Escrito por Trino Márquez (sociólogo) Jueves, 30 de Enero
de 2014
@trinomarquezc
El discurso de Nicolás Maduro en la
Asamblea Nacional fue vaporoso y anodino. Estuvo muy por debajo de las
expectativas que el país se había creado. Tal como lo señaló el comunicado de
la MUD, evadió los grandes problemas económicos
nacionales: la deplorable situación de PDVSA y de las empresas de Guayana,
la escapada del dólar paralelo, el fracaso del control de cambio y el control
de precios como anclas para defender las reservas internacionales y
someter la inflación, la escasez y el
desabastecimiento, el subsidio desmedido a la gasolina, el fracaso de las
empresas confiscadas y reestatizadas para elevar la producción y la
productividad, el déficit fiscal, las fallas eléctricas. Su intervención
parecía la de un gerente de personal o de administración de una empresa: fulano
de tal ahora desempeñará (de nuevo) tal cargo y perencejo, tal otro; este
organismo se fusionará con aquel, y ese con el de más allá. Kafka podría haber
incluido esa pieza oratoria como soporte de El proceso, extraordinaria
descripción de la incuria burocrática.
¿Por qué fue tan insípida su alocución
si 2014 no es un año electoral y el costo político de tomar medidas duras,
aunque inevitables, sería relativamente bajo, y dispondría de suficiente tiempo
para recuperar su imagen para las elecciones legislativas de finales de 2015?
¿Por qué no encaró los verdaderos nudos críticos del aparato productivo
nacional con proposiciones concretas y viables? Una razón podrá hallarse en su
vieja formación ideológica en la Liga Socialista, frente legal de la entonces
proscrita Organización de Revolucionarios (OR), desprendimiento del MIR de los
años sesenta. Maduro fue un aguerrido militante marxista que se nutrió del
pensamiento del Che Guevara en la Cuba de los 70, cuando el culto al
Guerrillero Heroico causaba furor en la isla.
Otra causa se relaciona con el
equilibrio de fuerzas entre marxistas ortodoxos y socialdemócratas pragmáticos
dentro del Gobierno y el PSUV. Maduro se ve obligado a moverse como un
equilibrista entre esas dos facciones. La primera reclama un socialismo más
estatista, más colectivista y más apegado al canon leninista-maoísta. La
segunda posee un tinte más pragmático. Entiende que China giró de Mao a Deng,
no porque el Gran Timonel al final de sus días hubiese sido un viejo verde a
quien le gustaba retozar en su amplia habitación con jovencitos de ambos sexos,
sino porque su tozudez anticapitalista y antimercado condujo al gigante
asiático a la ruina más ominosa. Esta ala pareciera que desea impulsar cambios
que pongan la economía a tono con los desafíos impuestos por la globalización,
pero no consigue el respaldo decisivo del nuevo jefe de la revolución, quien
sólo militarizó los organismos económicos con la esperanza de que los
uniformados eviten llegar al colapso total y con el propósito de comprometerlos
con el fracaso, cuando este ya sea inevitable (como ocurrirá si sigue los
consejos de Giordani).
La razón más importante por la cual el
discurso fue tan etéreo reside en la presencia fantasmal de los hermanos Castro
y el nexo tan fuerte que lo une a los cubanos. Maduro no es el secretario ideológico del PSUV. A pesar de su apego al
Che y a Chávez, su reto no consiste en lograr que el socialismo marxista
mantenga la pureza en Venezuela, sino en preservar el poder, llegar a 2019 sano
y salvo, y entregarle la banda presidencial a un compañero de partido o
conservarla él mismo. Para lograr estos objetivos tan terrenales está
convencido de que necesita la ayuda de los cubanos y la asesoría de ese par de
mentes diabólicas encarnadas en Fidel y Raúl Castro.
Esa asesoría cuesta mucho dinero
medido en barriles de petróleo. El país, especialmente la oposición, sabe que
el subsidio a los tiranos es gigantesco y que si se suprime, los recursos
liberados servirían para estabilizar las cuentas fiscales. No habría necesidad
de aplicar una terapia de choque. Esta verdad la conoce también Maduro, por eso
no se atreve a adoptar las medidas que pondrían en orden las cuentas internas.
El pueblo no entendería por qué tiene que sacrificarse, mientras el Gobierno
les regala el petróleo a los ancianos dictadores. A la oposición le daría
poderosos argumentos para la denuncia y el ataque. La subordinación a los
Castro opera como una camisa de fuerza que inmoviliza al Gobierno y lo arrastra
a actuar por inercia, sin capacidad para tomar decisiones autónomas. Apenas se
atreve a anunciar unas medidas de políticas cambiaría que en nada corrigen los
desajustes existentes.
Venezuela volverá ser Independiente
cuando se libere del yugo de Cuba.
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