Por Antoni Traveria 30
diciembre, 2013
Fue detenido hasta en cuatro ocasiones
y privado de libertad durante casi 15 años en total, hasta 1985. En su
condición de rehén de la dictadura cívico-militar, sufrió largos periodos de
aislamiento en la cárcel de Punta Carretas –desde 1994, convertida en centro
comercial– de la que se fugó en dos ocasiones.
José Alberto Mujica Cordano, al que
sus compatriotas llaman el Pepe, es el presidente de la República del Uruguay
desde hace tres años. La vida le llenó de cicatrices, de las que habla sin
rencor, sin queja alguna.
Opina que «el odio no construye un
carajo», pero que no hay que olvidar el pasado. Necesita acariciar la tierra
todos los días, estar cerca de sus raíces. Su perra mestiza, con una pata
amputada, de nombre Manuela, no se separa de él cuando está en casa. Vive en el
campo, en una austera chacra en la zona rural de Rincón del Cerro, a 20
kilómetros de su lugar de trabajo en Montevideo. Una granja humilde donde
cultivan flores y hortalizas junto a su compañera –como gusta llamarla él–, la
senadora Lucía Topolansky. Compartieron militancia guerrillera tupamara y
también ella estuvo en la cárcel, 13 años. Los razonamientos transgresores de
este atípico presidente, su filosofía de vida, su sencillez, le hacen distinto
a cualquier otro en su posición.
Tal vez sean esas las cualidades que
le han convertido, a sus 78 años, en todo un fenómeno universal en las redes
sociales. El sol ya se ha levantado hace poco más de un par de horas. Pepe
Mujica recibe a Más Periódico en exclusiva, en su chacra, con su inseparable
mate.
–Sus
palabras acostumbran a tener repercusión; mucha gente, de todas las edades, le
elogian a través de las redes sociales.
–Europa fue durante mucho tiempo el
epicentro de todas las ideas de renovación, de cambio, de sociedades más
justas, de respeto a los derechos humanos. Todo en el marco de un gigantesco
cataclismo, porque nada cayó del cielo. También está la otra Europa. Como decía
Antonio Machado, una España de charanga y pandereta con el contraste de otra
España, la de las ideas y la cultura. Hay una parte de juventud que trata de
cultivar esperanza y caminos de cambio. Ven una América Latina generosa. Da la
impresión de que el pensamiento de izquierdas se está refugiando en América
Latina. No tenemos mucho para teorizar, pero estamos realizando formidables
experimentos de carácter social. Ya no nos creemos que podemos tocar el cielo
con la mano, ni que construir una sociedad más justa y más libre es cosa de una
sola generación.
–Tal
vez haya ahora menos utopías que cuando usted era joven.
–El partido es ahora muchísimo más
largo. Los cambios materiales, las relaciones de propiedad ni siquiera son lo
más importante. Lo fundamental son los cambios culturales y esas
transformaciones conllevan muchísimo tiempo. Aun aquellos que no podemos
comulgar filosóficamente con el capitalismo estamos rodeados, cercados de
capitalismo en todos los usos y costumbres de nuestras vidas, de nuestras
sociedades. Nadie escapa a la tupida malla del mercado, a su tiranía. Estamos
en lucha por la equidad y para amortiguar por todos los medios las vergüenzas
sociales. No nos olvidamos que tenemos que aplicar políticas fiscales que
ayuden a repartir, aunque sea parte del excedente que se produce en la
sociedad, a favor de los más desfavorecidos. Los sectores propietarios dicen
que no hay que regalar pescado a la gente, que hay que enseñarles a pescar;
pero cuando les destrozamos la barca, les robamos la caña y les sacamos los
anzuelos, hay que empezar por darles. Si queremos incorporarles a la sociedad
no tiene vuelta.
–Hay
una parte importante de esas nuevas generaciones que están buscando su futuro,
pero cuesta mucho encontrarlo.
–No tengo certidumbre de que me vayan
a dar un poco de pelota, pero a los jóvenes de hoy quiero decirles que las
personas aprendemos mucho más del fracaso y del dolor que de la bonanza. La
Europa rica se va a tensar inevitablemente. En la vida personal y en la vida
colectiva se puede caer una, dos o muchas veces, pero la cuestión es volver a
empezar. Aquel que no logre crearse su mundillo de felicidad con pocas cosas,
con sobriedad –no quiero usar la palabra austeridad porque en Europa la
prostituyeron dejando a la gente sin trabajo en nombre de lo austero–, me
refiero a vivir liviano de equipaje, a no vivir esclavizado por esa renovación
permanente consumista que es una fiebre y nos obliga a trabajar, a trabajar y a
trabajar para poder pagar cuentas que nunca terminan. No es una apología de la
pobreza, es una apología de la sobriedad, de los límites que uno tiene que
fijarse para pelear por la libertad.
–No
es fácil conseguir esa libertad.
–Ser libre es tener tiempo para hacer
aquellas cosas que a uno lo motivan. Esto que aparentemente parece tan
sencillo, tan brutalmente sencillo, es lo que con más frecuencia olvidamos. La
vida esclavizada para comprar, comprar y comprar elimina la libertad de la
persona para estar con los amigos, para el amor, para pescar si uno tiene esa
afición, ¿qué sé yo? Para estar bajo un árbol. Usamos el concepto libertad en
un sentido francés de revolución, muy grandilocuente. La libertad hay que
bajarla a la tierra.
–Su
intervención en la última Asamblea General de Naciones Unidas removió conciencias.
–Estoy seguro de que un presidente
africano que estaba en la mesa me entendió todo lo que expresé. Creo que muchos
entendieron mis palabras. Entender no quiere decir poder salir de la telaraña.
Es otra historia. No creo que la presa que está atrapada esté contenta con
estar ahí, pero el caso es que lo está. Esa es la cuestión. Por eso este
fenómeno del capitalismo no es sencillo de resolver. La renovación necesita
escuela de pensamiento, pero también escuela de vida. Los intentos de crear
sociedades socialistas con la idea de poder hacer desaparecer la explotación
del hombre por el hombre han adolecido de un defecto que no podíamos saber. No
se pueden construir edificios socialistas con albañiles capitalistas. Sobre
todo con capataces, con directores de obra que sean capitalistas. No se puede.
De aquí el valor que tiene la cultura.
–El
gran problema en América Latina siguen siendo las desigualdades sociales.
–La vida es demasiado hermosa y hay
que procurar hacer las cosas mientras la sociedad real funciona, aunque sea
capitalista. Tengo que cobrar impuestos para mitigar las enormes desigualdades
sociales; y al mismo tiempo no puedo caer en el conformismo crónico de que
reformando el capitalismo voy a alguna parte. Debo intentar otra cosa distinta;
pero evitar la colisión, porque el choque es sacrificio humano. No se puede
estar 30 o 40 años planteando la palabra revolución y que la gente tenga
dificultades para comer. No podemos sustituir las fuerzas productivas de un día
para otro, de la noche a la mañana ni en 10 años. Son procesos que necesitan la
coparticipación de la inteligencia. Hay que dar batalla en el seno de las
universidades para la multiplicación del talento humano. Pero, al mismo tiempo
que peleamos por transformar el futuro, hay que hacer funcionar lo viejo porque
la gente tiene que vivir. Es una ecuación difícil. El desafío es bravo. Hay
quienes todavía siguen con lo mismo que decíamos en los años 50 del siglo
pasado. No se han hecho cargo de lo que pasó en el mundo y por qué pasó. Siento
como mías las derrotas que tuvo el movimiento socialista. Me enseñan lo que no
debo de hacer. Pero eso no significa venirme a tragar la pastilla del
capitalismo a estas alturas de mi vida.
–Hay
quienes se refieren a usted calificándolo como «el Presidente pobre».
–Les respondo con la definición de
Séneca: «Pobres son los que precisan mucho». Es al revés, pobres son ellos.
Coincido con el concepto liviano de equipaje de Machado, no estar esclavizado
por las cuestiones materiales, y además tengo 78 años. ¿Qué sentido tendría que
me pusiera a juntar plata a estas alturas del partido? Sería un viejo
demencial, estúpido e idiota. Lo que recibo trato de compartirlo todo lo que
puedo porque, además, la vida se me está escapando. Si pudiera amortizar
algunos años de vida tal vez otro gallo cantaría, podría ser distinto, pero
pasé casi 15 años con ciertas incomodidades por querer cambiar el mundo.
–Después
de ese largo periodo de aislamiento en la cárcel, entiendo que habrá coincidido
con funcionarios, militares e incluso con alguno de los verdugos que le
infligieron torturas.
–Muchos. Cantidades. ¡Me los banco [me
los trago]! De no ser ellos habrían sido otros. Eran producto de un sistema. Yo
no estoy para cobrar cuentas personales. Esto no quiere decir perdonar u
olvidar; esas son cosas del fuero interno de cada uno. Cada ser humano es como
un solecito del sistema planetario, están los hijos, los familiares. En una
visión global del país tengo que tratar de amortiguar en lo posible la resaca
que ha quedado como consecuencia del pasado. La mochila de los recuerdos se
carga atrás y se camina hacia delante, porque de lo contrario no se puede
vivir. Hay deudas que no se cobran en este mundo y, por tanto, trato de
convivir con cada cual por su vereda. No hay que olvidar el pasado porque el
hombre es el único animal capaz de tropezar varias veces con la misma piedra,
pero la vida siempre es porvenir. La dictadura dejó cuentas dolorosas pero el
odio no construye un carajo.
–El
rey de Holanda les ha dicho a sus conciudadanos que el Estado del bienestar se
ha terminado.
–¡Está loco! Se está mintiendo a sí
mismo. ¡Qué bárbaro! Uno va por Europa y sabe que hay problemas, pero yo quisiera
que nuestros países americanos pudieran vivir en el estado de crisis que tienen
ustedes. Tienen sociedades desarrolladas con una masificación de cosas. ¡Miren
a África, miren al sur del Sáhara! Hay que agrandar un poco más el alma al
medir las cosas. ¡No sean hipócritas!
–En
la última década se han producido cambios muy significativos en el ejercicio
del poder político en muchos países de América Latina.
–Ya nunca más Brasil volverá a ser lo
mismo que fue antes de Lula. Aún con versiones más de izquierdas y otras más
centristas; en América Latina en estos momentos vamos todos juntos, incluso con
las derechas, por primera vez en nuestra historia. Si tiramos demasiado con la
mano izquierda corremos el riesgo de alejarnos de la mano derecha, y eso nos debilita
como continente. No llega más rápido el que anda más apurado, sino el que
camina más firme. Los más débiles no tenemos otra alternativa que juntarnos y
más cuando tenemos tantas cosas en común. El portugués es un castellano más
dulce. Si te lo hablan despacio, se entiende. Así que tenemos un parentesco muy
hondo. Tenemos una lengua en común y tenemos lo que fue la influencia de la
iglesia católica en todo el continente. Soy ateo, lo debo reconocer, pero la
Iglesia católica ha matrizado [moldeado] toda América Latina. Tenemos nexos
mucho más fuertes que los que pueda tener Europa, dividida en sus viejas
repúblicas y naciones. Para terciar en ese mundo de gran dotes hay que
construir sus homólogos.
–A
la cumbre iberoamericana en Panamá excusaron su asistencia hasta 12 presidentes
y tampoco pudieron alcanzar un acuerdo para elegir a un nuevo secretario
general al finalizar su gestión el uruguayo Enrique Iglesias.
–Es un uruguayo español. Un hombre
excelente. Estuve a punto de ir, pero decidí no acudir porque no había consenso
para alcanzar un acuerdo sobre el nombre del sustituto. Es ridículo que no nos
podamos poner de acuerdo en estas cosas. ¡El chovinismo nos hace un mal
terrible! El nacionalismo de los débiles es una herramienta progresista, pero el
ultranacionalismo de los fuertes es un peligro.
–¿Está
en crisis el sistema de cumbres?
–Hemos caído en una hemorragia de
encuentros presidenciales. Las cumbres están bien pero deberían tener una
jerarquía y un producto final. De lo contrario, lo único que hacemos es dar
trabajo a las cadenas hoteleras y a las agencias de viaje, pero perdemos el
tiempo maravillosamente. Hay que cuidar un poco más los recursos públicos. Ha
habido un cierto abuso de encuentros, cumbres y cumbrecitas. Más si tenemos en
cuenta las herramientas de comunicación de que disponemos hoy.
–Dice
el tópico que cuando al otro lado del río de La Plata se resfrían, ustedes
tienen pulmonía. Las relaciones con Argentina andan revueltas.
–Las relaciones son complejas porque
nos queremos mucho, y fundamentalmente nos quieren ellos. Más ellos que
nosotros a ellos. No es mi caso personal. Soy un aficionado a la historia y,
tal vez por eso, soy un francotirador contracorriente en mi país. Siempre
defendí a muerte la relación con Argentina. Deben de haber unos 300.000
uruguayos por lo menos en Argentina, y no son dis-criminados. Pasan
desapercibidos, como si fueran argentinos. Desde el punto de vista de la
economía, la sociedad argentina es enormemente gravitante con Uruguay. No es
solo por el comercio, es mucho más importante la inversión inmobiliaria que
hacen a lo largo de toda la costa porque les encanta venir al Uruguay. Entre el
70 y el 80% del turismo que viene aquí es de origen argentino, y les
retribuimos. Para nosotros ir a Buenos Aires es como ir a la gran ciudad, es
como ir a París o a Barcelona.
–Los
últimos años tienen ustedes el frente abierto con la industria papelera. Y da
la impresión que el problema está enquistado.
–Siempre tenemos algún que otro
conflicto. Argentina está en un modelo que le impuso la crisis del 2001 y las
consecuencias que le comportó. Es muy proteccionista, muy cerrada, muy poco
previsible. Eso nos crea problemas. No es que los finlandeses sean santos, vienen
a ganar mucha plata y esta planta de acá es la que produce más barato, mucho
más que las que tienen en Finlandia. Pero son inteligentes, cuidan y protegen
el medio ambiente mucho más que nosotros porque son conscientes de que si
pudren el río, están condenados. Son capitalistas desarrollados sin ser
benefactores. Tampoco lo somos nosotros, siempre les mascamos algo. No damos
puntada sin hilo.
–Calificó
usted de «terca» a la presidenta Cristina Fernández…
–Si Cristina no fuera terca y dura, en
Argentina se la llevan puesta. Pelea y pelea. La entiendo perfectamente. Menos
mal que tiene ese carácter. ¡Es brava la Argentina!
–¿Cómo
conoció a su esposa, la senadora Lucía Topolansky?
–¡Disparando! ¡Disparando! Andábamos
disparando por el monte. (Sonríe) Lo que supera la realidad de lo que pueda
pensar cualquier novelista es que Lucía fuera la encargada de ponerme la banda
presidencial. Cuando fui senador me tocó investir al primer presidente de
izquierdas del Uruguay y después, mi compañera Lucía, al ser la senadora más
votada, tuvo que investirme a mí. Ahora empezamos a estar ya un poco pasaditos
de años…
–Le
queda prácticamente un año de mandato. ¿Qué no ha podido cumplir de lo que
había comprometido ante los ciudadanos?
–Uno no sabe dónde está exactamente el
poder. Si es un señor que está en un banco o el que maneja la tasa de interés.
Hemos contribuido a fundar una universidad en el interior, teníamos otra idea
mucho más grande pero no la pudimos concretar. Queríamos mucho más para la
educación, aunque vamos a seguir en la lucha hasta el último día de mandato,
que nadie tenga dudas.
–Uruguay
será el primer país latinoamericano que permitirá el consumo de marihuana y
dejará por tanto de ser delito. La controversia está servida.
–En alguna ocasión he dicho que la
única adicción sana es la del amor. Las otras son como una especie de plaga: el
tabaco, el juego, el alcohol… Todas ellas son legales pero son puro veneno.
Blanquear el consumo de 30 gramos de marihuana por persona, como expresa la
ley, permite eliminar las redes clandestinas del narcotráfico con este
producto. Si criminalizamos la marihuana les estamos entregando el negocio a
los narcotraficantes. La ley conllevará el control de la producción y de la
venta de cannabis. Piense que un tercio de los presos que tenemos en Uruguay lo
son por cuestiones relacionadas con las drogas. La violencia se da por el
mercado negro y lo que pretendemos con esta ley es combatir el narcotráfico,
que nadie piense que esto va a ser un viva la Pepa. Queremos regular su venta
en farmacias y, por tanto, tener control sobre el consumo. Sabemos que lo que
se ha hecho hasta hoy no ha dado resultado. Entiendo a quienes se muestran
contrarios a nuestra propuesta, pero veamos los resultados de esta experiencia.
–¿Cuál
es su definición de lo que conlleva gobernar, ahora que ha tenido oportunidad
de vivirlo?
–En el sentido más profundo es posible
que gobernar sea luchar por hacer evidente lo pre-evidente, mirar muy lejos.
Eso tiene un precio: no ser entendido, no ser acompañado, no ser comprendido.
Es natural que la gente esté preocupada por su hoy inmediato. La gente quiere
ganar más, quiere vivir mejor, es parte del modelo y de esta etapa de la
civilización. Hay otra discusión que tiene que ver con el despilfarro, porque
así como vamos no hay para todos. Convengamos ese sentimiento real de que la
gente quiere ganar más y gastar más, lo que comporta que hay que tensar y
desarrollar más a este sistema. Ahí aparecen los fantasmas, las
contradicciones. Muchos quieren vivir mejor de lo que ya viven, pero sin
contribuir en nada.
–Han
tenido también ustedes problemas con algunos medios de comunicación
tradicionales, como les ha ocurrido a otros presidentes de la izquierda
latinoamericana.
–Toda la vida en Uruguay el presidente
repartía las licencias de radio y televisión con el dedo. A nosotros se nos
ocurrió consultar y abrir un proceso democrático de méritos. ¡Lo que hicimos!
Lo cierto es que lo que digan determinados medios no me preocupa. Ya les
conozco. El problema que me puede crear a mí el diario El País (el de Uruguay)
es si algún día está de acuerdo y me elogia; sería señal de que ando mal.
–¿Está
usted siguiendo el debate soberanista planteado en Catalunya?
–La cuestión de la unidad ibérica
nunca estuvo resuelta del todo. En el pasado fue la bota militar de Castilla y
claro, eso no resolvió el encaje de todas las comunidades. Hay que acentuar en
todo lo que se pueda la autonomía pero no en la pulverización, que creo que es
para peor. Estuve el año pasado en Galicia y en el País Vasco, tengo pendiente
visitar Catalunya.
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