Jorge Castañeda 12 de enero de 2013
Ya sabemos que Hugo Chávez no fue
juramentado el 10 de enero como presidente de Venezuela; ya que por un lado sus
médicos han dicho que no está en condiciones de hacerlo, y por el otro lado el
Tribunal Supremo de ese país resolvió que no es necesario el juramento formal
ante la Asamblea Nacional, Chávez era y sigue siendo Presidente, y el juramento
puede hacerse posteriormente ante el mismo tribunal. Cada quien puede pensar lo
que quiera, pero así es. También sabemos que por lo pronto Chávez no va a
renunciar, provocando la celebración de nuevas elecciones en el transcurso de
los siguientes 30 días. Y sabemos que si bien su estado de salud es muy grave,
sólo sería inminente su fallecimiento por decisión de la familia. Todo lo demás
son suposiciones, es decir, lo más divertido.
Una posible explicación de la
extrañísima paradoja recién surgida en Caracas consiste en un fenómeno casi
psicoanalítico. Me explico: los chavistas, es decir, Nicolás Maduro y Diosdado
Cabello, apoyados por el segundo nivel de gobierno y del poder, se sienten
seguros de arrasar en una elección convocada después del deceso de Chávez o su
inhabilitación voluntaria para ejercer la Presidencia. La oposición, encabezada
todavía por Henrique Capriles, parece pensar lo mismo: iría al matadero
electoral de celebrarse comicios nuevos. Por tanto, la oposición está actuando
lógica aunque no muy valientemente al no presionar para que se convoquen
elecciones; pero la postura chavista se antoja contradictoria: si van a ganar y
saben que Chávez ya no se recupera, ¿por qué al mal (buen) paso no darle prisa?
Pues, como dirían Freud y Lacan, porque matar al padre es un asunto muy complicado.
Chávez, para ellos y para sus
partidarios, no es un simple Presidente, un simple comandante, un simple
mandatario, sino junto con Bolívar, una figura paterna con todas las
implicaciones de la misma. Y si los clásicos del psicoanálisis hablaban de matar
al padre en un sentido afectivo o analítico, en este caso se trata de algo
mucho más literal: una decisión política de desconectar a alguien que muy
probablemente está en una situación de vida asistida. No sé si sea la mejor
manera de tomar estas decisiones, ni si por este camino se avance en la
solución de los inmensos retos económicos, sociales y de violencia que enfrenta
Venezuela. Pero no descarto que éste sea el sentimiento del núcleo duro
chavista y de la familia cercana.
La segunda especulación vuelve ociosa
o secundaria la primera. Me extraña, debo confesarlo, que a los soberanistas
mexicanos a ultranza no les resulte incómodo que las principales decisiones
sobre la Presidencia de un país, sus procedimientos jurídicos, ejecutivos, y
hasta legislativos, se tomen en otro país, donde agoniza en secreto un
Presidente, adonde acuden a reuniones de trabajo varias veces al día el
vicepresidente, presidente de la Asamblea, ministro de Información, procuradora
general de la República, gobernadores, militares, etcétera, en pocas palabras,
toda la nomenclatura, pero no sólo ellos: también los padres, los hermanos y
las hijas del jefe de Estado.
No quisiera ni imaginar qué pasaría si
algo por el estilo sucediera entre México y otro país, que por lo menos tendría
la ventaja de ser más grande, más rico y más moderno. Ser protectorado de una
potencia no es muy sano que digamos. Serlo de una isla empobrecida y envejecida
con menos de la mitad de habitantes que el país propio, resulta aberrante.
Algún día alguien tendrá que explicar cómo el rumbo futuro de una Venezuela
repleta de reservas petroleras, con casi 30 millones de habitantes y una
sociedad civil vibrante y organizada, se resolvió bajo las órdenes de un señor
de nombre Ramiro Valdés Menéndez, de 80 años de edad, durante años jefe de la
represión de La Habana, que llegó a México en 1955 y partió a Cuba en el Granma
acompañando a Fidel y Raúl Castro y al Che Guevara: hace más de medio siglo.
Una cosa es Juan Valdez en Colombia; otra muy distinta Ramiro Valdés en
Venezuela.
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