Por Francisco Alfaro Pareja
El amor y
la venganza son, sin lugar a dudas, dos de las pasiones que
los seres humanos deciden activar en el desarrollo de sus potencialidades para
la gestión de la complejidad. El amor, que da y construye y la venganza, que
quita y carcome.
Todos recordaremos cómo en
la campaña presidencial de 2006, Hugo Chávez enfatizó en
un post publicitario que todo lo que había hecho por el país,
era por amor. Sin embargo, pocos meses después, cuando la población rechazó
democráticamente el proyecto revolucionario en el referéndum de
2007, Chávez se distanció de ese amor y calificó dicho triunfo, la de
aquellos mismos que lo habían hecho presidente por segunda vez, como una
“victoria de mierda”. A pesar de haber reconocido el resultado
a regañadientes, Chávez no asumió las consecuencias de dicha derrota.
A juzgar por sus acciones posteriores me pregunto: ¿Es amor dar quitando a los
demás?; ¿revindicar a las voces oprimidas, pero exacerbando los odios?;
¿incluir excluyendo?; ¿negar los derechos del “otro” simplemente por
pensar distinto?; ¿buscar permanecer en el poder negando
la alternabilidad? e ¿imponer un modelo revolucionario a costa de
la voluntad popular? Evidentemente, todo eso está muy lejos de ser amor.
Poco más de una década
después, las palabras de Delcy Rodríguez con las que señala que:
“La revolución bolivariana es nuestra venganza personal”, devela
gran parte de lo que el proyecto del socialismo del siglo XXI ha significado
para algunos de los personeros del gobierno: un ajuste de cuentas. Y llego
a esta conclusión, porque de manera inmediata no se produjo una declaración de
rectificación por parte de su interlocutora o una condena de parte
del primer mandatario o sus ministros distanciándose de tan
infame afirmación. Es decir, esta declaración, nada más y nada menos que de la
vicepresidenta de la República, pareciera representar al menos al grupo (al
nosotros) que hoy en día ejerce el poder.
La declaración de Rodríguez
encierra al menos dos elementos que son importantes destacar. El primero es
que, a pesar que en su momento los victimarios de Jorge
Rodríguez padre, fueron sancionados penalmente y
la familia de la víctima reparada de distinta manera, pareciera que
faltó atender con mayor énfasis procesos personales a nivel emocional
y psicológico los cuales, sin lugar a dudas, son cruciales ante este
tipo de eventos traumáticos. La presencia de Jorge padre en la vida pública de
los hermanos Rodríguez, ha pasado de ser una memoria necesaria por haber
sido víctima (a pesar de haber sido también victimario en sus
acciones de secuestro), a ser un símbolo del ejercicio de la
política a través de la vendetta. Si llevamos esto a un ámbito macro,
y sin ánimos de generalizar, pudieran ser cientos de venganzas personales las
que mueven la rueda del proyecto revolucionario venezolano.
El segundo, es que ningún
proyecto revolucionario, en sí mismo, surge del amor. Revolución, a diferencia
de Evolución, implica movilizar energía para volver a un nuevo statu
quo, dejar todo igual (o peor) aparentando un cambio que nunca llega. Según el
DRAE, es un “giro o vuelta que da una pieza sobre su
eje”. Ideológicamente, la revolución parte de una visión
existencialista, de superioridad moral y de violencia estructural, en la que el
contrario no es concebido como adversario, sino como enemigo a ser eliminado.
Esa supresión de la otredad,
de las capacidades humanas para hacer las cosas de otra manera, para
encontrarse en la imperfección, es quizá el rasgo más distintivo y
terrible de las revoluciones, razón por la cual suelen enarbolar, inicialmente,
una causa de reivindicación para terminar, develando, la bandera de
la venganza. Es probable, que las declaraciones de Chávez en 2007 y Delcy hace
pocos días, tenga que ver más con la ideologización que con
el duelo y el dolor por razones del pasado. Lo más grave,
es que ambos (sin ánimo de exculparlos) hayan pensado que lo que han hecho por
venganza es efectivamente una reivindicación de ese sector al que denominan
“nosotros”.
La pregunta que surge entonces
es: ¿Y en dónde termina todo esto?; ¿qué esperar del ajuste de
cuentas de los que tienen el poder y que están llamados
a gobernar, no por la venganza sino por el bien común, en síntesis, por el
amor?; ¿qué esperar de los que ven y miden la vida entre amigos y enemigos,
entre buenos y malos, entre revolucionarios y pequeños burgueses, entre
nosotros y ellos? De ahí la importancia de rescatar nuevamente, por una parte,
los valores del liberalismo político contenidos en nuestra Constitución,
de respeto a la racionalidad humana y la dignidad del otro, tal como
lo hicimos, por ejemplo, a través del Tratado de Regularización de la
Guerra en 1820. Por otra, pensar, diseñar e implementar, en un plazo perentorio,
una política pública de justicia transicional o restaurativa, hasta
ahora la mejor vía (aún en período de prueba) para transitar de la manera más
integral hacia una regulación efectiva del conflicto.
Aunque parezca una
frase cliché debemos pasar de la revolución por la venganza a la
evolución por el amor al país.
Evolución, traducida en
cambios que generen verdaderas transformaciones de fondo. Es preferible
transmutar las heridas, perdonar y reconciliarnos como
sociedad (cosa nada fácil) que seguir derruyendo para pretender, en
algún momento hipotético, construir sobre las cenizas; romper el ciclo de
las vendettas (viejas y nuevas) y abrirnos a una etapa de esclarecimiento de la
verdad, reparación, reconocimiento, memoria y no repetición e iniciar
un proceso de paz para la estabilidad y el futuro plural que será
necesario desarrollar. Un país que es de todos, debemos reconstruirlo entre
todos.
Mientras tanto, qué caro les
está costando a los venezolanos, sobre todo a los más humildes, la
venganza contra la Cuarta y qué caro puede salirle al país una
potencial venganza contra la Quinta.
02-07-18
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