ALBERTO BARRERA TYSZKA 03 de junio de 2019
Hace
dos días se supo que el diputado Gilber Caro se encuentra en una prisión.
Llevaba 35 días desaparecido. Un grupo de hombres no identificados llegaron al
local de comida donde se encontraba y se lo llevaron detenido en la madrugada
del viernes 26 de abril. Desde entonces, y a pesar de muchas denuncias y de
grandes esfuerzos de sus familiares y abogados, no se sabía nada sobre él.
Parece
una escena de las dictaduras militares que azotaron el sur del continente a
mediados del siglo XX. Pero no. Por desgracia, es una situación bastante
frecuente en la Venezuela actual. No en balde, Amnistía Internacional (AI)
acaba de publicar un informe sobre los crímenes de lesa humanidad en Venezuela.
Es la primera vez en la historia de América Latina que esta organización
realiza un señalamiento de este tipo antes de que alguna corte haya dado un
dictamen. Nicolás Maduro y su gobierno han transformado al Estado en un fábrica
de abusos, torturas y muertes.
Hace
unos días, en una entrevista televisiva, el fiscal general nombrado por el
chavismo reconoció que Gilber Caro “está siendo investigado”. De esta manera,
evidenció que el diputado había sido secuestrado y permanecía, de forma
arbitraria y clandestina, retenido por algún organismo de seguridad policial o
militar. Algo similar ocurre con Édgar Zambrano, a quien el gobierno acusa de
haber participado en la fallida rebelión del 30 de abril. El parlamentario fue
detenido hace veinticinco días y, hasta la fecha, nadie sabe dónde está, en qué
lugar ni en qué condiciones se encuentra. Ningún organismo ni ninguna
institución se sienten en la obligación de informar o de ofrecer alguna
explicación. La violación a los derechos humanos ya es parte de la normalidad
oficial en Venezuela. El gobierno asume que su violencia es consustancial a su
ejercicio del poder.
Los
casos de persecución a la dirigencia política son cada vez más frecuentes y
abarcan un amplio espectro de posibilidades, donde se puede incluir la extraña
muerte del concejal Fernando Albán, cuyo cuerpo cayó desde el décimo piso de
una cárcel del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). En
general, en estos momentos, gran parte de la dirigencia opositora del país está
inhabilitada o encarcelada, asilada en alguna embajada, tratando de escapar o
exiliada en un país extranjero. Quienes, adentro y afuera, pretenden legitimar
las acciones del gobierno y acusan de golpismo y terrorismo a estos líderes tan
solo repiten el ejemplo señalado: en el fondo, se trata del mismo argumento que
usaron Pinochet, Videla o Stroessner para reprimir y aniquilar ferozmente a
quienes los adversaban.
Lo
alarmante y aterrador es constatar que no se trata de casos aislados o de una
práctica que se circunscribe únicamente al ámbito del liderazgo político. A
medida que el gobierno de Nicolás Maduro se ha ido haciendo más frágil, se ha
vuelto más paranoico, ha extendido sus sospechas, multiplicando sus
arbitrariedades. No solo se acosa, se detiene o se encarcela a militares, a
estudiantes, a líderes comunitarios, a periodistas, a dirigentes sindicales, a
médicos que han aceptado donaciones o que han denunciado irregularidades en el
servicio de salud pública… Hay también otros casos. Como forma de chantaje o
extorsión, se procede contra familiares de personas buscadas por los aparatos
de inteligencia chavista para obligarlas a entregarse. Desde hace un año está
detenido un ciudadano que publicó la ruta aérea de un viaje que realizaría
Nicolás Maduro dentro del país. También pasó por la cárcel, y por un largo
proceso judicial, un joven que se burló en una red social del hijo de Maduro.
Dos jóvenes se encuentran detenidos en celdas de la policía política por haber
tenido un confuso altercado con el hijo del presidente del Tribunal Supremo de
Justicia. Estamos ante una élite que solo se rige por la ley del más fuerte y
que ya se ha acostumbrado a decidir fácilmente sobre la vida y la muerte de los
otros.
Es
imprescindible destacar en este contexto la actuación de las Fuerzas de
Acciones Especiales (FAES), adscritas a la policía nacional, que desde el año
2016 se han visto comprometidas en múltiples acciones violentas, muchas de
ellas en los barrios populares, con terribles saldos de personas heridas y asesinadas.
Es un comando que ha sido catalogado como “grupo de exterminio” por algunas
organizaciones de la sociedad civil y que, de manera permanente, aparece
nombrado en los numerosos testimonios recogidos en el informe de Amnistía
Internacional.
La
conclusión de la investigación no deja lugar a dudas: “Las ejecuciones
extrajudiciales selectivas, las muertes por uso excesivo de la fuerza, las
detenciones arbitrarias y masivas, los posibles actos de encubrimiento, así
como la falta de investigación de estos en enero de 2019, no fueron hechos
azarosos. Por el contrario, formaron parte de un ataque conformado por
múltiples actos de violencia, que estuvo previamente planeado y dirigido contra
una población distinguible: aquellas personas opositoras o percibidas como tal
por el gobierno”.
Amnistía
Internacional establece que se trata de un patrón similar al que se puso en
práctica contra de las protestas ciudadanas en 2014 y en 2017. La
autoproclamada Revolución bolivariana se ha convertido en una máquina de matar.
Frente a esto, AI propone la creación de una comisión internacional que
investigue, con absoluta imparcialidad y transparencia, la situación de los
derechos humanos en el país. Cualquier esfuerzo de cualquier nación extranjera
destinado a lograr un acuerdo político y pacífico, no puede dejar de lado esta
realidad. No puede haber diálogo o negociación mientras haya presos políticos,
mientras se mantenga la persecución y la violencia en el país. Antes de iniciar
una negociación, el gobierno de Maduro debe detener esta cotidiana y sostenida
matanza en Venezuela.
Tomado
de: https://www.nytimes.com/es/2019/06/02/nicolas-maduro-y-su-maquina-de-matar/?smid=tw-share-es
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