Francisco Fernández-Carvajal 05 de junio de
2019
— El temor servil y el santo temor de
Dios. Consecuencias de este don en el alma.
— El santo temor de Dios y el empeño por rechazar todo
pecado.
— Relaciones de este don con las virtudes de la
humildad y de la templanza. Delicadeza de alma y sentido del pecado.
I. Dice Santa
Teresa que ante tantas tentaciones y pruebas que hemos de padecer, el Señor nos
otorga dos remedios: «amor y temor». «El amor nos hará apresurar
los pasos, y el temor nos hará ir mirando adónde ponemos los pies para no caer»1.
Pero no todo temor es bueno. Existe el temor
mundano2, propio de quienes temen sobre todo el mal físico o las
desventajas sociales que pueden afectarles en esta vida. Huyen de las
incomodidades de aquí abajo, mostrándose dispuestos a abandonar a Cristo y a su
Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana puede causarles
alguna contrariedad. De ese temor se originan los «respetos humanos», y es
fuente de incontables capitulaciones y el origen de la misma infidelidad.
Es muy diferente el llamado temor servil,
que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno o por cualquier otro
motivo interesado de orden sobrenatural. Es un temor bueno, pues para muchos
que están alejados de Dios puede ser el primer paso hacia su conversión y el
comienzo del amor3.
No debe ser este el motivo principal del cristiano, pero en muchos casos será
una gran defensa contra la tentación y los atractivos con que se reviste el
mal.
El que teme no es perfecto en la caridad4 –nos
dejó escrito el Apóstol San Juan–, porque el cristiano verdadero se mueve por
amor y está hecho para amar. El santo temor de Dios, don del
Espíritu Santo, es el que reposó, con los demás dones, en el Alma santísima de
Cristo, el que llenó también a la Santísima Virgen; el que tuvieron las almas
santas, el que permanece para siempre en el Cielo y lleva a los
bienaventurados, junto a los ángeles, a dar una alabanza continua a la
Santísima Trinidad. Santo Tomás enseña que este don es consecuencia del don de
sabiduría y como su manifestación externa5.
Este temor filial, propio de hijos que se sienten
amparados por su Padre, a quien no desean ofender, tiene dos efectos
principales. El más importante, puesto que es el único que se dio en Cristo y
en la Santísima Virgen, es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo
sentido de lo sagrado y una complacencia sin límites en su bondad de Padre. En
virtud de este don las almas santas han reconocido su nada delante de Dios.
También nosotros podemos repetir con frecuencia, reconociendo nuestra nulidad,
y quizá a modo de jaculatoria, aquello que con tanta frecuencia repetía San
Josemaría Escrivá: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé
nada, no soy nada, ¡nada!6,
a la vez que reconocía la grandeza inconmensurable de sentirse y de ser hijo
de Dios.
Durante la vida terrena, se da otro efecto de este
don: un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de cometerlo, una
vivísima contrición. Con la luz de la fe, esclarecida por los resplandores de
los demás dones, el alma comprende algo de la trascendencia de Dios, de la
distancia infinita y del abismo que abre el pecado entre el hombre y Dios.
El don de temor nos ilumina para entender que «en la
raíz de los males morales que dividen y desgarran la sociedad está el pecado»7.
Y el don de temor nos lleva a aborrecer también el pecado venial deliberado, a
reaccionar con energía contra los primeros síntomas de la tibieza, la dejadez o
el aburguesamiento. En determinadas ocasiones de nuestra vida quizá nos veamos
necesitados de repetir con energía, como una oración urgente: «¡No quiero
tibieza!: “confige timore tuo carnes meas!” —¡dame, Dios mío, un temor filial,
que me haga reaccionar!»8.
II. Amor y temor.
Con este bagaje hemos de hacer el camino. «Cuando el amor llega a eliminar del
todo el temor, el mismo temor se transforma en amor»9.
Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere
separarse de Él por nada del mundo. Entonces, el alma comprende mejor la
distancia infinita que la separa de Dios, y a la vez su condición de hijo.
Nunca como hasta ese momento ha tratado a Dios con más confianza, nunca tampoco
le ha tratado con más respeto y veneración. Cuando se pierde el temor santo de
Dios, se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la
tibieza en las almas. Se pierde el sentido del poder, de la Majestad de Dios y
del honor que se le debe.
Nuestro acercamiento al mundo sobrenatural no lo
podemos llevar a cabo intentando inútilmente eliminar la trascendencia de Dios,
sino a través de esa divinización que produce la gracia en nosotros, mediante
la humildad y el amor, que se expresa en la lucha por desterrar todo pecado de
nuestra vida.
«El primer requisito para desterrar ese mal (...), es
procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al
pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir –en el corazón y en la
cabeza– horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra actitud, hondamente
arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que
no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos
llega»10. Muchos parecen hoy haber perdido el santo temor de Dios.
Olvidan quién es Dios y quiénes somos nosotros, olvidan la Justicia divina y
así se animan a seguir adelante en sus desvaríos11.
La meditación del fin último, de los Novísimos, de aquella realidad que veremos
dentro quizá de no mucho tiempo: el encuentro definitivo con Dios, nos dispone
para que el Espíritu Santo nos conceda con más amplitud ese don que tan cerca
está del amor.
III. De
muchas formas nos dice el Señor que a nada debemos tener miedo, excepto al
pecado, que nos quita la amistad con Dios. Ante cualquier dificultad, ante el
ambiente, ante un futuro incierto... no debemos temer, debemos ser fuertes y
valerosos, como corresponde a hijos de Dios. Un cristiano no puede vivir
atemorizado, pero sí debe llevar en el corazón un santo temor de Dios, al que
por otra parte ama con locura.
A lo largo del Evangelio, «Cristo repite varias
veces: No tengáis miedo... no temáis. Y a la vez, junto a estas
llamadas a la fortaleza, resuena la exhortación: Temed, temed más bien
al que puede enviar el cuerpo y el alma al infierno (Mt 10,
28). Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor de Dios, y este debe
ser temor de amor, temor filial. Y solamente cuando este temor penetre en
nuestros corazones, podremos ser realmente fuertes con la fortaleza de los
Apóstoles, de los mártires, de los confesores»12.
Entre los efectos principales que causa en el alma el
temor de Dios está el desprendimiento de las cosas creadas y una actitud
interior de vigilia para evitar las menores ocasiones de pecado. Deja en el
alma una particular sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar
al Espíritu Santo13.
El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en
cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la
voluntad en fiel y amorosa sumisión a la infinita Majestad de Dios, situándonos
siempre en nuestro lugar, sin querer ocupar el lugar de Dios, sin recibir
honores que son para la gloria de Dios. Una de las manifestaciones de la
soberbia es el desconocimiento del temor de Dios.
Junto a la humildad, tiene el don de temor de Dios una
singular afinidad con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación
de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. La raíz más frecuente
del pecado se encuentra precisamente en la búsqueda desordenada de los placeres
sensibles o de las cosas materiales, y ahí actúa este don, purificando el
corazón y conservándolo entero para Dios.
El don de temor es por excelencia el de la lucha
contra el pecado. Todos los demás dones le ayudan en esta misión particular:
las luces de los dones de entendimiento y de sabiduría le descubren la grandeza
de Dios y la verdadera significación del pecado; las directrices prácticas del
don de consejo le mantienen en la admiración de Dios; el don de fortaleza le
sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal14.
Este don, que fue infundido con los demás en el
Bautismo, aumenta en la medida en que somos fieles a las gracias que nos otorga
el Espíritu Santo; y de modo específico, cuando consideramos la grandeza y
majestad de Dios, cuando hacemos con profundidad el examen de conciencia,
descubriendo y dando la importancia que tiene a nuestras faltas y pecados. El
santo temor de Dios nos llevará con facilidad a la contrición, al
arrepentimiento por amor filial: «amor y temor de Dios. Son dos castillos
fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los demonios»15.
El santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a
una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de las
ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con todo
lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante este
don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de
ellas. Que nos haga reaccionar como el salmista: ríos de lágrimas
derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley16.
Pidámosle que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido
del pecado.
1 Santa
Teresa, Camino de perfección, 40, 1. —
2 Cfr. M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 325. —
3 Eclo 25,
16. —
4 Jn 4,
18. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 45, a. 1, ad 3. —
6 Citado
por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei,
Rialp, Madrid 1933, p. 383. —
7 Juan
Pablo II, Carta de presentación del «Instrumentum laboris» para
el VI Sínodo de Obispos, 25-I-1983. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 326. —
9 San
Gregorio de Nisa, Homilía 15. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 243. —
11 Cfr. ídem, Camino,
n. 747. —
12 Juan
Pablo II, Discurso a los nuevos cardenales, 30-VI-1979. —
13 Ef 4,
30. —
14 Cfr. M. M. Philipon, o.
c., p. 332. —
15 Santa
Teresa, o. c., 40, 2. —
16 Sal 118,
136.
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