Francisco Fernández-Carvajal 21 de marzo de 2019
—
Nuestros pecados y la Redención. El verdadero mal del mundo.
— La
Cuaresma, ocasión propicia que nos brinda la Iglesia para aumentar la lucha
contra el pecado. La malicia del pecado venial.
— La
lucha contra el pecado venial deliberado. Sinceridad. Examen. Contrición.
La
liturgia de estos días nos acerca poco a poco al misterio central de la
Redención. Nos propone personajes del Antiguo Testamento que son imágenes de
Nuestro Señor. Hoy, la Primera lectura de la Misa nos habla de José, que
mediante la traición de sus hermanos llegó a ser, providencialmente, el
salvador de la familia y de toda aquella región2.
Es figura de Cristo Redentor.
José
era el hijo predilecto de Jacob, y por encargo de su padre va en busca de sus
hermanos. Recorre un largo camino hasta encontrarles: les lleva buenas noticias
de su padre y también alimentos. Al principio sus hermanos –que le envidian y
le odian por ser el predilecto– pensaron en matarle; más tarde le venden como
esclavo, y así es conducido a Egipto. Dios se sirve de esta circunstancia para,
años más tarde, darle un alto puesto en aquel país. En tiempos de gran hambre
será el salvador de sus hermanos, a quienes no tiene en cuenta su crimen, y la tierra
de Egipto donde se asentaron las tribus israelitas por benevolencia de José, se
convirtió en cuna del pueblo elegido. Todos los que acuden en demanda de ayuda
al faraón son enviados a José: id a José, les decía siempre.
También
el Señor vino para traer la luz al mundo, enviado por el Padre: vino a
su casa y los suyos no le recibieron3;... les
mandó a su hijo, diciéndose: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al
ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero. Venid, lo matamos y nos quedamos
con la herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron4.
Así hicieron con el Señor: lo sacaron fuera de la ciudad y lo crucificaron.
Los
pecados de los hombres han sido la causa de la muerte de Jesucristo. Todo
pecado está relacionado íntima y misteriosamente con la Pasión de Jesús. Solo
reconoceremos la maldad del pecado si, con la ayuda de la gracia, sabemos
relacionarlo con el misterio de la Redención. Solo así podremos purificar de
verdad el alma y crecer en contrición de nuestras faltas y pecados. La
conversión que insistentemente nos pide el Señor, y de modo particular en este
tiempo de Cuaresma, mientras nos acercamos a la Semana Santa, debe partir de un
rechazo firme de todo pecado y de toda circunstancia que nos ponga en peligro de
ofender a Dios. La renovación moral de la que tan necesitado está el mundo,
parte de esta convicción profunda: «(...) en la tierra solo hay un mal, que
habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado»5.
Por el contrario, «la pérdida del sentido del pecado es una forma o un fruto de
la negación de Dios (...). Si el pecado es la ruptura de la
relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia
a Él, entonces no es solamente negar a Dios, pecar es también vivir como si Él
no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria»6.
Nosotros no queremos borrar al Señor de nuestra vida, sino que cada vez esté
más presente en ella.
«Podemos
afirmar muy bien –dice el Santo Cura de Ars– que la Pasión que los judíos
hicieron sufrir a Cristo era casi nada, comparada con la que le hacen soportar
los cristianos con los ultrajes del pecado mortal (...). ¡Cuál va a ser nuestro
horror cuando Jesucristo nos muestre las cosas por las cuales le hemos
abandonado!»7. ¡Qué necedades a cambio de tanto bien! Por la misericordia
divina, con la ayuda de la gracia, nosotros no le vamos a dejar, y procuraremos
que muchos que están lejos se acerquen.
II. El
esfuerzo de conversión personal que nos pide el Señor debemos ejercitarlo todos
los días de nuestra vida, pero en determinadas épocas y situaciones –como es la
Cuaresma– recibimos especiales gracias que debemos aprovechar. Este tiempo
litúrgico es una ocasión extraordinaria para afinar en la lucha contra el
pecado y para aumentar la vida de la gracia con el ejercicio de las buenas
obras.
Para
comprender mejor la malicia del pecado debemos contemplar lo que Jesucristo
sufrió por los nuestros. En la agonía de Getsemaní le vemos padecer, hasta lo
indecible. Él, que no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros8,
dice San Pablo; cargó con todos nuestros horrores, llegando a derramar sudor de
sangre. «Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre.
»De
rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí:
le aplasta el peso de los pecados de los hombres»9.
Es una escena que debemos recordar muchas veces, cada día, pero muy
especialmente cuando las tentaciones arrecien.
El
Señor nos ha llamado a la santidad, a amar con obras, y de la postura que se
adopte ante el pecado venial deliberado depende el progreso de nuestra vida
interior, pues los pecados veniales, cuando no se lucha por evitarlos o no hay
suficiente contrición después de cometerlos, producen un gran daño en el alma,
volviéndola insensible e indiferente a las inspiraciones y mociones del
Espíritu Santo. Debilitan la vida de la gracia, hacen más difícil el ejercicio
de las virtudes, y disponen al pecado mortal.
«Muchas
almas piadosas –dice un autor de nuestros días– están en una infidelidad casi
continua en “pequeñas” cosas; son impacientes, poco caritativas en sus pensamientos,
juicios y palabras, falsas en su conversación y en sus actitudes, lentas y
relajadas en su piedad, no se dominan a sí mismas y son demasiado frívolas en
su lenguaje, tratan con ligereza la buena fama del prójimo. Conocen sus
defectos e infidelidades y los acusan quizá en confesión, mas no se arrepienten
de ellos con seriedad ni emplean los medios con que podrían prevenirlos. No
reflexionan que cada una de estas imperfecciones es como un peso de plomo que
las arrastra hacia abajo, no se dan cuenta de que van comenzando a pensar de
manera puramente humana y a obrar únicamente por motivos naturales, ni de que
resisten habitualmente a las inspiraciones de la gracia y abusan de ella. El
alma pierde así el esplendor de su belleza, y Dios va retirándose cada vez más
de ella. Poco a poco pierde el alma sus puntos de contacto con Dios: en Él no
ve al Padre amoroso y amado a quien se entregaba con filial ternura; algo se ha
interpuesto entre los dos»10.
Es el camino, ya iniciado, de la tibieza.
En la
lucha decidida por desterrar de nuestra vida todo pecado demostraremos nuestro
amor al Señor, nuestra correspondencia a la gracia: «¡Qué pena me das mientras
no sientas dolor de tus pecados veniales! —Porque, hasta entonces, no habrás
comenzado a tener verdadera vida interior»11.
Pidamos
hoy a la Virgen que nos conceda aborrecer, no solo el pecado mortal, sino
también el pecado venial deliberado.
III.
«Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera
de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo»12.
También
para afrontar decididamente la lucha contra el pecado venial es preciso
reconocerlo como tal, como ofensa a Dios que retrasa la unión con Él. Es
preciso llamarlo por su nombre, sin excusas, sin disminuir la trascendental
importancia que tiene para el alma que verdaderamente quiere ir a Dios.
Movimientos de ira, envidia o sensualidad no rechazados con prontitud; deseo de
ser el centro en todo, de llamar la atención; no ocuparse más que de uno mismo,
de las propias cosas e intereses, perdiendo la capacidad para interesarnos por
los demás; prácticas de piedad hechas con rutina, con poca atención y poco
amor; juicios hechos con ligereza y poco caritativos sobre los demás...,
constituyen pecados veniales y no solamente faltas o imperfecciones.
Debemos
pedir al Espíritu Santo que nos ayude a reconocer con sinceridad nuestras
faltas y pecados, a tener una conciencia delicada, que pide perdón y no
justifica sus errores. «El que tiene sano el olfato del alma –decía San
Agustín–, sentirá cómo hieden los pecados»13.
Los
santos han comprendido con entera claridad, a la luz de la fe y del amor, que
un solo pecado –sobre todo mortal, pero también los pecados veniales–
constituye un desorden mayor que el peor cataclismo que asolara la tierra,
«pues el bien de la gracia de un solo hombre es mayor que el bien natural del
universo entero»14.
Fomentemos
un sincero arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, luchemos por quitar
toda rutina al acudir al sacramento de la Misericordia divina. «Ten verdadero
dolor de los pecados que confiesas, por leves que sean –aconseja San Francisco
de Sales–, y haz firme propósito de la enmienda para en adelante. Muchos hay
que pierden grandes bienes y mucho aprovechamiento espiritual porque,
confesándose de los pecados veniales como por costumbre y cumplimiento, sin
pensar enmendarse, permanecen toda la vida cargados de ellos»15.
La
Virgen Santa María, Refugio de los pecadores, nos ayudará a tener
una conciencia delicada para amar a Cristo y a todos los hombres, a ser
sinceros con nosotros mismos y en la Confesión, a contar con nuestras flaquezas
y a saber arrepentirnos de ellas con prontitud.
1 Antífona
de la Comunión, 1 Jn 4, 10. —
2 Gen 3-4;
12-13; 17-28. —
3 Jn 1,
11. —
4 Evangelio
de la Misa, Mt 21, 33-34; 45-46. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. —
6 Juan
Pablo II, Exhor. Apos. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 18. —
7 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado. —
8 Cfr. 2
Cor 5, 21. —
9 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario. Primer misterio doloroso.
—
10 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder. Madrid 1975, 10ª
ed., p. 74. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 330. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 San
Agustín, Coment. sobre el Salmo 37. —
14 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 113 a. 9 ad. 2. —
15 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, II, 19.
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