P Damian Naninni 03 de marzo de 2018
TERCER
DOMINGO DE CUARESMA
ACEPTAR LA OBRA DE LA SABIDURÍA DE DIOS EN NOSOTROS
ACEPTAR LA OBRA DE LA SABIDURÍA DE DIOS EN NOSOTROS
Primera
Lectura (Ex 20,1-17):
La
primera lectura nos trae el conocido decálogo en la versión del libro del
Éxodo. Para interpretarlo correctamente es importante ubicarlo en su contexto,
que es un relato teofánico que se abre en dos (Ex 19,16-19 + 20,18-21) para
recibir en medio de él las palabras del decálogo (Ex 20,
2-17). Como consecuencia de esta inserción en el marco de la teofanía, el
decálogo adquiere el estatuto de ley divina: es la primera y
fundamental expresión de la voluntad de Dios. La teofanía y la ley están
colocadas, a su vez, en el marco de la alianza (Ex 19,3-8 y
24,4-8). De este modo el decálogo se convierte en el documento de la
alianza. En la estructura final de la sección, la ley se define en función
de la alianza con Dios, es el compromiso formal del pueblo ante Dios. Por
tanto, la vida en Alianza con Dios incluye necesariamente la Ley, los
mandamientos como expresión de la Voluntad de Dios.
Las
leyes en Israel tienen el mismo valor y dimensión salvífica que las
intervenciones históricas de Dios. La Ley es en primer lugar un don de
Dios a su pueblo. De hecho es el éxodo, acto salvífico por excelencia, el
que precede, fundamenta y da sentido al decálogo y a todas las demás
leyes. El motivo principal por el cual el pueblo debe observar las
leyes del Señor es porque Yavé lo ha liberado de Egipto (Ex 20,2). Por
ello, la ética nace del don de la liberación y no al revés. Israel
tiene que guardar la ley, no sólo para salvarse, sino principalmente porque ha
sido salvado.
La
meta de la ley es la preservación del don de la libertad otorgado al pueblo con
el éxodo. El cumplimiento de la ley salvaguarda la vida libre en la tierra
prometida. Obedeciendo a esta ley, los judíos creyentes encuentran en ella sus
delicias y la bendición, y participan de la sabiduría creadora universal de
Dios. Esta sabiduría divina revelada al pueblo judío es
superior a la de las naciones (Dt 4,6.8), en particular a la de los griegos (Ba
4,1-4). Por el contrario, la trasgresión de la ley compromete no sólo la
libertad del pueblo sino también la posesión de la tierra.
Segunda
Lectura (1Cor 1,22-25):
Para
entender las afirmaciones que hace aquí San Pablo tenemos que recordar que son
un desarrollo de lo dicho en 1Cor 1,18 a manera de tesis fundamental: “El
mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se
salvan -para nosotros- es fuerza de Dios.”
La ‘palabra
o mensaje de la cruz’ (expresión única en el NT) es el anuncio de
la muerte de Cristo en la cruz, que forma parte esencial del kerigma y que
tiene una dimensión apocalíptica, es decir, reveladora, pues muestra y define
de qué lado se sitúan los hombres. Así, la verdadera división entre los hombres
se produce, no por la relación con los apóstoles como sucedía entre los
corintios, sino con el mensaje de la cruz: los que se pierden y los que se
salvan. Y detrás de esto está el mismo Dios quien ha querido revelarse
en el misterio de la cruz como lo prueba la cita de Is 29,14 en 1Cor 1,19 cuya
función es poner en escena al actor principal: Dios.
En
1Cor 1,21 Pablo explica por qué la predicación de la cruz debe ahora ser el
contenido esencial del evangelio: Dios ha elegido como camino de
salvación la “necedad de la predicación” en sustitución de la fracasada
sabiduría de los hombres que no sirvió para que lo reconozcan. La
constatación del fracaso de la sabiduría humana para llegar a un reconocimiento
del verdadero Dios está presente también en Rom 1,19-20 justificando el castigo
de Dios; mientras que aquí da razón del nuevo camino de salvación que Dios
propone.
Sigue
como desarrollo de la argumentación el texto que leemos hoy y que es netamente
dialéctico o antitético. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van
en busca la sabiduría; San Pablo proclama que su predicación se centra en
Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos. Ni los
milagros ni la sabiduría, ni el poder ni la razón por sí mismos pueden ahora
llevarnos al Dios verdadero: sólo queda Cristo crucificado, fuerza y
sabiduría de Dios. Prolonga luego este lenguaje paradojal jugando con los
apelativos loco-sabio y los sustantivos locura-sabiduría considerados
según dos planos o niveles de significación presentados también como
contrastantes: humano-Divino.
Vale
decir que hay una nueva lógica que va más allá de las manifestaciones de poder
o de las especulaciones del pensamiento humano. Es la paradoja cristiana
expuesta tan dramáticamente por S. Pablo quien en su vida recorrió ambos
caminos, el de la sabiduría humana y el de la Ley, sin poder alcanzar
plenamente a Dios, hasta que fue alcanzado por Cristo, sabiduría de
Dios.
Evangelio (Jn
2,13-25):
Partamos
de un dato interesante que surge de una visión panorámica de los cuatro
evangelios: “El incidente de la expulsión de los mercaderes del Templo, que en
los sinópticos se encuentra al comenzar la última semana, ha sido puesto por
Juan en el principio de su evangelio, como acto inaugural de la actividad de
Jesús en Jerusalén”[1]. Esto nos
señala la especial importancia de este relato en el evangelio de Juan.
El
relato se ubica en las cercanías de la fiesta de Pascua y en la ciudad de
Jerusalén. Esta era la fiesta más importante para los judíos y todos los
mayores de 12 años estaban obligados a peregrinar a la ciudad santa para
celebrar allí la Pascua, por lo que Jerusalén estaría colmada de gente.
Los
peregrinos, llegados de todas las regiones de Israel, tenían necesidad de
cambiar su dinero impuro, por tener grabada la efigie del emperador, por
monedas aptas para hacer sus ofrendas en el Templo. Además, tenían necesidad de
comprar los animales para ofrecer en sacrificio, pues no podían traerlo desde
sus lugares de procedencia. Estas necesidades llevaron a que se montara un verdadero
mercado al ingreso del templo, que revela el carácter profano y comercial que
había adquirido esta fiesta religiosa.
Jesús,
entonces, “hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con
sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus
mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la
casa de mi Padre una casa de comercio» (2,15-16).
Nos
ayuda a reconocer el sentido de este gesto de Jesús una idea presente en el
judaísmo de entonces para quienes la purificación del Templo era una de las
funciones del Mesías. Por tanto, el de Jesús es un gesto mesiánico, un signo de
su llegada. Como bien nota G. Zevini[2]: “Si el relato del milagro-signo de Caná
(2,1-11) instaura la nueva alianza con la celebración de las bodas mesiánicas
entre Jesús y la comunidad de los creyentes, el signo del templo (2,13-22) da
paso a la actividad mesiánica de Jesús”.
Notemos
que al definir el Templo, la “casa o morada de Dios”, como la “casa de su
Padre” Jesús se está manifestando indirectamente como el Hijo de Dios. Además,
la expulsión de las ovejas y los bueyes indican que se suprimen de ahora en más
los sacrificios de animales, que serán sustituidos por el único sacrificio
verdaderamente eficaz, el del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
El
evangelista comenta que los discípulos se acordaron del Salmo 69,10: “El celo
por tu Casa me consumirá”, buscando legitimar desde las Escrituras el gesto de
Jesús.
Sigue
un diálogo con los judíos quienes le reclaman a Jesús un signo probatorio de su
autoridad mesiánica y que justifique la acción de purificación del templo que
ha realizado. Jesús no responde directamente al pedido del signo haciendo un
milagro en ese momento; sino haciendo un anuncio que les resultó misterioso a
todos los presentes, incluidos los discípulos: “«Destruyan este templo y en
tres días lo volveré a levantar».” Tiene que intervenir el evangelista para
aclararnos que Jesús se refería al templo de su cuerpo; y que recién después de
la resurrección de Jesús los discípulos comprendieron el sentido de esta
expresión. Así, el gesto es iluminado por las palabras proféticas de Jesús que
anuncian un nuevo Templo, el de su Cuerpo, que dará lugar a un nuevo culto, un
culto auténtico, “en espíritu y en verdad”. Todo esto a partir de la
Resurrección de Jesucristo, de su Pascua.
En
conclusión, y teniendo en cuenta el gesto y las palabras de Jesús, queda claro
que el gran signo es la Resurrección de Cristo, expresada a
través del símbolo del templo destruido y reconstruido en tres días. De este
modo se anuncia el nuevo Templo que será de otro orden, se trata del Templo
definitivo, del cuerpo de Cristo Resucitado, lugar donde Dios habita y dónde
los hombres podrán encontrarse con Él.
MEDITATIO:
Recordemos
que a partir de este domingo los evangelios se toman de San Juan, no ya de
Marcos, y presentan el misterio pascual con distintas imágenes: el templo
destruido y reconstruido (3ro.); la serpiente en alto que atrae a todos (4to.)
y el grano de trigo que muere y da fruto (5to.). El hilo temático es el
misterio de la cruz de Cristo, con su apertura pascual. Más difícil resulta
relacionar las tres lecturas de hoy, como lo reconoce A. Nocent: “No es fácil
encontrar una cierta unidad entre las tres lecturas de este 3er. domingo. No
hay, pues, por qué intentar forzar las relaciones”[3]. J. Aldazábal[4], por su parte, piensa que “las lecturas
nos ofrecen una doble línea de reflexión: la Alianza que Dios ha sellado
reiteradamente con la humanidad, y la marcha de Cristo Jesús hacia su muerte y
su glorificación”.
Pienso
que tal vez algo común a las lecturas de este domingo sería el expresar
aspectos de la paradoja cristiana, o de su contraparte que es la
Sabiduría Divina. En la primera lectura entre ley y libertad;
en S. Pablo entre sabiduría y locura humana y divina; en el
evangelio entre destruir y reconstruir.
Quedémonos
con los dos pasos o momentos en relación al templo: destruir y
reconstruir. En el evangelio estos mismos pasos son referidos a Jesús, con
lo cual se nos va preparando al misterio Pascual con sus dos momentos: muerte
y resurrección. Jesús entrega, pone en manos del Padre toda su vida, para
recobrarla resucitada: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para
recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder
para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de
mi Padre” (Jn 10,17-18).
Es muy
importante la relación entre la muerte y resurrección de Jesús y la destrucción
y reconstrucción del templo como bien señala J. Ratzinger[5]: “El rechazo a Jesús, su crucifixión,
significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado.
Llega un culto nuevo en un templo no construido por hombres. Este templo es su
Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de
su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La
crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con
su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o
en otro, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23)”.
Y del
misterio pascual de Jesús pasamos a nuestra propia vida con la misma paradoja: hay
que morir para vivir, hay que ser destruidos para ser reconstruidos.
Es una paradoja que sólo puede aceptarse desde la Fe en la Resurrección. Antes
no se comprende, como no lo comprendieron tampoco los discípulos sino hasta que
Jesús resucitó. Según A. Nocent[6] este es justamente el motivo por el
cual se ha elegido este evangelio hoy: porque hace referencia explícita a
la resurrección.
En
nosotros, este proceso de destrucción y reconstrucción tiene
diversas aplicaciones:
En primer
lugar se trata de destruir-morir al pecado, al hombre
viejo, para reconstruir-resucitar a la gracia, al hombre nuevo
en Cristo.
En segundo
lugar, dado que el templo simboliza el lugar de encuentro con Dios y
nuestra relación con Él, esto implica que hay una manera de
relacionarnos con Dios que debe morir, ser destruida, para que
nazca una nueva relación con Dios, en Cristo y por Cristo, posible en todo
momento y lugar. De ahora en más el nuevo culto agradable al Padre (cf. Rom
12,1-2) se celebra en el Nuevo Templo del Cuerpo glorioso de Cristo del que
formamos parte por el Bautismo. Al respecto dice Y. Congar[7]: “La encarnación del Verbo de Dios en el
seno de la Virgen María inaugura una etapa absolutamente nueva en la historia
de la presencia de Dios: etapa nueva y también definitiva, pues ¿qué mayor don
podrá ser dado al mundo? No hay ya sino un templo en el que podamos adorar,
rezar y ofrecer y en el que encontremos verdaderamente a Dios: el cuerpo de
Cristo. En él el sacrificio deviene enteramente espiritual al mismo tiempo que
real: no sólo en el sentido de que no es otra cosa que el mismo hombre
adhiriéndose filialmente a la voluntad de Dios, sino también en el sentido de
que procede en nosotros del Espíritu de Dios que nos ha sido dado”.
También
dentro de este proceso pascual se nos invita a dejar que nuestra falsa
imagen de Dios sea destruida para que Dios pueda reconstruir en nosotros su
verdadera imagen. Y de ese modo se construye una verdadera relación con
Dios: filial, amorosa, libre, comprometida.
En
este sentido debemos reconocer que siempre será una tentación del hombre
religioso construirse un “dios” a medida, objeto de manipulación inconsciente:
esto es un ídolo y no el Dios verdadero. Con este “dios” se comercia, tal como
denuncia Jesús en el evangelio de hoy. Al respecto sostiene A. Louf [8] que “para la mayor parte de la gente
esta ilusión constituye una etapa normal” que Dios permite en el camino de su
búsqueda, “hasta que interviene en nuestra vida irrumpiendo en ella para
destronar de un solo golpe todos los ídolos y hacerlos pedazos. Es lo mejor que
nos puede ocurrir”. Es el comienzo de un arduo camino que lleva a un
conocimiento nuevo de Dios, fruto de esta conversión.
Ahora
bien, aceptar la destrucción no es nada fácil. Requiere una fe muy confiada en
Dios y en su poder para reconstruir algo nuevo sobre lo destruido. Se trata, en
lo concreto, de aceptar la intervención del Señor en nuestra vida, de dejar
obrar a la Sabiduría divina en nosotros. Es un momento muy crítico en la vida
del creyente, pero al mismo tiempo es un paso necesario en una verdadera y
profunda conversión cuaresmal. Nos lo explica muy bien el mismo A. Louf[9]:
“Dios
nos toca de muchas maneras para llevarnos a este estado de conversión. Nosotros
sólo podemos prepararnos para que Dios nos toque. Tendrán que ocurrir muchas
cosas fuera de nuestra voluntad o de nuestra generosidad natural. Esta vuelta
total no implica tan sólo que seamos heridos interiormente, sino también que se
cuarteen nuestros cimientos. Habrá rotura y pedazos. Algo en nosotros tiene que
venirse abajo… Este hundimiento no es más que un comienzo, aunque lleno ya de
esperanza. No hay que tratar de volver a edificar lo que la gracia ha
destruido. Hay en ello algo que tenemos que aprender, pues es grande la
tentación de construir un andamio ante la fachada que se bambolea y volver al
trabajo. Tenemos que aprender a permanecer junto a los escombros, sin
amarguras, sin dirigirnos reproches y sin acusar tampoco a Dios. Tendremos que
apoyarnos en estos muros en ruina, llenos de esperanza y de abandono, con la
confianza de un niño que sueña con que su padre lo arreglará todo, porque sabe
que todo puede reedificarse de otra manera, mucho mejor que antes.”
En conclusión,
somos invitados a aceptar, ya entrada la cuaresma, la pedagogía del Padre, la
obra de su Sabiduría Divina con nosotros, manifestada en el misterio pascual
con su carácter esencialmente paradójico. Así, este tercer domingo asume y
vuelve a proponer el mensaje de los domingos anteriores: la cuaresma
nos exige renuncia, lucha contra la tentación, conversión, entrega de sí mismo,
muerte y transfiguración. Sí, pero desde una nueva perspectiva pues nos
comunica la certeza cada vez mayor en la medida que nos acercamos a la Pascua,
de que venceremos en la lucha, recibiremos más de lo que dimos, resucitaremos.
Con Cristo, por Cristo y en Cristo. Supuesto esto, lo propio de este tercer
domingo estaría en la necesidad de aceptar la aparente pérdida de la
libertad por cumplir los mandamientos; el parecer locos y necios ante el mundo
y ante nosotros mismos por seguir la Sabiduría de Dios; aceptar que sea
destruido nuestro imperfecto modo de vincularnos con Dios en el templo antiguo
para entrar en el nuevo templo de Dios, el cuerpo de Cristo y encontrarnos allí
con el infinito amor del Padre que nos hace hijos, libres y obedientes.
Para
la oración (resonancia del Evangelio en una orante):
En el
interior del hombre
Señor, tu que lo sabes todo
Y puedes ver en lo profundo de nuestro corazón
Las marcas de las heridas, del dolor del pecado
De la vergüenza y el temor, de nuestra baja autoestima.
Y puedes ver en lo profundo de nuestro corazón
Las marcas de las heridas, del dolor del pecado
De la vergüenza y el temor, de nuestra baja autoestima.
Concédenos la Gracia de
confiar en tus ojos misericordiosos,
En el deseo tuyo y el deseo de ti, confundidos en uno solo.
En el deseo tuyo y el deseo de ti, confundidos en uno solo.
Limpia
estos templos de tanta duda y desidia
Caer de rodillas frente a tu Presencia Eucarística
Reconocerte es reconocernos, inclinarnos ante lo Infinito
Saberte vivo porque el Amor nunca será destruido.
Caer de rodillas frente a tu Presencia Eucarística
Reconocerte es reconocernos, inclinarnos ante lo Infinito
Saberte vivo porque el Amor nunca será destruido.
Danos
volver entonces a vivir el sacrificio contigo
Salud y vida nueva para nosotros, amados hijos
Salud y vida nueva para nosotros, amados hijos
Aquellas
Columnas recordaron tus palabras
Y la plasmaron para nosotros con la sangre del martirio
Entendieron a su tiempo cuál era el Camino
Y creyeron en tu Nombre sin necesidad de los signos.
Y la plasmaron para nosotros con la sangre del martirio
Entendieron a su tiempo cuál era el Camino
Y creyeron en tu Nombre sin necesidad de los signos.
Hoy
unidos como Iglesia te pedimos
Morir y resucitar, transformarnos sin parar en tus testigos…
Abandonados en tus promesas de felicidad eterna
Para la Gloria tuya y del Padre, unidos en el Santo Espíritu.
Amén
Morir y resucitar, transformarnos sin parar en tus testigos…
Abandonados en tus promesas de felicidad eterna
Para la Gloria tuya y del Padre, unidos en el Santo Espíritu.
Amén
[1] L.
H. Rivas, El Evangelio de Juan. Introducción. Teología. Comentario (San
Benito; Buenos Aires 2006) 154.
[5] Jesús
de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección (Planeta;
Bs. As. 2011) 33-34.
[7] El
misterio del Templo (Barcelona 1964) 264-265; citado en G. Zevini – P.
G. Cabra, Lectio Divina para cada día del año 3 (Verbo Divino;
Estella 2001) 192.
Tomado
de: http://www.teologiahoy.com/secciones/espiritualidad/lectio-divina-tercer-domingo-de-cuaresma
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico