Escribiendo desde Cuba
Ayer me ha llamado un amigo. Estaba nervioso. Alrededor de su casa la policía hacía una intensa “limpieza”. Razones tenía para tanta alteración, pues este jubilado sin pensión vive de una antena parabólica ilegal con la que suministra servicio televisivo a varias familias. Así que cuando las fuerzas del orden se ponen muy estrictas, mi amigo tiene que cortar cables, esconder el plato y dejar de ganar las cuotas que le abonan por esos días. Un verdadero desastre económico para él. Siempre que oye sobre la celebración de una cumbre internacional, un encuentro con invitados extranjeros o alguna visita de dignatarios de otro país, comienza a temer por su negocio. Sabe que a cada uno de esos eventos le corresponde una razia policial hecha con celo e intransigencia.
Cuando Benedicto XVI visitó la Isla, centenares de mendigos, prostitutas y disidentes fueron “sacados de circulación”. La empresa telefónica Cubacel también hizo su parte cortando el servicio a medio millar de usuarios en todo el país. Ahora se nos viene encima la segunda Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) que sesionará a finales de enero en La Habana. Ya se aprecian camiones repletos de macetas, con plantas que apenas las regarán durante dos semanas y que se ubicarán en las principales avenidas. En algunas calles céntricas lo andamios se levantan con pintores de brocha gorda que colorean las paredes agrietadas y ennegrecidas. También retocan las señales del tránsito en la ruta por donde pasarán los invitados y hasta las viejas vallas desconchadas son sustituidas por otras.
Se le ha advertido a esa Habana clandestina y oficialmente “impresentable” que debe estarse quieta, muy quieta. Los pordioseros están siendo recluidos hasta que pase la Cumbre, los proxenetas avisados de que mantengan controlados a sus chicas y chicos, mientras miembros de la policía política visitan las casas de los opositores. El mercado ilegal está también en jaque. “Tranquilos, tranquilitos”, repiten los policías en tono amenazante, sin dejar nunca por escrito su notificación. Así que mi amigo ha empezado esta mañana a desconectar sus equipos y me ha vuelto a llamar para asegurarme que los días 28 y 29 de enero no piensa poner ni un pie en la calle. “¡Qué va! Yo no tengo ningunas ganas de dormir en un calabozo” me dijo, antes de colgar el teléfono y guardar a buen recaudo la antena.
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