Susana Madera 17 de marzo de 2019
La
mujer, quien solía transportar en 2018, desde la frontera con Colombia hasta el
pequeño pueblo de El Juncal, a caminantes venezolanos que pretendían cruzar
Ecuador a pie en su ruta hacia Perú, decidió un día también darles cobijo en su
propia casa.
La
ecuatoriana Carmen Carcelén se ha convertido, a sus 48 años, en la "madre
coraje" de más de 8.000 venezolanos que han pasado por su casa en la
provincia de Imbabura, en la que es una de las muestras de solidaridad
individual más conmovedoras en Ecuador.
Madre
de ocho hijos, esta vibrante mujer solía transportar en 2018, desde la frontera
con Colombia hasta el pequeño pueblo de El Juncal, a caminantes venezolanos que
pretendían cruzar Ecuador a pie en su ruta hacia Perú, hasta que un buen día
decidió también darles cobijo en su propia casa. Desde entonces, les ofrece un
baño, comida, "cama, colchón o alfombra", sin límite de tiempo.
Allí,
en El Juncal, un pequeño pueblo de apenas 2.500 habitantes, afectado por la
pobreza pero cuna de grandes futbolistas locales, los recibe con los brazos
abiertos. En noviembre, cuando ya habían pasado por su casa 6.000 emigrantes,
dejó de registrar nombres, pero calcula que su vivienda de ladrillo, bloque y
piso de cerámica, ha acogido hasta ahora a unos 8.500.
Cuidar
de otros no es nuevo para esta mujer que, a los 10 años, se vio en la calle
porque su padre alcohólico la echó de casa. Carmen plantó cara a las
dificultades y a la pobreza, y se hizo cargo de algunos de sus nueve hermanos,
unas circunstancias que, lejos de sumirla en la desesperanza, la han convertido
en una mujer fuerte y de una solidaridad inclaudicable.
Amante
de la alta costura, vio truncada su vocación por un matrimonio a los 18 años y
señala: "Cada vez que entraba a un curso estaba embarazada", dice a
Efe. Sin haber culminado el colegio, desde hace treinta años vende frutas en el
mercado de Ipiales, ciudad colombiana fronteriza con Ecuador.
No
tiene grandes ingresos, pero si gana 100 ó 200 dólares los invierte en comida
para los venezolanos, a quienes acoge en los ocho dormitorios de su casa, en la
sala, e incluso en carpas en el patio. Allí esperan pequeños bultos amarrados
con cuerdas, mientras una treintena de venezolanos, un bebé entre ellos,
descansan a la sombra antes de continuar viaje a Perú.
"Para dormir solo necesitamos sueño,
Dios le pague", le respondieron, y desde entonces es conocida
cariñosamente como "Mami".
"Vengo
caminando desde hace siete días", dice un joven a Efe. "En migración
me pidieron el pasado judicial apostillado", comenta otra antes de que una
tercera confiese: "Como no teníamos, pagamos 25 dólares para que nos pasen
por la trocha".
"¡A
mí me estafaron!", reclama un cuarto venezolano, juntando su queja a la de
otro, de un grupo de cuatro, a los que en la ciudad de Tulcán les ofrecieron
una "buena paga" por limpiar a fondo una casa. Al final, cuenta
furioso, se repartieron cinco dólares entre todos.
En
medio de los migrantes, Carmen camina por su patio soltando chistes para
aligerar penas, mientras organiza a quienes deben acudir a un médico y prioriza
a los que les pagará el viaje en autobús (embarazadas, ancianos o personas con
discapacidad).
"Para
mí, lo más grande es que un venezolano pueda irse desde aquí en carro hasta el
Perú porque creo que para sufrir ya atravesaron todo su país y todo
Colombia", dice al revelar que ella costea el traslado hasta Ibarra, a
unos 46 kilómetros, donde reciben asistencia de la Oficina del Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Orgullosa
de su fe católica, Carmen recibe víveres de solidarios, cose y cocina para
otros, siempre con la fe en Dios de que el dinero le alcance. Para colmo, ha
perdido los ingresos que antes obtenía por acoger turistas, que ya no le llegan
porque no quieren "mezclarse" con los venezolanos, algunos de los
cuales se quedan boquiabiertos al ver su tez negra.
Y
recuerda que le decían: "¡Pensábamos que era una vieja gorda y bien
puesta. De esos blancos a los que les sobra la plata y no saben qué hacer con
su dinero. Lo que menos esperábamos era encontrarnos con una negrita!".
Para
esquivar lo que considera una muestra de "racismo", Carmen se
presenta como la encargada de la casa, y llora de indignación por la inacción
de ciertas autoridades ante las historias de venezolanos que llegan con lo
mínimo. "La mayoría viene sin maletas, porque les roban en el camino, sin
zapatos", apunta, y les ofrece "disculpas" porque no tener
"ni una vajilla adecuada".
El
breve paso por su casa establece a veces vínculos inquebrantables y recuerda la
llamada de uno que regresó a Venezuela en enero. "¡Mamá, no sé qué
hacer!", le dijo sobre su hijo ingresado en un hospital y que no había
comido tres días: "¡Como no hay camas, está en un cartón!".
En
otra llamada, hace unos días, le comentó que vendería su celular para llegar de
nuevo a Ecuador. Pero también tiene las de otros "hijos" que le
mandan vídeos desde Perú, uniformados de chefs, "porque la mayoría son
profesionales", dice orgullosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico