MIBELIS ACEVEDO DONÍS 05 de julio de 2018
@Mibelis
Movido
por la ponzoña que viaja en sus venas, el resentido se entrega al
desmenuzamiento del agravio sufrido, a la queja, a la memoria del dolor una y
mil veces repasada y vertida como cantera irrebatible para sus inquinas. El
resentido nunca da tregua, pero tampoco la guarda para sí mismo. La impotencia
es su sino, nada de lo que haga lo sanará: aún así, insistirá en afinar los
métodos de una destrucción que igualmente autodestruye.
“El
hombre del resentimiento no es ni franco ni ingenuo ni honesto y derecho
consigo mismo”, advierte Nietzche; “su alma mira de reojo; su espíritu ama las
guaridas, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le
parece su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de
aguardar, de empequeñecerse transitoriamente”. Todos estos hombres, “toda una
tierra temblorosa de venganza subterránea… ¿cuándo llegarían a su último, más
sublime triunfo de venganza? Indudablemente” –dice– al lograr que su propia
desgracia fuese “un cargo de conciencia para los felices”.
Para
algunos, penosamente, ese agusanado re-sentir, ese volver al desgarro que otros
causaron parece estar al servicio del mantenimiento de la vida; no solo útil, por
tanto, sino imperioso. Hacer de la venganza una razón de la existencia,
atornillar en el presente la ofensa del pasado y mantenerla como objeto que no
caduca ni cambia, agregaría fuelle al afán por mantenerse entero, por estar
vivo y despierto cuando toque cobrar lo pendiente.
Sufridas
protagonistas de telenovelas, por cierto –leales al espíritu de las obras que
las inspiraron, los folletones por entrega del s.XIX que tan bien se le daban a
Dumas padre, genio del “a suivre”, el “continuará”– dan fe del alcance de esa
misma pasión triste y poderosa que torturó a Dantès. En Latinoamérica, tierra
de voluntades llevadas por el pathos, la cultura también se ha solazado en la
presunta virtud del victimizado, y ofrecido purga para un encono cebado en la
desigualdad, la injusticia, la opresión que soportan los “desheredados de la
tierra”; todo eso que, junto a la incapacidad para borrar el daño, el populismo
estruja a su favor.
Verdaderas
tragedias ocurren, en efecto, cuando la necesidad de desquite cobra carne, se
vuelve consciente, cruza la puerta, intoxica el entorno común, toma las riendas
de la realidad en la polis. Cuando la justicia se confunde con retaliación a
toda costa. Cuando protagonistas “de la vida real” con historias dolorosas y
brutales, sí, pero negados a perdonar, apelan a su propia “venganza personal de
esa época oscura” como pretexto que funda toda puja por el poder. En ese punto
la objetividad claudica, y todo lo callado, lo no olvidado, resurge en fuente
de odio esencial. Antes que asumir responsabilidades la víctima supone que su
drama le da derecho a ser victimario, a encender hogueras, a levantar patíbulos
express e invocar ordalías, a elegir y degollar a sus chivos expiatorios; una
gesta que cuenta, además, con salvadores dichosos de auparla.
Pasa
en Venezuela. El resentimiento convertido en factor de identidad. La pulsión
que deja de ser individual y muta en sed colectiva y mordiente, en ansia de
reparaciones que, aún imprecisas, no dejan de estorbar a la hora de
vincularnos, pesando como una condena. Una sensación vigorosa, llamativa,
temible, no menos aglutinante.
He
allí la emboscada. Es cierto que tras el velamen del idealismo, el resentido
encuentra oportunidad de afirmación en revoluciones como la del Socialismo del
s.XXI, “bancos de ira” en los que, dice Sloterdijk, se acumulan rencores
individuales, espesados y administrados en el tiempo conforme a un plan de
venganza. Pero, ojo: pues aunque ese apego por re-sentir parece ser el defecto
que –parafraseando a Clarice Lispector– “sustenta el edificio entero” del
chavismo, lo que aviva su mito fundacional, su “raison d’être”, nada garantiza
que tras mirar tanto tiempo al abismo, éste no mire dentro de nosotros; que sus
ecos no reboten en nuestros predios, que no obtengan como respuesta idénticos
deseos de venganza, tan mañosos para la autodestrucción como los que los
provocan.
Sistemáticamente
humillados por viejos-nuevos hombres del resentimiento que, abusando de su
posición, insisten en cobrarnos sus calvarios; inhabilitados para el perdón,
entonces, al vernos sobrepasados por la úlcera que no cura, que es más fuerte
que cualquier deseo de oamnestia o reconciliación, podemos –sin quererlo–
volvernos reflejo especular de lo que espanta. “Somos humanos”, apuran algunos;
y es cierto. Sin embargo, este tránsito exige ser mejor de lo que somos; mil
veces mejores que quienes nos hostigan. Como Foucault cuando se pregunta,
“¿cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento?”,
hay que interpelarse: ¿cómo desactivar al resentido que nos tiraniza con su
tristeza inacabable?
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
@Mibelis
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