Por Vanessa Pérez Cárdenas, 13/01/2014
Soy una “niña de clase media”. Guárdese adjetivos denigrantes, que si hay algo que ha sido depreciado y devaluado en estos últimos 15 años, es la clase media venezolana. Muchos de los trabajos asociados a las artes tienen un enfoque social. En ese meollo he andado desde hace años. Y he trabajado con gente de todos los estratos sociales.
En primer lugar, mientras estuve activa en la movida coral, se hacían numerosos conciertos comunitarios. Muchos de ellos en escuelas y en iglesias (nuestros segundos teatros). Era agradable compartir con la gente y llevar un repertorio que difícilmente podían conocer de otro modo.
Cuando aún estudiaba mi primera licenciatura, me ofrecieron un trabajo, parte de un proyecto de la difunta Orquesta Sinfónica del Zulia, en el que se hacían coros infantiles en las comunidades de menos recursos.
Me asignaron un coro en la zona oeste. Iba dos veces a la semana, en bus, con mi cuatro en la mano. Por esos días los índices de criminalidad no andaban como hoy. Tenía un coro pequeño y ensayábamos en la parte de atrás de una iglesia que me parecía estaba abandonada.
Yo no tenía mayor cuidado. No me metía con nadie, socializaba con algunos de los representantes que vivían por allí cerca, y trataba bien a los niños. Montamos algunas canciones venezolanas al unísono, pero como yo vivía muy lejos no duré mucho en eso. Era más el tiempo que tardaba trasladándome que el que ensayaba. Planteé que me dieran un coro en algún barrio cercano, pero nada. Cada vez que iba, mi madre me decía que la dejaba muy preocupada por lo que pudiera pasarme.
Un poco después trabajé en una escuela en San Rafael del Moján. Daba clases de piano, en un instrumento bastante destartalado una vez por semana. Había un chico que vivía por esas zonas rurales y tenía una familia un poco disfuncional. Vestía ropa vieja y tenía unas manos muy usadas para su edad. Recuerdo que no sabía nada de música, pero se sentaba al piano e improvisaba cualquier cosa. Disparates, pero fluidos, qué no podría hacer con un conocimiento de la armonía. Lamentablemente él no era muy constante.
También hubo una muchacha, la más constante, muy talentosa. Montó un par de estudios y un vals venezolano. Más tarde me la encontré en la universidad ¡estudiando música! Entonces se siente que el trabajo de uno sí tiene trascendencia. La escuela se disolvió por problemas políticos y no fui más hasta allá.
Luego vino el trabajo con el Sistema, que todavía ejerzo. Son muchas las zonas populares que he visitado. Los niños son increíbles, e igual de inteligentes y activos sin importar su estrato social. Y lo quieren a uno como maestro, incluso los que veo con menos frecuencia.
Es satisfactorio poder enseñar algo valioso a estos niños, algo que les servirá, recordarán y probablemente atesorarán por el resto de sus vidas. Muchos de ellos se mueven en medio de peligros, de malas influencias y delincuentes, pero ahí están, haciendo música. Y lo mejor es que entre ellos no hay resentimientos de clase, ese “tú eres rico y yo pobre” o viceversa.
Hace unos días me invitó un amigo a tocar con su coro, en una barriada por Milagro Norte. Barriada de paredes de lata y caminos de arena. Cuando le conté a mis padres, prácticamente me regañaron. Pero, si las condiciones están dadas, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué negarles un pedacito de esa calidad de vida que da el arte?
Negarse a visitar los barrios es un retroceso en nuestra cultura. La inseguridad ha aumentado considerablemente, y es la gente que vive en esos lugares la que más sufre. Y sufren porque hay muchísima gente honesta que sólo le alcanza para vivir allí.
Creo que el gobierno de los últimos quince años ha contribuido a aumentar los resentimientos entre las clases. La envidia del pobre, la paranoia de la clase media y del rico. La agresión se manifiesta físicamente en muros, cercos eléctricos, y no estoy pretendiendo decir que dicha agresión sea unilateral, esas cosas se colocan porque efectivamente hay robos, atracos a mano armada, etc.
Cuando hago música, las barreras desaparecen y a lo mejor, aquel que pudiera generarme la mayor desconfianza en la calle, resulta que está ahí, y estamos compartiendo. Dejar de compartir con el barrio, sería dar razón de que las clases no pueden convivir y perpetuar la relación agresiva que predomina hoy en nuestro país. El arte también es un arma de integración.
http://sicsemanal.wordpress.com/2014/01/13/compartir-con-el-barrio/
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