Francisco Fernández-Carvajal 27 de marzo de 2019
— El
«demonio mudo». Necesidad de la sinceridad.
— Amor
a la verdad. Sinceridad en primer lugar con nosotros mismos. Sinceridad con
Dios. Sinceridad en la dirección espiritual y en la Confesión. Medios para
adquirir esta virtud.
—
Sinceridad y veracidad con los demás. La palabra del cristiano. La lealtad y
la fidelidad, virtudes relacionadas con la veracidad. Otras
consecuencias del amor a la verdad.
I. Nos
dice el Evangelio de la Misa que estaba Jesús echando un demonio que
era mudo, y apenas salió el demonio, habló el mudo, y la multitud se quedó
admirada1.
La
enfermedad, un mal físico normalmente sin relación con el pecado, es un símbolo
del estado en el que se encuentra el hombre pecador; espiritualmente es ciego,
sordo, paralítico... Las curaciones que hace Jesús, además del hecho concreto e
histórico de la curación, son también un símbolo: representan la curación
espiritual que viene a realizar en los hombres. Muchos de los gestos de Jesús
para con los enfermos son como una imagen de los sacramentos.
A
propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la Misa, comenta San Juan
Crisóstomo que este hombre «no podía presentar por sí mismo su súplica, pues
estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarles, pues el demonio había
trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada el alma»2. Bien atado le tenía el diablo.
Cuando
en la oración personal no hablamos al Señor de nuestras miserias y no le
suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas miserias nuestras en la
dirección espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha cerrado nuestros
labios, la enfermedad se convierte prácticamente en incurable. El no hablar del
daño que sufre el alma suele ir acompañado del no escuchar; el alma se vuelve
sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y razones que
podrían dar luz para retornar al buen camino. Por el contrario, nos será fácil
abrir con sinceridad el corazón si procuramos vivir este consejo: «... no te
asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de las humanas pasiones: sería
tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora de que “eso” existe. Tu
miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas más a Dios, para que le
busques con constancia, porque Él nos purifica»3.
Al
repetir hoy, en el Salmo responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy
su voz: no endurezcáis vuestro corazón4, formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo
siempre muy sinceros.
II. Para
vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en
cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La
verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el
materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil
aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la
sensualidad, del falso prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la
vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal.
El
Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la Verdad5, mientras que el diablo es mentiroso y padre de la
mentira6, todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para
los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad7.
Mucho
se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin
embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a
disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás.
También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehúyen el encuentro
personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no
podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con
Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es
exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación
de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira
misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los
hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como
es.
La
sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos
cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias La sinceridad
con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas,
sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la
tentación de «fabricarnos» la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos
conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que
«para ellos» no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad,
las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La
persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia
y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.
Otro
modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de
la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad:
«Nunca quieres “agotar la verdad”. —Unas veces, por corrección. Otras –las
más–, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por
cobardía.
»Así,
con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio»8.
Para
ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al
Señor que veamos los errores, los defectos del carácter..., que nos dé
fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar.
En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para
conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad
el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan
nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. «No
permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy
pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un
charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de
bichos»9. Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer
lugar aquello que más nos cuesta.
Si
rechazamos ese demonio mudo, con la ayuda de la gracia, comprobaremos
que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del
alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.
III.
Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con
Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos,
no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal;
si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos
al Señor.
Quienes
nos rodean han de sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan jamás.
Nuestra palabra de cristianos y de hombres y mujeres honrados ha de tener un
gran valor delante de los demás: Sea pues, vuestro modo de hablar, sí,
sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal principio procede10. El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que
se siente comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser
también un reflejo de nuestro trato con Dios.
El
amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos equivocado.
«Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo
alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso
faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna
explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia
y fuerza para disculpar que la mentira»11.
Otra
virtud relacionada con la veracidad y la sinceridad es la lealtad,
que es la veracidad en la conducta: el mantenimiento de la palabra dada, de las
promesas, de los pactos. Nuestros amigos y las personas con las que nos
relacionamos han de conocernos como hombres y mujeres leales. La fidelidad es
la lealtad a un compromiso estricto que se contrae con Dios o ante Él. A Jesús
se le llama el que es fiel y veraz12. Y constantemente la Sagrada Escritura habla de Dios como el
que es fiel al pacto con su pueblo, el que cumple con fidelidad el plan de
salvación que tiene prometido13.
La
infidelidad es siempre un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud
indispensable en la vida personal y en la vida social. Sobre ella descansan,
por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los contratos, las actuaciones
de los gobernantes...
El
amor a la verdad nos llevará también a no formarnos juicios precipitados,
basados en una información superficial, sobre personas o hechos. Es necesario
tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas por la radio, la
televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son tendenciosas o
simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos
en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una visión deformada de
la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias referentes, directa o
indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la verdad, hemos de dejar a
un lado los canales informativos sectarios que enturbian las aguas, y buscar
una información objetiva, veraz y con criterio, a la vez que contribuimos a la
recta información de los demás. Entonces se hará realidad la promesa de
Jesús: La verdad os hará libres14.
1 Lc 11,
14; Mt 9, 32-33. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Evangelios, 32, 1.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 134. —
4 Sal 94.
—
5 Jn 14,
6. —
6 Jn 8,
44. —
7 Cfr. Jn 17,
17 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 33. —
9 ídem, Amigos
de Dios, 181. —
10 Mt 5,
37. —
11 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 30.
—
12 Apoc 19,
11. —
13 Cfr. Rom 3,
7. —
14 Jn 8,
32.
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