Francisco Fernández-Carvajal 04 de junio de
2019
— El Espíritu Santo proporciona al alma la fortaleza
necesaria para vencer los obstáculos y practicar las virtudes.
— El Señor espera de nosotros el heroísmo en lo
pequeño, en el cumplimiento diario de los propios deberes.
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria. Medios para
facilitar la acción de este don.
I. La historia del
pueblo de Israel manifiesta la continua protección de Dios. La misión de
quienes habrían de guiarlo y protegerlo hasta llegar a la Tierra Prometida
superaba con mucho sus fuerzas y sus posibilidades. Cuando Moisés le expone al
Señor su incapacidad para presentarse ante el Faraón y liberar de Egipto a los
israelitas, el Señor le dice: Yo estaré contigo1. Este mismo auxilio divino se garantiza a los Profetas y a
todos aquellos que reciben especiales encargos. En los cánticos de acción de
gracias reconocen siempre que solo por la fortaleza que han recibido de lo Alto
han podido llevar a cabo su tarea. Los salmos no cesan de exaltar la fuerza
protectora de Dios: Yahvé es la Roca de Israel, su fortaleza y su
seguridad.
El Señor promete a los Apóstoles –columnas de la
Iglesia– que serán revestidos por el Espíritu Santo de la
fuerza de lo alto2. El Paráclito mismo asistirá a la Iglesia y a cada uno de sus
miembros hasta el fin de los siglos. La virtud sobrenatural de la fortaleza, la
ayuda específica de Dios, es imprescindible al cristiano para luchar y vencer
contra los obstáculos que cada día se le presentan en su pelea interior por
amar cada día más al Señor y cumplir sus deberes. Y esta virtud es
perfeccionada por el don de fortaleza, que hace prontos y fáciles los
actos correspondientes.
En la medida en que vamos purificando nuestras almas y
somos dóciles a la acción de la gracia, cada uno puede decir, como San
Pablo: todo lo puedo en Aquel que me conforta3. Bajo la acción del Espíritu Santo, el cristiano se siente
capaz de las acciones más difíciles y de soportar las pruebas más duras por
amor a Dios. El alma, movida por este don, no pone la confianza en sus propios esfuerzos,
pues nadie mejor que ella, si es humilde, tiene conciencia de su propia
endeblez y de su incapacidad para llevar a cabo la tarea de su santificación y
la misión que el Señor le encarga en esta vida; pero oye, de modo particular en
los momentos más difíciles, que el Señor le dice: Yo estaré contigo.
Entonces se atreve a decir: si Dios está con nosotros, ¿quién contra
nosotros? (...). ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Acaso la
tribulación, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el riesgo, o la
persecución, o el cuchillo? (...). Pero en medio de todas estas cosas
triunfamos por virtud de Aquel que nos amó. Por lo que estoy seguro de que ni
la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente,
ni lo venidero, ni la fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni
otra ninguna criatura, podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en
Jesucristo Nuestro Señor4. Es este un grito de fortaleza y de optimismo que se apoya en
Dios.
Si dejamos que el Paráclito tome posesión de nuestra
vida, nuestra seguridad no tendrá límites. Comprendemos entonces de una manera
más profunda que el Señor escoge lo débil, lo que a los ojos del mundo
no tiene nobleza ni poder (...), para que nadie pueda gloriarse ante Dios5, y que no pide a sus hijos más que la buena voluntad de poner
todo lo que está de su parte, para llevar Él a cabo maravillas de gracia y de
misericordia. Nada parece entonces demasiado difícil, porque todo lo esperamos
de Dios, y no ponemos la confianza de modo absoluto en ninguno de los medios
humanos que habremos de utilizar, sino en la gracia del Señor. El espíritu de
fortaleza proporciona al alma una energía renovada ante los obstáculos,
internos o externos, y para practicar las virtudes en el propio ambiente y en
los propios quehaceres.
II. La Tradición asocia
el don de fortaleza al hambre y sed de justicia6. «El vivo deseo de servir a Dios a pesar de todas las
dificultades es justamente esa hambre que el Señor suscita en nosotros. Él la
hace nacer y la escucha, según le fue dicho a Daniel: Y Yo vengo para
instruirte, porque tú eres un varón de deseos (Dan 9, 23)»7. Este don produce en el alma dócil al Espíritu Santo un afán
siempre creciente de santidad, que no mengua ante los obstáculos y
dificultades. Santo Tomás dice que debemos anhelar esta santidad de tal manera
que «nunca nos sintamos satisfechos en esta vida, como nunca se siente
satisfecho el avaro»8.
El ejemplo de los santos nos impulsa a crecer más y
más en la fidelidad a Dios en medio de nuestras obligaciones, amándole más
cuanto mayores sean las dificultades por las que pasemos, dándole más firmeza a
nuestro afán de santidad, sin dejar que tome cuerpo el desánimo ante la posible
falta de medios en el apostolado, o al experimentar quizá que no avanzamos, al
menos aparentemente, en las metas de mejora que nos habíamos propuesto. Como
dejó escrito Santa Teresa: «importa mucho, y el todo, una grande y muy
determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (a la santidad),
venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare,
murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o
no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»9.
La virtud de la fortaleza, perfeccionada por el don
del Espíritu Santo, nos permite superar los obstáculos que, de una manera u
otra, vamos a encontrar en el camino de la santidad, pero no suprime la
flaqueza propia de la naturaleza humana, el temor al peligro, el miedo al
dolor, a la fatiga. El fuerte puede tener miedo, pero lo supera gracias al
amor. Precisamente porque ama, el cristiano es capaz de enfrentarse a los
mayores riesgos, aunque la propia sensibilidad sienta repugnancia no solo en el
comienzo, sino a lo largo de todo el tiempo que dure la prueba o el conseguir
lo que ama. La fortaleza no evita siempre los desfallecimientos propios de toda
naturaleza creada.
Esta virtud lleva hasta dar la vida voluntariamente en
testimonio de la fe, si el Señor así lo pide. El martirio es el acto supremo de
la fortaleza, y Dios lo ha pedido a muchos fieles a lo largo de la historia de
la Iglesia. Los mártires han sido –y son– la corona de la Iglesia, y una prueba
más de su origen divino y santidad. Cada cristiano debe estar dispuesto a dar
la vida por Cristo si las circunstancias lo exigieran. El Espíritu Santo daría
entonces las fuerzas y la valentía para afrontar esta prueba suprema. Lo
ordinario será, sin embargo, que espere de nosotros el heroísmo en lo pequeño,
en el cumplimiento diario de los propios deberes.
Cada día tenemos necesidad del don de fortaleza,
porque cada día debemos ejercitar esta virtud para vencer los propios
caprichos, el egoísmo y la comodidad. Deberemos ser firmes ante un ambiente que
en muchas ocasiones se presentará contrario a la doctrina de Jesucristo, para
vencer los respetos humanos, para dar un testimonio sencillo pero elocuente del
Señor, como hicieron los Apóstoles.
III.
Debemos pedir frecuentemente el don de fortaleza para vencer la resistencia a
cumplir los deberes que cuestan, para enfrentarnos a los obstáculos normales de
toda existencia, para llevar con paciencia la enfermedad cuando llegue, para
perseverar en el quehacer diario, para ser constantes en el apostolado, para
sobrellevar la adversidad con serenidad y espíritu sobrenatural. Debemos pedir
este don para tener esa fortaleza interior que nos facilita el olvido de
nosotros mismos y andar más pendientes de quienes están a nuestro lado, para
mortificar el deseo de llamar la atención, para servir a los demás sin que
apenas lo noten, para vencer la impaciencia, para no dar muchas vueltas a los
propios problemas y dificultades, para no quejarnos ante la dificultad o el
malestar, para mortificar la imaginación rechazando los pensamientos
inútiles... Necesitamos fortaleza en el apostolado para hablar de Dios sin
miedo, para comportarnos siempre de modo cristiano aunque choque con un
ambiente paganizado, para hacer la corrección fraterna cuando sea preciso...
Fortaleza para cumplir eficazmente nuestros deberes: prestando una ayuda
incondicional a quienes dependen de nosotros, exigiendo de forma amable y con
la firmeza que cada caso requiera... El don de fortaleza se convierte así en el
gran recurso contra la tibieza, que lleva a la dejadez y al aburguesamiento.
El don de fortaleza encuentra en las dificultades unas
condiciones excepcionales para crecer y afianzarse, si en estas situaciones
sabemos estar junto al Señor. «Los árboles que crecen en lugares sombreados y
libres de vientos, mientras que externamente se desarrollan con aspecto
próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa;
sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos,
agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a
todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de
frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro»10.
Este don se obtiene siendo humildes –aceptando la
propia flaqueza– y acudiendo al Señor en la oración y en los sacramentos.
El sacramento de la Confirmación nos fortaleció para
que lucháramos como milites Christi11, como soldados de Cristo. La Comunión –«alimento para ser
fuertes»12– restaura nuestras energías; el sacramento de la Penitencia
nos fortalece contra el pecado y las tentaciones. En la Unción de los enfermos,
el Señor da ayuda a los suyos para la última batalla, aquella en la que se
decide la eternidad para siempre.
El Espíritu Santo es un Maestro dulce y sabio, pero
también exigente, porque no da sus dones si no estamos dispuestos a pasar por
la Cruz y a corresponder a sus gracias.
1 Ex 3,
12. —
2 Lc 24,
29. —
3 Flp 4,
13. —
4 Rom 8,
31-39. —
5 Cfr. 1
Cor 1, 27-29. —
6 Mt 5,
6. —
7 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida
interior, Palabra, 2ª ed., Madrid 1978, vol. II, p. 594. —
8 Santo
Tomás, Comentario sobre San Mateo, 5, 2. —
9 Santa
Teresa, Camino de perfección, 21, 2. —
10 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre la gloria en la Tribulación.
—
11 Cfr. 2
Tim 2, 3. —
12 Cfr. San
Agustín, Confesiones, 7, 10.
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