AMÉRICO MARTÍN 10 de enero de 2014
Si no estoy en libertad
para criticar, mis elogios carecerán de valor
Aneurin Bevan, fallecido líder del
laborismo inglés
Salvo los momentos de guerra –breves
estornudos comparados con el devenir, que por lo general terminan en diálogos o
los preparan– la condición normal del animal humano es el intercambio pacífico,
trátese del comercio, la política, el amor, la amistad o la regularización de
la enemistad. “Intercambio pacífico” es decir “diálogo”.
No tiene gracia limitarlo a los amigos
–suponiendo que los tenga– como postula desde la penumbra el inefable Diosdado
Cabello. Gracia tiene entablarlo con quienes piensan distinto, desde los
enemigos más encarnizados hasta los más tibios. Visto en términos de la
Historia, tuvo trascendencia que Churchill y Roosevelt forjaran una sólida
relación pero más la tuvo que se entendieran con Stalin, pese a considerarlo el
demonio mismo. Bien valía aliarse con el impío para combatir otro monstruo, más
inminente. Esa manera flexible de desenvolverse en la vida es lo que ha evitado
el colapso de la Humanidad. En ella reside la vital importancia de la Política
como ciencia y arte.
El sedicente gobierno bolivariano es
indefendible, en el tétrico año que se inicia los conflictos lo desbordarán.
¡Ah los conflictos! Nos hemos habituado a ellos confirmando la satánica
banalidad del mal de que habló Hanna Arendt. El animal humano tiene una agónica
capacidad de adaptación. Manipularla es el arma demoledora del totalitarismo
Acostumbrarse a Hitler era algo que nadie imaginaría.
Afortunadamente en la actualidad rige
una ley de acero: la productividad. Es el tema decidendum en los conglomerados
democráticos, convencidos de que sin producción ni libertad los gastos
desmedidos se devolverán como una tormenta negra contra sus ilusos
beneficiarios.
Perdido en las nebulosas Maduro
prefiere insistir en la ruinosa gestión que durante años ha espantado la
inversión y destruido las capacidades productivas sin crear nada, pero nada a
cambio. Esta gente no entiende que la inflación, la deuda, el desempleo y la
fuga de capitales de inversión son fenómenos estructurales propios de una
estólida política revolucionaria y no males pasajeros, obra de conspiradores
nunca descubiertos. Cuando Maduro atribuye su descomunal fracaso a la “guerra
económica” derechista, lo hace para ocultarlo a sus desanimados seguidores. No
hay tal guerra económica, lo que hay es un suicidio hijo de una fantasía en la
que ya ni Cuba parece creer.
No se trata de falta de talento, que
ciertamente marca con hierro la piel del bloque gobernante. El problema es
otro. En las entrañas del chavismo se sembró una percepción infantil de un
viejo postulado marxista, que hoy no invoca ningún gobierno de izquierda, salvo
el demente norcoreano Kim Jong-un, secretario general del partido y presidente
de la Comisión Nacional de Defensa; y más por impotencia que por maldad,
nuestro Nicolás Maduro.
Ese postulado nos dice que la lucha de
clases se exacerba con el progreso y en consecuencia no se puede dialogar con
el contrario: solo queda aniquilarlo, desaparecerlo, negarle el derecho a
existir. Pero como no vivimos en la era de la guerra fría de los años 1950 y en
cambio, así sea adornado de hipocresía, en casi todo el mundo rige un orden
jurídico internacional que invoca el respeto a los derechos humanos, resulta
difícil consolidar dictaduras a la antigua. Regímenes como los de Pérez
Jiménez, Batista o Pinochet no durarían hoy lo que un caramelo a la puerta de
una escuela. No queda pues sino tratar de encubrir los abusos autocráticos con
raídas vestiduras constitucionales. El fidelismo es una jurásica sobrevivencia.
En tal esquema no cabe el componente
civilizado natural: el diálogo, porque si la lucha es de clases, pobres contra
ricos (no me pregunten por qué los más ricos de Venezuela son los que dicen representar
a los aporreados pobres) la consecuencia viene a ser la aniquilación del otro.
Es lo que a duras penas indica Diosdado Cabello, quien no se habrá leído un
libro completo en toda su vida, pero oía arrobado al caudillo despotricar
contra fascistas y burgueses. En esa religión se formó este señor.
Venezuela –dicho sin hipérboles–
vivirá un infierno de privaciones en el lúgubre año que comienza. Para
afrontarlo, lo lógico sería reunir al país y eso pasa por un diálogo sin
renuncias banderizas. Es lo elemental. La iglesia, la oposición, sectores del
gobierno, la opinión nacional en un 80% lo entienden así, pero ahí es donde el
gobierno exhibe su estructural debilidad, acentuada por las elecciones
municipales de diciembre.
En la acera oficialista brotaron tres
posiciones en materia de diálogo. El influyente gobernador del Táchira, capitán
del ejército entre los primeros de su promoción, exhibió una postura muy
amplia: convocó a todos los alcaldes, renunció a dividirlos en bandos
enfrentados y declaró: “para mí todos representan al pueblo y por lo tanto
trabajaremos juntos”.
Animado por esa iniciativa, Maduro
dialogó con los alcaldes de oposición y convino en afrontar juntos los
problemas del país. Pero el señor Cabello, quien no oculta su rivalidad con el
presidente, lo paró en seco: “¿diálogo con los fascistas y burgueses de la MUD?
¡Jamás!” Ese desplante y el haber impuesto su reelección a la presidencia de la
Asamblea Nacional, revelan que el jaqueado gobierno no puede contenerlo. Con
Cabello y los suyos atrincherados en el poder, el país se meterá sin paraguas
en el huracán, y el deseo de cambio se convertirá en un clamor.
Unidad, diálogo y cambio democrático
serán –recordemos al gran Víctor Hugo– las refulgentes ideas a las que les
habrá llegado su momento.
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