Francisco Fernández-Carvajal 26 de marzo de 2019
— Las
virtudes y la santidad.
—
Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales. Su ejercicio en la vida ordinaria.
— El
Señor da siempre su gracia para vivir la fe cristiana en toda su plenitud.
Jesús
nos enseña con diversas imágenes que el camino que conduce a la Vida, a la
santidad, consiste en el pleno desarrollo de la vida espiritual: el grano de
mostaza, que crece hasta llegar a ser un gran arbusto, donde se posan las aves
del cielo; el trigo, que llega a la madurez y produce espigas con abundantes
granos... Ese crecimiento, no exento de dificultades y que en ocasiones puede
parecer lento, es el desarrollo de las virtudes. La santificación de cada
jornada comporta el ejercicio de muchas virtudes humanas y sobrenaturales: la
fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la fortaleza..., la laboriosidad, la
lealtad, el optimismo...
Las
virtudes exigen para su crecimiento repetición de actos, pues cada uno de ellos
deja una disposición en el alma que facilita el siguiente. Por ejemplo, la
persona que ya al levantarse vive el «minuto heroico», venciendo la pereza
desde el primer momento de la jornada2,
tendrá más facilidad para ser diligente con otros deberes, pequeños o grandes,
de la misma manera que el deportista mejora su forma física cuando se entrena,
y adquiere mayor aptitud para repetir sus ejercicios. Las virtudes perfeccionan
cada vez más al hombre, al mismo tiempo que le facilitan hacer buenas obras y
el dar una pronta y adecuada respuesta al querer de Dios en cada momento.
Sin las virtudes –esos hábitos buenos adquiridos por la repetición de actos y
con la ayuda de la gracia– cada actuación buena se hace costosa y difícil, se
queda solo como acto aislado, y es más fácil caer en faltas y pecados, que nos
alejan de Dios. La repetición de actos en una misma dirección deja su huella en
el alma, en forma de hábitos, que predisponen al bien o al mal en las actuaciones
futuras, según hayan sido buenos o malos. De quien actúa bien habitualmente,
se puede esperar que ante una dificultad lo seguirá haciendo: ese hábito, esa
virtud le sostiene. Por eso es tan importante que la penitencia borre las
huellas de los pecados de la vida pasada: para que no la vuelvan a inclinar al
mal; penitencia más intensa cuanto más graves hayan sido las caídas o más largo
el tiempo en que se haya estado separado de Dios, pues la huella que habrán
dejado será mayor.
El
ejercicio de las virtudes nos indica en todo momento el sendero que conduce al
Señor. Cuando un cristiano, con la ayuda de la gracia, se esfuerza no solo por
alejarse de las ocasiones de pecar y resistir con fortaleza las tentaciones,
sino por alcanzar la santidad que Dios le pide, es cada vez más consciente de
que la vida cristiana exige el desarrollo de las virtudes y también la
purificación de los pecados y de las faltas de correspondencia a la gracia en
la vida pasada. Especialmente en este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos invita
precisamente a crecer en las virtudes: hábitos de obrar el bien.
II. La
santidad es ejercicio de virtudes un día y otro, con constancia, en el ambiente
y en las circunstancias en que vivimos. Las «virtudes humanas (...) son el
fundamento de las sobrenaturales; y estas proporcionan siempre un nuevo empuje
para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el
afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite
benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que
ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad,
de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia–, porque obras son
amores, y no cabe amar a Dios solo de palabra, sino con obras y de
verdad (1 Jn 3, 18)»3.
Aunque
la santificación es enteramente de Dios, en su bondad infinita, Él ha querido
que sea necesaria la correspondencia humana, y ha puesto en nuestra naturaleza
la capacidad de disponernos a la acción sobrenatural de la gracia. Mediante el
cultivo de las virtudes humanas –la reciedumbre, la lealtad, la veracidad, la
cordialidad, la afabilidad...– disponemos nuestra alma, de la mejor manera
posible, a la acción del Espíritu Santo. Se entiende bien así que «no es
posible creer en la santidad de quienes fallan en las virtudes humanas más
elementales»4.
Las
virtudes del cristiano hay que ejercitarlas en la vida ordinaria, en todas las
circunstancias: fáciles, difíciles o muy difíciles. «Hoy, como ayer, del
cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso.
Heroísmo –y será lo normal– en las pequeñas pendencias de cada jornada»5.
De la misma manera que la planta se alimenta de la tierra en la que está, así
la vida sobrenatural del cristiano, sus virtudes, hunden sus raíces en el mundo
concreto en donde está inmerso: trabajo, familia, alegrías y desgracias, buenas
y malas noticias... Todo debe servir para amar a Dios y hacer apostolado. Unos
acontecimientos fomentarán más las acciones de gracias, otros la filiación
divina; determinadas circunstancias harán crecer la fortaleza y otras la
confianza en Dios... Teniendo en cuenta que las virtudes forman un entramado:
cuando se crece en una, se adelanta en todas las demás. Y «la caridad es la que
da unidad a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto»6.
No
podemos esperar situaciones ideales, circunstancias más propicias, para buscar
la santidad y para hacer apostolado: «(...) cuando un cristiano desempeña con
amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la
trascendencia de Dios (...). Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de
fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá
no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud,
ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a
la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor»7.
El
esperar situaciones y circunstancias que a nosotros nos parezcan buenas y
propicias para ser santos, equivaldría a ir dejando pasar la vida vacía y
perdida. Este rato de oración de hoy nos puede servir para preguntarnos junto
al Señor: ¿es real mi deseo de identificarme cada vez más con Cristo?,
¿aprovecho verdaderamente las incidencias de cada día para ejercitarme en las
virtudes humanas y, con la gracia de Dios, en las sobrenaturales?, ¿procuro
amar más a Dios, haciendo mejor las mismas cosas, con una intención más recta?
III. El
Señor no pide imposibles. Y de todos los cristianos espera que vivan en su
integridad las virtudes cristianas, también si están en ambientes que parecen
alejarse cada vez más de Dios. Él dará las gracias necesarias para ser fieles
en esas situaciones difíciles. Es más, esa ejemplaridad que espera de todos
será en muchas ocasiones el medio para hacer atrayente la doctrina de Cristo y
reevangelizar de nuevo el mundo.
Muchos
cristianos, al perder el sentido sobrenatural y, por tanto, la influencia real
de la gracia en sus vidas, piensan que el ideal propuesto por Cristo necesita
adaptaciones para poder ser vivido por hombres corrientes de este tiempo
nuestro. Ceden ante compromisos morales en el trabajo, o en temas de moral
matrimonial, o ante el ambiente de permisivismo y de sensualidad, ante un aburguesamiento
más o menos generalizado, etcétera.
Con
nuestra vida –que puede tener fallos, pero que no se conforma a ellos– debemos
enseñar que las virtudes cristianas se pueden vivir en medio de todas las
tareas nobles; y que ser compasivos con los defectos y errores ajenos no es
rebajar las exigencias del Evangelio.
Para
crecer en las virtudes humanas y en las sobrenaturales necesitaremos, junto a
la gracia, el esfuerzo personal por desplegar la práctica de estas virtudes en
la vida ordinaria, hasta conseguir auténticos hábitos, y no
solo apariencia de virtud: «La fachada es de energía y reciedumbre.
—Pero ¡cuánta flojera y falta de voluntad por dentro!
»—Fomenta
la decisión de que tus virtudes no se transformen en disfraz, sino en hábitos
que definan tu carácter»8.
San
Juan Crisóstomo nos anima a luchar en la vida interior como hacen «los párvulos
en la escuela. Primero –dice el Santo– aprenden la forma de las letras; luego
empiezan a distinguir las torcidas, y así, paso a paso, acaban por aprender a
leer. Dividiendo la virtud en partes, aprendamos primero, por ejemplo, a no
hablar mal; luego, pasando a otra letra, a no envidiar a nadie, a no ser
esclavos del cuerpo en ninguna situación, a no dejarnos llevar por la gula...
Luego, pasando de ahí a las letras espirituales, estudiemos la continencia, la
mortificación de los sentidos, la castidad, la justicia, el desprecio de la
gloria vana; procuremos ser modestos, contritos de corazón. Enlazando unas
virtudes con otras escribámoslas en nuestra alma. Y hemos de ejercitar esto en
nuestra misma casa: con los amigos, con la mujer, con los hijos»9.
Lo
importante es que nos decidamos con firmeza y con amor a buscar las virtudes en
nuestro quehacer ordinario. Cuanto más nos ejercitemos en estos actos buenos,
más facilidad tendremos para realizar los siguientes, identificándonos así cada
vez más con Cristo. Nuestra Señora, «modelo y escuela de todas las virtudes»10,
nos enseñará a llevar a cabo nuestro empeño si acudimos a Ella en petición de
ayuda y consejo, y nos facilitará alcanzar los resultados que deseamos en
nuestro examen particular de conciencia, que frecuentemente estará orientado
hacia adquirir una virtud bien concreta y determinada.
1 Antífona
de la Comunión. Sal 15, 11. —
2 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 206. —
3 ídem, Amigos
de Dios, 91.—
4 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid, Epalsa,
4ª ed., p. 28. —
5 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 82. —
6 San
Alfonso Mª. de Ligorio, Prácticas del amor a Jesucristo.
—
7 Conversaciones
con Monseñor Escrivá de Balaguer, 116. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 777. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Salmos, 11, 8. —
10 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes, 2.
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