capaz
de convencer a sus electores sobre la importancia de asistir a votar. La
disposición al voto entre los opositores, que se mantenía en niveles inferiores
al 50% fue creciendo hasta alcanzar un compromiso superior al histórico para
elecciones regionales. Así las cosas el oficialismo recurrió a su plan
B, con el que consiguió hacerse con 17 de las 23 gobernaciones. Fallada la
táctica de impulsar argumentalmente la abstención, se buscó lograrla por la vía
de inclinar aún más la cancha para dificultar al máximo el voto opositor. Es
posible incluso que se haya ido un paso más allá en el pucherazo,
y el fraude en las condiciones electorales se haya complementado con
fraude en la votación, particularmente en aquellos centros de menor tamaño.
Un indicador no venial es que existen numerosos centros de estas
características en los que el candidato oficialista obtuvo más votos de los que
nunca obtuvo el difunto comandante Chávez.
Quizás
no haya nada demasiado nuevo en esto: a fin de cuentas ningún sistema
se juzga como más o menos democrático porque existan reclamos de fraude. El
poder suele jugar con ventajismo en todas partes del mundo. Sin embargo el
dilema sobre si participar o no, no es banal en un sistema político. Los
problemas serios comienzan cuando buena parte del electorado se convence de que
no hay salidas por la vía electoral.
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