Jose A. Pagola 23 de marzo de 2019
2 Cuaresma – Ciclo C (Lc 9,28-36)
28 Sucedió que unos ocho días después de estas
palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar.
29 Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de
su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante,
30 y he aquí que conversaban con él dos
hombres, que eran Moisés y Elías;
31 los cuales aparecían en gloria, y hablaban
de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén.
32 Pedro y sus compañeros estaban cargados de
sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que
estaban con él.
33 Y sucedió que, al separarse ellos de él,
dijo Pedro a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres
tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías», sin saber lo que
decía.
34 Estaba diciendo estas cosas cuando se formó
una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de
temor.
35 Y vino una voz desde la nube, que decía:
«Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.»
36 Y cuando la voz hubo sonado, se encontró
Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo
que habían visto.
MEDITACIÓN
Los
cristianos de todos los tiempos se han sentido atraídos por la escena llamada
tradicionalmente «la transfiguración del Señor». Sin embargo, a los que
pertenecemos a la cultura moderna no se nos hace fácil penetrar en el
significado de un relato, redactado con imágenes y recursos literarios, propios
de una «teofanía» o revelación de Dios.
Sin
embargo, el evangelista Lucas ha introducido detalles que nos permiten
descubrir con más realismo el mensaje de un episodio que a muchos les resulta
hoy extraño e inverosímil. Desde el comienzo nos indica que Jesús sube con sus
discípulos más cercanos a lo alto de una montaña sencillamente «para orar», no
para contemplar una transfiguración.
Todo
sucede durante la oración de Jesús: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro
cambió». Jesús, recogido profundamente, acoge la presencia de su Padre, y su
rostro cambia. Los discípulos perciben algo de su identidad más profunda y
escondida. Algo que no pueden captar en la vida ordinaria de cada día.
En la
vida de los seguidores de Jesús no faltan momentos de claridad y certeza, de
alegría y de luz. Ignoramos lo que sucedió en lo alto de aquella montaña, pero
sabemos que en la oración y el silencio es posible vislumbrar, desde la fe,
algo de la identidad oculta de Jesús. Esta oración es fuente de un conocimiento
que no es posible obtener de los libros.
Lucas
dice que los discípulos apenas se enteran de nada, pues «se caían de sueño» y
solo «al espabilarse», captaron algo. Pedro solo sabe que allí se está muy bien
y que esa experiencia no debería terminar nunca. Lucas dice que «no sabía lo
que decía».
Por
eso, la escena culmina con una voz y mandato solemne. Los discípulos se ven
envueltos en una nube. Se asustan pues todo aquello los sobrepasa. Sin embargo,
de aquella nube sale una voz: «Este es mi Hijo, el escogido. Escuchadle». La
escucha ha de ser la primera actitud de los discípulos.
Los
cristianos de hoy necesitamos urgentemente «interiorizar» nuestra religión si queremos
reavivar nuestra fe. No basta oír el Evangelio de manera distraída, rutinaria y
gastada, sin deseo alguno de escuchar. No basta tampoco una escucha inteligente
preocupada solo de entender.
Necesitamos
escuchar a Jesús vivo en lo más íntimo de nuestro ser. Todos, predicadores y
pueblo fiel, teólogos y lectores, necesitamos escuchar su Buena Noticia de
Dios, no desde fuera sino desde dentro. Dejar que sus palabras desciendan de
nuestras cabezas hasta el corazón. Nuestra fe sería más fuerte, más gozosa, más
contagiosa.
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