Francisco Fernández-Carvajal 23 de marzo de 2019
— Para
seguir de verdad a Cristo es necesario llevar una vida mortificada y estar
cerca de la Cruz. Quien rehúye el sacrificio, se aleja de la santidad.
— Con
la mortificación nos elevamos hasta el Señor. Perder el miedo al sacrificio.
—
Otros motivos de la mortificación.
I. Si
todos los actos de la vida de Cristo son redentores, la salvación del género
humano culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la
tierra: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta
que se cumpla!1,
dirá a sus discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias incontenibles
de dar su vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a la Voluntad del
Padre muriendo en la Cruz. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de
la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los
actos de mortificación y penitencia.
Para
ser discípulo del Señor es preciso seguir su consejo: el que quiera
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame2.
No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Las palabras de Jesús tienen
vigencia en todos los tiempos, ya que fueron dirigidas a todos los hombres
pues el que no toma su cruz y me sigue –nos dice a cada
uno– no puede ser mi discípulo3.
Tomar la cruz –la aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite
para nuestra purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la
mortificación cristiana asumida voluntariamente– es condición indispensable
para seguir al Maestro.
«¿Qué
sería un Evangelio, un cristianismo sin Cruz, sin dolor, sin el sacrificio del
dolor? –se preguntaba Pablo VI–. Sería un Evangelio, un Cristianismo sin
Redención, sin Salvación, de la cual –debemos reconocerlo aquí con sinceridad
despiadada– tenemos necesidad absoluta. El Señor nos ha salvado con la Cruz;
con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la Vida...»4.
Sería un cristianismo desvirtuado que no serviría para alcanzar el Cielo, pues
«el mundo no puede salvarse sino con la Cruz de Cristo»5.
Unida
al Señor, la mortificación voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren
su más hondo sentido. No son algo dirigido primariamente a la propia perfección,
o una manera de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino
participación en el misterio de la Redención.
La
mortificación puede parecer a algunos locura o necedad, residuo de otras épocas
que no engarzan bien con los adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo.
También puede ser signo de contradicción o piedra de escándalo para aquellos
que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo
escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los
gentiles6 y en la medida en que los mismos cristianos pierden el
sentido sobrenatural de sus vidas se resisten a entender que a Cristo solo le
podemos seguir a través de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si no
eres mortificado nunca serás alma de oración»7.
Y Santa Teresa señala: «Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente
regalada y sin trabajos es disparate»8.
Los
mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es aclamado por multitudes, aunque
le amaban profundamente e incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no
le siguen hasta el Calvario, pues aún –por no haber recibido al Espíritu Santo–
eran débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este
seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a través de
las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida mortificada.
El
cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se
rebela ante el dolor, se aleja también de la santidad y de la felicidad, que
está muy cerca de la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.
II. El
Señor pide a cada cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario
acompañarle hasta el Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el
que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí9.
Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a sus seguidores de que
habrían de cargar con ella.
Hay en
la mortificación una paradoja, un misterio, que solo puede comprenderse cuando
hay amor: detrás de la aparente muerte está la Vida; y el que con egoísmo trata
de conservar la vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su vida
la perderá: y el que la pierda por mí la hallará10.
Para dar frutos, amando a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es
necesario el sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de
trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce
mucho fruto11.
Para ser sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la
continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su
egoísmo. «—¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar
espigas bien granadas? —¡Que Jesús bendiga tu trigal!»12.
Debemos
perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria mortificación, pues la Cruz la
quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene.
Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis
fatigados y cargados, nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre
vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave, y mi carga,
ligera13. Junto a Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no
pesan, y por el contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en
los sucesos de la vida.
Con la
mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra.
Con el sacrificio voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y
amor nos unimos firmemente al Señor. «Como si dijera: todos los que ardáis
atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y
apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para
vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos»14.
III. Para
decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender bien
las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados
porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que
impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos
considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle en su
afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al Padre.
Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo y de la
Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad del
Padre.
Pero
la mortificación es también medio para progresar en las virtudes.
El sacerdote, en el diálogo que precede al Prefacio de la Misa, alza sus manos
al cielo mientras dice: —Levantemos el corazón, y se oye al pueblo
fiel: —¡Lo tenemos levantado hacia el Señor! Nuestro corazón
debe estar permanentemente dirigido hacia Dios. El corazón del cristiano debe
estar lleno de amor, con la esperanza siempre puesta en su Señor. Para eso es
preciso que no esté atrapado y prisionero de las cosas de la tierra, que vaya
quedando más purificado. Y esto no es posible sin la penitencia, sin la
continua mortificación, que es «medio para ir adelante»15.
Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que
tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento,
deseos de inmoderada comodidad... La mortificación nos libera de muchos lazos y
nos capacita para amar.
La
mortificación es medio indispensable para hacer apostolado,
extendiendo el Reino de Cristo: «La acción nada vale sin la oración: la oración
se avalora con el sacrificio»16.
Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin apoyar
esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese reforzada con
la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de mil modos
diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la oración y la
mortificación, es el alma de todo apostolado17.
No
olvidemos, por último, que la mortificación sirve también como reparación
por nuestras faltas pasadas, hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en
muchas ocasiones le pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada:
«emendationem vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et
misericors Dominus»: Que el Señor omnipotente y misericordioso nos
conceda la enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia18.
De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se convierten
en fuente de nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el hoyo profundo que
abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así entierra el
labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos, ramillas secas y
hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era perjudicial, contribuye
eficazmente a una nueva fecundidad.
»Aprende
a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida»19.
Le
pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra vida, a partir de ahora, del
mejor de los modos: «Cuando recuerdes tu vida pasada, pasada sin pena ni
gloria, considera cuánto tiempo has perdido y cómo lo puedes recuperar: con
penitencia y con mayor entrega»20.
Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente alguno de estos pensamientos
que nos mueva a la mortificación generosa: «¿Motivos para la penitencia?:
Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir
adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la
Iglesia... Y mil motivos más»21.
1 Cfr. Lc 12,
50. —
2 Mt 16,
24. —
3 Lc 14,
27. —
4 Pablo
VI, Alocución, 24-III-1967. —
5 San
León Magno, Sermón 51. —
6 1
Cor 1, 23. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 172. —
8 Santa
Teresa, Camino de perfección, 18, 2.
—
9 Mt 10,
38. —
10 Mt 16,
24 ss. —
11 Jn 12,
24-25. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 199. —
13 Mt 11,
28-30. —
14 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 1, 7, 4. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 232. —
16 Ibídem,
n. 81. —
17 Cfr. J.
B. Chautard, El alma de todo apostolado, Ed. Palabra, 5ª
ed., Madrid 1978 —
18 Misal
Romano, fórmula de intención de la Misa. —
19 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., n. 211. —
20 ídem, Surco n.
996. —
21 ídem, Camino,
n. 232.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico