Francisco Fernández-Carvajal 01 de junio de
2019
— Nos da un conocimiento amoroso de Dios, y de las
personas y las cosas creadas en cuanto hacen referencia a Él. Está íntimamente
unido a la virtud de la caridad.
— Mediante este don participamos de los mismos
sentimientos de Jesucristo en relación a quienes nos rodean. Nos enseña a ver
los acontecimientos dentro del plan providencial de Dios, que siempre se
manifiesta como Padre nuestro.
— El don de sabiduría y la vida de contemplación en
nuestra vida ordinaria.
I. Existe un
conocimiento de Dios y de lo que a Él se refiere al que solo se llega con
santidad. El Espíritu Santo, mediante el don de sabiduría, lo pone al alcance
de las almas sencillas que aman al Señor: Yo te glorifico, Padre, Señor
del Cielo y de la tierra –exclamó Jesús delante de unos niños–, porque
has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado
a los pequeños1.
Es un saber que no se aprende en libros sino que es comunicado por Dios mismo
al alma, iluminando y llenando de amor a un tiempo la mente y el corazón, el
entendimiento y la voluntad. Mediante la luz que da el amor, el cristiano tiene
un conocimiento más íntimo y gustoso de Dios y de sus misterios.
«Cuando tenemos en nuestra boca una fruta, apreciamos
entonces su sabor mucho mejor que si leyéramos las descripciones que de ella
hacen todos los tratados de Botánica. ¿Qué descripción podría ser comparable al
sabor que experimentamos cuando probamos una fruta? Así, cuando estamos unidos
a Dios y gustamos de Él por la íntima experiencia, esto nos hace conocer mucho
mejor las cosas divinas que todas las descripciones que puedan hacer los
eruditos y los libros de los hombres más sabios»2.
Este conocimiento se experimenta de manera particular en el don de la
sabiduría.
De manera semejante a como una madre conoce a su hijo
a través del amor que le tiene, así el alma, mediante la caridad, llega a un
conocimiento profundo de Dios que saca del amor su luz y su poder de
penetración en los misterios. Es un don del Espíritu Santo porque es fruto de
la caridad infundida por Él en el alma y nace de la participación de su
sabiduría infinita. San Pablo oraba por los primeros cristianos, para
que fuesen fortalecidos por la acción de su Espíritu (...), para
que (...), arraigados y cimentados en el amor, podáis
comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y
conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento3.
Comprender, estando cimentados en el amor..., dice el Apóstol. Es
un conocimiento profundo y amoroso.
Santo Tomás de Aquino enseña4 que
el objeto de este don es Dios mismo y las cosas divinas, en primer lugar y de
modo principal, pero también lo son las cosas de este mundo en cuanto se
ordenan a Dios y de Él proceden.
A ningún conocimiento más alto de Dios podemos aspirar
que a este saber gustoso, que enriquece y facilita nuestra oración y toda
nuestra vida de servicio a Dios y a los hombres por Dios: La sabiduría –dice
la Sagrada Escritura– vale más que las piedras preciosas, y cuanto hay
de codiciable no puede comparársele5. La
preferí a los cetros y a los tronos, y en comparación con ella tuve en nada la
riqueza (...). Todo el oro ante ella es un grano de arena, y
como el lodo es la plata ante ella. La amé más que a la salud y a la hermosura
y antepuse a la luz su posesión, porque el resplandor que de ella brota es
inextinguible. Todos los bienes me vinieron juntamente con ella (...), porque
la sabiduría es quien los trae, pero yo ignoraba que fuese ella la madre de
todos (...). Es para los hombres un tesoro inagotable, y los
que de él se aprovechan se hacen partícipes de la amistad de Dios6.
El don de sabiduría está íntimamente unido a la virtud
teologal de la caridad, que da un especial conocimiento de Dios y de las
personas, que dispone al alma para poseer «una cierta experiencia de la dulzura
de Dios»7, en Sí mismo y en las cosas creadas, en cuanto se relacionan
con Él.
Por estar este don tan hondamente ligado a la caridad,
estaremos mejor dispuestos para que se manifieste en nosotros en la medida en
que nos ejercitemos en esta virtud. Cada día son incontables las oportunidades
que tenemos a nuestro alcance de ayudar y servir a los demás. Pensemos hoy en
nuestra oración si son abundantes estos pequeños servicios, si realmente nos
esforzamos por hacer la vida más amable a quienes están junto a nosotros.
II. «Entre los dones
del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos
los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de
Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las
situaciones y las cosas de esta vida»8.
Con la visión profunda que da al alma este don, el cristiano que sigue de cerca
al Señor contempla la realidad creada con una mirada más alta, pues participa
de algún modo de la visión que Dios tiene en Sí mismo de todo lo creado. Todo
lo juzga con la claridad de este don.
Los demás son entonces una ocasión continua para
ejercer la misericordia, para hacer un apostolado eficaz acercándolos al Señor.
El cristiano comprende mejor la inmensa necesidad que tienen los hombres de que
se les ayude en su caminar hacia Cristo. Se ve a los demás como a personas muy
necesitadas de Dios, como Jesús las veía.
Los santos, iluminados por este don, han entendido en
su verdadero sentido los sucesos de esta vida: los que consideramos como
grandes e importantes y los de apariencia pequeña. Por eso, no llaman desgracia
a la enfermedad, a las tribulaciones que han debido padecer, porque
comprendieron que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente con la Cruz;
saben que todas las cosas, también lo humanamente inexplicable, coopera al bien
de los que aman a Dios9.
«Las inspiraciones del Espíritu Santo, a las que este
don hace que seamos dóciles, nos aclaran poco a poco el orden admirable del
plan providencial, aun y precisamente en aquellas cosas que antes nos dejaban
desconcertados, en los casos dolorosos e imprevistos, permitidos por Dios en
vista de un bien superior»10.
Las mociones de la gracia a través del don de
sabiduría nos traen una gran paz, no solo para nosotros, sino también para el
prójimo; nos ayudan a llevar la alegría allí donde vamos, y a encontrar esa
palabra oportuna que ayuda a reconciliar a quienes están desunidos. Por eso a
este don corresponde la bienaventuranza de los pacíficos, aquellos
que, teniendo paz en sí mismos, pueden comunicarla a los demás. Esta paz, que
el mundo no puede dar, es el resultado de ver los acontecimientos dentro del
plan providente de Dios, que no se olvida en ningún momento de sus hijos.
III. El
don de sabiduría nos da una fe amorosa, penetrante, una claridad y seguridad en
el misterio inabarcable de Dios, que nunca pudimos sospechar. Puede ser en
relación a la presencia y cercanía de Dios, o a la presencia real de Jesucristo
en el Sagrario, que nos produce una felicidad inexplicable por encontrarnos
delante de Dios. «Permanece allí, sin decir nada o simplemente repitiendo
algunas palabras de amor, en contemplación profunda, con los ojos fijos en la
Hostia Santa, sin cansarse de mirarle. Le parece que Jesús penetra por sus ojos
hasta lo más profundo de ella misma...»11.
Lo ordinario, sin embargo, será que encontremos a Dios
en la vida corriente, sin particulares manifestaciones, pero con la íntima
seguridad de que nos contempla, que ve nuestros quehaceres, que nos mira como
hijos suyos... En medio de nuestro trabajo, en la familia, el Espíritu Santo
nos enseña, si somos fieles a sus gracias, que todo aquello es el medio normal
que Dios ha puesto a nuestro alcance para servirle aquí y contemplarle luego
por toda la eternidad.
En la medida en que vamos purificando nuestro corazón,
entendemos mejor la verdadera realidad del mundo, de las personas (a quienes
vemos como hijos de Dios) y de los acontecimientos, participando en la visión
misma de Dios sobre lo creado, siempre según nuestra condición de creaturas.
El don de sabiduría ilumina nuestro entendimiento y
enciende nuestra voluntad para poder descubrir a Dios en lo corriente de todos
los días, en la santificación del trabajo, en el amor que ponemos por acabar
con perfección la tarea, en el esfuerzo que supone estar siempre dispuestos a
servir a los demás.
Esta acción amorosa del Espíritu Santo sobre nuestra
vida solo será posible si cuidamos con esmero los tiempos que tenemos
especialmente dedicados a Dios: la Santa Misa, los ratos de meditación
personal, la Visita al Santísimo... Y esto en las temporadas normales y en las
que tenemos un trabajo que parece superar nuestra capacidad de sacarlo
adelante; cuando tenemos una devoción más fácil y sencilla y cuando llega la
aridez; en los viajes, en el descanso, en la enfermedad... Y junto al cuidado de
estos momentos más particularmente dedicados a Dios, no ha de faltarnos el
interés para que en el trasfondo de nuestro día se encuentre siempre el Señor.
Presencia de Dios alimentada con jaculatorias, acciones de gracias, petición de
ayuda, actos de desagravio, pequeñas mortificaciones que nacen con ocasión de
nuestra labor o que buscamos libremente...
«Que la Madre de Dios y Madre nuestra nos proteja, con
el fin de que cada uno de nosotros pueda servir a la Iglesia en la plenitud de
la fe, con los dones del Espíritu Santo y con la vida contemplativa. Cada uno
realizando los deberes personales, que le son propios; cada uno en su oficio y
profesión, y en el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre
gozosamente al Señor»12.
1 Mt 11,
25. —
2 L.
M. Martínez, El Espíritu Santo, Studium, 6ª ed., Madrid
1959, p. 201. —
3 Ef 3,
16-19. —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 45, a. 2. —
5 Prov 8,
11. —
6 Sab 7,
8-14. —
7 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 112, a. 5. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 133. —
9 Cfr. Rom 8,
28. —
10 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol II, p. 195. —
11 A.
Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra,
4ª ed., Madrid 1983, p. 82. —
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 316.
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