Trino Márquez 07 de febrero de 2018
El
diálogo en República Dominicana fracasó, como era previsible. El desprecio del
régimen por el país carece de límites. Las condiciones que Maduro quiso imponer
eran inaceptables. La oposición, a partir de ahora, tendrá que luchar, en circunstancias todavía más
adversas, para depurar el ambiente en el que se realicen las votaciones
presidenciales de 2018. Si esa pelea no se libra, la abstención en las filas
opositoras será gigantesca y la derrota estará asegurada. La dirigencia que
acuda a la cita electoral sin haber combatido por reformar el cuadro, quedará
como un grupo de entregados, sin determinación para enfrentar un régimen que
utiliza las consultas comiciales como colorete para darse legitimidad y, sobre
todo, para crear la ilusión de que el gobierno es legítimo porque se origina en
el voto popular.
La discusión en torno a si participar o no en
las elecciones convocadas por la constituyente, ha sido un debate entre
iniciados. Dentro de esta cápsula, la oposición morirá asfixiada. El poder del
régimen resulta excesivo frente a un adversario dividido y enredado. Es
imperativo que la gente, el votante, participe exigiéndole al gobierno que
cumpla la Constitución y la Ley Electoral. La Conferencia Episcopal, la
Asociación de Rectores (Averu), Fedecamaras y otros sectores del país, se han
pronunciado demandando el respeto al Estado de Derecho. En sus alegatos no se
percibe una apología de la abstención, ni se convoca al pueblo a boicotear el
venidero proceso electoral. Esos manifiestos se focalizan en demandar la
aplicación de las normas que garantizan unas elecciones equilibradas,
transparentes y justas, que en efecto puedan recoger la voluntad libre de los
venezolanos. A Nicolás Maduro no se le pide ningún favor, ni nada que no se
encuentre en la ley electoral que los oficialistas redactaron y aprobaron en
agosto de 2009, cuando mantenían el control total de la Asamblea Nacional.
Es verdad que a unos bucaneros no puede
pedírseles que devuelvan mansamente el botín obtenido mediante el saqueo. Pero,
igualmente, nadie puede exigirles a las víctimas que se comporten como vasallos
que renuncian a denunciar el asalto. El
gobierno está tratando de imponer condiciones que desnaturalizan la consulta
electoral, convirtiéndola en un rito para atornillar al poder a sus jerarcas.
Las analogías con las elecciones realizadas en la Polonia comunista, en el
Chile sometido por Pinochet o en la Nicaragua sandinista de los años ochenta,
sirven como ilustraciones pedagógicas, pero no pueden trasladarse mecánicamente
a Venezuela. En aquellos países las opciones de la oposición se restringían a
tomar o dejar las migajas que el régimen autoritario les arrojaba. Ese no es el
caso de Venezuela. Aquí el margen para la disputa es muy amplio, porque sigue
existiendo una sociedad civil fuerte y el apoyo internacional es inmenso. Lo
que falta es una conducción política determinada a dirigir los esfuerzos hacia
la búsqueda de condiciones electorales aceptables.
El régimen alardea de una fuerza de la cual
carece. Esta constituye una diferencia básica con Pinochet y con Jaruzelski, el
dictador polaco. El autócrata chileno había estabilizado la economía del país,
poniéndolo a crecer a tasas envidiables. El mandón comunista todavía contaba
con el apoyo del Ejército Rojo. Nicolás Maduro preside el gobierno más inepto
de la historia nacional, llevó a la nación a la ruina en medio de la bonanza
petrolera y se halla aislado y desprestigiado en el plano internacional. Si
algún gobierno necesita legitimarse en el continente es el de Maduro. Nadie lo
quiere y todos lo detestan.
La legitimidad que busca no se la darán
candidatos pintorescos, ni personajes tenebrosos como algunos de quienes lo
rodean, pavoneándose con el poder temporal que disfrutan. Maduro necesita que
las próximas elecciones sean aceptadas por la comunidad internacional y que los
venezolanos acudan en masa a las urnas de votación. Unas votaciones
encapilladas como la de la constituyente, le darán una victoria provisional,
pero podría ser su condena, tal como le ocurrió a su predecesor más remoto,
Marcos Pérez Jiménez con el plebiscito de 1957.
En la urgencia de legitimarse reside el punto
más débil del régimen, y el punto más fuerte de la oposición. Los documentos de
la CEV y de Averu señalan un camino: la lucha por conseguir, al menos, las
condiciones en las que se efectuaron los comicios de diciembre de 2015. Los
aspirantes a la presidencia de la República por parte de la oposición tendrían
que plantearse como primer objetivo
librar esa batalla. La firmeza nada tiene que ver con alentar la abstención, Se
trata únicamente de parársele de frente a un gobierno abusador con el fin de ganar la autoridad que deben poseer los jefes. Sería lamentable
que el candidato de la alternativa democrática luzca como un mamarracho a quien
el régimen irrespeta sin ninguna consideración.
Maduro necesita convocar comicios. Una
querella sin ambigüedades contra sus abusos podría convencerlo de que lo mejor
que puede ocurrirle a él y a su partido es que haya elecciones competitivas. A
todos nos corresponde pelear en nuestro campo particular para ganar esa
batalla.
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