Por Wolfgang Gil Lugo
“Mi pueblo está destruyéndose
por la falta de conocimiento”
Oseas (4:6)
“Si no tienen pan, que coman
pasteles” es la despectiva frase que se le atribuye a María Antonieta, quien no
mostró compasión por el hambre del pueblo francés durante los días previos a la
revolución.
Era la actitud característica
del Ancien Régime, como se le denomina a esa etapa histórica. Lo más razonable
sería pensar que, con el fin de las monarquías absolutas, se acabaría el
desprecio por el pueblo en los regímenes donde los gobernantes son elegidos por
medios democráticos. No fue así.
¿Cómo aparecen los psicópatas
políticos en las repúblicas modernas? Aparecen en un escenario de perversión
política que tiene lugar cuando el electorado se convierte en cómplice de la
corrupción y la impunidad. De esa manera surgen los tiranos contemporáneos,
quienes no sienten compasión ni empatía y son inmunes a cualquier
remordimiento. Hacen gala de crueldad ideológica al causar dolor y miseria a
los débiles e indefensos.
Hay un desprecio
prerrevolucionario y otro revolucionario. Las revoluciones pretendieron acabar
con las clases sociales y terminaron imponiendo nuevas clases dominantes más
autoritarias y tiránicas. Este hecho paradójico parece que escapa a muchos
intelectuales malamente autocalificados de progresistas, a pesar de las
evidencias de que, en Corea del Norte, el comunismo se convirtió en una monarquía
absoluta y hereditaria, mientras en Cuba la cosa va por el mismo camino.
A los gobiernos totalitarios
les interesa crear un tipo de fanático, el conformista obediente, que no
encuentra ninguna contradicción entre la ideología y el régimen. Todorov escribe:
“El comunista típico ya no es
un fanático, sino un arribista. Está dispuesto a cambiar de convicciones por
encargo: a lo que aspira es al éxito y al poder personal, no a la victoria
lejana del comunismo. Marx, Lenin y Stalin son las tres hadas que se han
inclinado sobre la cuna del Estado totalitario y que lo han provisto de sus
principales virtudes” (El hombre desplazado, Madrid, Taurus, 2008, p. 41).
Para esos mismos gobiernos,
hay un tipo de fanático que no les interesa, el idealista, que no es otro que
el purista de la ideología. Este exige coherencia entre el pensamiento y la
acción. Por tal razón el nuevo régimen elimina a la mayoría de quienes
participaron al inicio de la revolución, acabando así con la crítica interna.
El despotismo de la libertad
Isaiah Berlin, en su
ensayo Dos conceptos de libertad, en la sección ‘‘El templo de Sarastro’’
(el personaje de un sacerdote que vive en un recóndito castillo en la
Flauta Mágica de Mozart), nos alerta sobre una superstición intelectual: el
“gobierno de los sabios”. Berlin está de acuerdo con que personas de gran
sabiduría ocupen posiciones de liderazgo en la sociedad. Lo que cuestiona es la
suposición de que la racionalidad individual se pueda traspasar sin problemas
al Estado. Para prevalecer, la racionalidad individual debe someter las
pasiones que obnubilan el pensamiento. Si se traslada esto a nivel político, la
clase gobernante, el equivalente de la racionalidad, debe someter al pueblo,
que es el equivalente de las pasiones. Así se crea la ficción del Estado
racional, o, mejor dicho, del régimen falsamente racional.
Hay que aclarar que Berlin no
está contra la racionalidad en sí misma; todo lo contrario. Lo que cuestiona
Berlin es el concepto de racionalidad instrumental. Es la racionalidad que
supone que el bien es unívoco, es decir, que hay una sola concepción del bien y
por tanto no hay que discutirla. Por el contrario, una sociedad libre supone
que el bien es susceptible a varias interpretaciones (sin caer en el
relativismo) y, por tanto, hay que discutir con todos los miembros de la
población. La racionalidad instrumental es la base de la tecnocracia. Así como
puedo dominar a la naturaleza con la tecnología, ¿puedo dominar a los humanos
con legitimidad?
El tecnócrata considera que se
puede responder afirmativamente a esa pregunta, pues cree que está justificado
dominar a los demás si es racional y no arbitrario. No se considera coacción
obligar a alguien a que cumpla con la finalidad racional de su verdadero yo.
Eso da lugar a los autoritarismos. Esto supone que la libertad es igual a ley
más la autonomía del individuo. Es pensar fantasiosamente que, en la medida en
que aumente el número de individuos autónomos, la ley irá desapareciendo.
Este supuesto subordina la
libertad de pensamiento a los “sabios” de la política. Dicha forma de pensar se
encuentra en los moralistas dogmáticos, donde el gobierno tiene la obligación
de imponer la educación a la población, tal como sucede en Fichte. El mismo
supuesto funciona también para el irracionalismo estético, como por ejemplo,
Nietzsche. Ni siquiera el cientificismo de Comte escapa a esta forma de pensar.
Dicho supuesto se basa en la
alienación de la mayoría como justificación de la imposición autoritaria. La
mayoría no sabe lo que le conviene, solo la elite iluminada conoce lo que es
bueno para todos. De esta forma tiene lugar la inversión del autogobierno
individual al autoritarismo político, dando como resultado una paradoja: el
despotismo es la libertad.
La cultura disfuncional
El despotismo de la libertad trae
como consecuencia la desintegración del individuo humano. En la actualidad, hay
muchos factores culturales que favorecen dicha desintegración. Eric Kahler, en
su libro La torre y el abismo (Buenos Aires, Fabril editora, 1959),
nos explica que ha tenido lugar una escisión en la mente contemporánea. El
aspecto externo de esa escisión toma la forma de la colectivización.
En el pensamiento
colectivista, se considera que las diferencias grupales son más significativas
que las diferencias individuales dentro de los grupos. Este énfasis en los
grupos termina suprimiendo el valor del individuo y, por tanto, de sus
derechos. El colectivismo puede poner en peligro al liberalismo propio de las
democracias cuando la mayoría del grupo es capaz de disminuir la libertad de
los individuos.
El colectivismo se expresa en
racionalización y mercantilización. El concepto de racionalización hace
referencia al modo en que las sociedades modernas han venido siendo sometidas a
un proceso de ordenamiento y sistematización, con el objetivo de hacer
predecible y controlable la vida del hombre. Este proceso se hace manifiesto en
por lo menos tres ámbitos de la vida humana. Primero, a nivel de la
cosmovisión, en la que se ha venido produciendo lo que Weber llamaba “el
desencantamiento del mundo” respecto a la naturaleza. Ya no hay Dios ni hadas
ni duendes; se produce una “desmitificación de la vida”, es decir, una
creciente “secularización” de las creencias y los valores. Segundo, a nivel de
la acción colectiva, en donde la política, la economía, el derecho y demás
instituciones de la vida pública se convierten en organizaciones tecnocráticas.
Tercero, a nivel de la acción individual, donde el estilo de vida personal se
orienta de acuerdo a patrones funcionales de producción y consumo. Este último
punto es la transición a la mercantilización.
La mercantilización es el
proceso de reducir los valores no económicos en mercancías. Esto tiene lugar en
dos niveles. El primer nivel se refiere al mundo de las cosas: los productos se
transforman en artículos comercializables con fines de lucro. Es decir que el
valor de cambio de los objetos prevalece sobre su valor de uso. El valor de uso
de los objetos es aquel que se deriva de su capacidad para satisfacer
necesidades humanas, mientras que su valor de cambio es la cantidad de dinero
por la que se puede permutarlos para adquirir otros bienes y servicios. El
segundo nivel se refiere al mundo humano: el proceso de mercantilización avanza
hasta convertir incluso el trabajo humano y el tiempo en bienes de
mercadeables.
Tanto la racionalización como
la mercantilización son ilustradas, en registro de sátira social,
en Tiempos modernos (1936) de Chaplin. En esta película tiene lugar
la famosa escena donde el personaje protagónico de Charlot es un obrero que se
convierte en un apéndice a la maquina industrial. Se puede hablar aquí de un
primer nivel de alienación.
Ante estas amenazas contra la
naturaleza humana, se pueden tomar dos alternativas. Una de ellas es
profundizar el mal en nombre de la curación. Salir de la sartén para caer en el
fuego. Este es el camino de las revoluciones autoritarias, donde tiene lugar un
segundo nivel de alienación, la cual está caracterizada por las dictaduras
contemporáneas.
La dictadura toma las formas
de totalitarismo y terror. Esto es más propio de sistemas como el fascismo y el
comunismo. Se conoce como totalitarismos a las ideologías, los movimientos y
los regímenes políticos que consideran que el Estado tiene el poder absoluto
sobre todos los aspectos de la sociedad, en consecuencia, la libertad está
seriamente restringida y el ejecutivo ejerce todo el poder sin divisiones ni
restricciones.
Los regímenes totalitarios se
diferencian de otros regímenes autocráticos por ser dirigidos por un partido
político único que se funde con las instituciones del Estado. Estos regímenes,
por lo general exaltan la figura de un personaje que tiene un poder ilimitado
que alcanza todos los ámbitos y se manifiesta a través de la autoridad ejercida
jerárquicamente. Impulsan un movimiento de masas en el que se pretende
encuadrar a toda la sociedad. Hacen uso intenso de la propaganda y extreman los
distintos mecanismos de control social y de represión, especialmente de la
policía secreta.
El terror es el instrumento de
control de la sociedad por medio de una brutal represión por parte de los
gobernantes totalitarios, quienes hacen uso y abuso del recurso al terrorismo
de Estado. Como afirmaba el mismo Robespierre: “El terror no es más que la
justicia rápida, severa e inflexible”.
La esperanza posible
Siempre habrá psicópatas con
ansias de poder. Cómo evitar ese tipo de personaje es el gran desafío de la
política democrática de todos los tiempos. El mejor antídoto para evitarlos es
educar a la población para que resista la seducción de los hipnotizadores.
Kahler nos advierte que, para
evitar el primer nivel de alienación (la enajenación capitalista), no es
necesario caer en el abismo del segundo (la enajenación totalitaria). Hay que
apostar por el despertar de las conciencias para evitar el triste espectáculo
de una población mendigando las migajas que caen de la mesa de los opresores.
Para explicar esa parte de la
población todavía está hipnotizada por el discurso totalitario, es necesario
acudir al concepto de alienación, pero de un tipo diferente. Es imposible no
desarrollar un discurso crítico sin el concepto de negación de la naturaleza
humana. Ahora bien, dicho concepto puede servir tanto para la liberación como
para la dominación. Como ya vimos, de acuerdo a Berlin, el concepto de alienación
se pone al servicio del “gobierno de los sabios” que es como él llama a la
libertad positiva tecnocrática, es decir, que supone que el bien es único y
solo conocido por la élite, por tanto, no se discute cuál es el bien, se da por
sentado, el asunto es solo encontrar los medios para realizarlo.
Desde el punto de vista
humanista, el concepto de alienación es necesario para comprender la
degradación humana. Como alerta Albert Camus, el olvido de la esencia humana
conduce al totalitarismo y al genocidio. Así es posible salvar al concepto de
alienación si se conecta con la idea de sociedad libre del mismo Berlin, es
decir, donde el gobierno respeta al derecho y la moral, y se puede agregar que
considera que el bien es multívoco. En otras palabras, hablamos de una
saludable democracia liberal. Si damos un paso más hacia la humanización, se
puede poner el concepto de democracia al servicio del poder cooperación
alejándolo del poder dominación.
La misión es difícil, implica
despertar las conciencias de los fanáticos conformistas, quienes sufren el
síndrome del “miedo a la libertad” diagnosticado por Erich Fromm. Es tarea
difícil pues se lleva a cabo con las herramientas de la persuasión y el
diálogo. El propósito consiste en que las personas recuperen su propio poder
para luchar por la democracia, y no ser más cómplices de la crueldad ideológica
que los tiraniza.
04-01-18
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