Por Carolina Gómez-Ávila
Nada va a encontrar en estas
líneas en relación con lo que pasó en Suecia esta semana sino más bien con lo
que pasó en Suecia en 1973 y con las rebuscadas formas en que los seres humanos
terminan por someterse a un abusador poderoso aunque la propia vida esté en
peligro.
Extrapolado al Zulia,
además, como víctima descollante del colapso del sistema eléctrico.
No puedo siquiera imaginar
que alguno de sus habitantes disculpe a quienes detentan el poder, de semejante
sufrimiento. No puedo creer que el pueblo zuliano quiera permanecer en el
averno en que se ha convertido. No es posible que las personas que saben lo que
es disfrutar de un estable servicio eléctrico (y sus dos inseparables: agua e
internet), quieran permanecer en la oscurana. No se me cruza por la mente que
haya enfermos, trabajadores, estudiantes, venezolanos que esperan sobrevivir a
la dictadura, que se nieguen a volver a recibir electricidad. Tal cosa
resultaría incomprensible.
En este cuadro dantesco, el
exgobernador Manuel Rosales ha hecho una propuesta concreta: solicitar como
parte de la ayuda humanitaria que ofrece la comunidad internacional –y advierte
bien: como paliativo– gabarras y contenedores generadores de electricidad
Se trata de una opción
probada en zonas arrasadas por catástrofes naturales. Pero aquí, arrasados por
algo peor, la sugerencia no ha tenido buena acogida. Percibo un zuliano
silencio y un ruido cicatero desde otras regiones del país. La propuesta les
parece mala porque no les gusta el proponente, porque no representa una
solución definitiva, por razones técnicas esgrimidas por ignorantes de lo
técnico. O más roñosos: no hay objeción perita sino muchas sociales, políticas
y antipolíticas, como la que especula sobre el lucro que alguno obtendría.
Me pregunto si los
venezolanos que la rechazan se dan cuenta de que están quitándole días de vida
a más de un zuliano, me pregunto si han pensado en los hospitales, en las
medicinas y en la conservación de alimentos. Se lo pregunto a los venezolanos
en Venezuela; el más afortunado de nosotros sabe bien lo que es estar, cuando
menos, 48 horas continuas sin electricidad. Pero, sobre todo, pregunto si se
dan cuenta de este ejercicio retorcido de lealtad a la dictadura, amparado en
la negación, la disociación y la minimización; me refiero al que, desde 1973,
se ha conocido popularmente como el síndrome de Estocolmo.
Más grave e incomprensible
me parece que, lo que queda de partidos políticos, el resto de los líderes y
Juan Guaidó en persona no hayan apoyado, como una sola voz, una posibilidad
concreta para mitigar el horror zuliano. Y eso también parece el síndrome de
Estocolmo. Cualquiera entiende que los políticos en la oposición capitalicen
los errores que se ejecutan desde el poder, pero no que se nieguen a atenuar
sus resultados criminales porque calculan mayor provecho a futuro si no se
ofrece alivio alguno. Si no ven que por omisión contribuyen al exterminio, han
perdido la sensatez.
Secuestrados todos y todos ayudando
al secuestrador: la población del Zulia que no apoya multitudinariamente la
propuesta, la del resto del país que no quiere sino las soluciones que
provengan de sus labios y los políticos que prefieren seguir sin el poder, con
tal de que el poder no quede en manos de un competidor cercano. Visto así, las
conversaciones sobre la crisis de Venezuela jamás tuvieron mejor escenario que
Estocolmo.
15-06-19
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