ALBERTO BARRERA TYSZKA 19 DE ENERO 2014
El miércoles preparé una jarra de café
y me senté frente al televisor escuchar el mensaje de Nicolás Maduro ante la
Asamblea Nacional. Quería sinceramente saber cuáles eran los nuevos anuncios
económicos. Desde hace tiempo, la polarización del país ha comenzado a perder
terreno ante la inflación del país. La crisis nos recuerda que somos más
iguales de lo que parece. Todos vemos el futuro como una amenaza. No solo hay desabastecimiento
de harina, aceite, leche o papel, ya también comienza a escasear la esperanza.
Lo primero que pensé es que Maduro
necesita, con urgencia, cambiar de guionista. El tipo que le escribe sus
discursos es un infiltrado, está pagado por la CIA. No solo por algunas de sus
referencias (Nina Simone, el rey Jano, algún filósofo de apellido
impronunciable); no solo por esas palabras rebuscadas que siempre dejan perdida
alguna consonante debajo del paladar, sino sobre todo porque propone una gramática
farragosa, aburrida, una manera de decir lo mismo pero haciendo que suene peor.
Al PSUV le ha funcionado, al menos
entre sus seguidores, inventar una “guerra económica” que cargue con las culpas
del gobierno. Es una versión, menos sustentable y más fantasiosa, del bloqueo
cubano. Pero funciona. Siempre y cuando sea un discurso simple, básico. Tratar
de entrar en complejidades es un error. No es fácil explicar cómo quienes han
recibido y administrado casi 1 millón de millones de dólares ahora se presentan
como víctimas de un sabotaje económico. Es mejor seguir el libreto que explica
la historia diciendo “él es malo, yo soy bueno”. El maniqueísmo siempre será
tentador para la feligresía chavista.
Quizás por eso, cuando Maduro comenzó
a hablar de la especulación, me despegué, se me fue la cabeza hacia otro lado,
comencé a pensar en otro relato, en otro tiempo. Sucedió en octubre del año
2014. A las afueras de la ciudad de Corfú, un ciudadano le prendió fuego a una
estación de gasolina. La noticia no hubiera pasado de ahí si el hombre hubiera
sido un delincuente común, un enajenado. Pero era un pequeño agricultor que,
frente a la televisión, se declaró desesperado ante el orden mundial y la
voracidad capitalista. Una semana más tarde, en Zehnedick, al norte de Berlín,
ocurrió lo mismo, pero esta vez fue un profesor de historia quien empuñó el
fósforo. Pronto comenzaron a sumarse casos en todo el mundo. En Perú, en China
y en Etiopía. En Australia un grupo de mujeres convocó a un acto público y
organizó una fogata. En Estados Unidos, el Depa militarizó los centros de
despacho de combustible. Fue entonces cuando Paul Lafargue escribió el famoso
manifiesto que cambiaría al planeta.
Lafargue era un enigmático teórico
anarquista que se dio a la tarea de demostrar que producir y refinar un barril
de petróleo podría llegar a costar, en Venezuela, por ejemplo, un máximo de 15
dólares y que, por tanto, venderlo a más de 100 dólares resultaba una de las
perversiones más colosales de la historia salvaje de la humanidad. Fue él,
también, quien acuñó el término “aristocracia negra” para referirse a los
países petroleros que estaban desangrando al mundo. Y así empezó el gran
movimiento que pregonaba que la tierra era un bien común, que le pertenecía a
todos los hombres y que, por tanto, un capricho de la geografía no podía darles
privilegios a unos egoístas e inhumanos países ricos que manejaban el petróleo
según sus intereses. En febrero de 2015, la nueva organización mundial
liberadora expropió a todos los países de la OPEP y decretó una ley
internacional de precios justos.
Los aplausos me bajaron de la nube
narrativa y me devolvieron a la Asamblea. Maduro decía que lo estaban haciendo
muy bien. Presentaba estadísticas. Aseguraba que íbamos a ser una gran
potencia. Y el oficialismo, de pie, aplaudía jubilosamente. La imaginación de
Eljuri es una droga dura. Somos los mejores. Y seguían aplaudiendo. Como si
aplaudir fuera una medida económica. Como si aplaudir fuera una acción
revolucionaria. Como si aplaudir transformara la realidad.
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