Américo Martín 24 de enero de 2014
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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“Nuestras armas tienen que ser la garantía de
cualquier acuerdo. Es un tema estratégico que no vamos a
discutir”
Manuel Marulanda (en tiempos idos)
Manuel Marulanda (en tiempos idos)
Sé que ya no se usa mucho la voz
“cachaco” para identificar al bogotano culto, liberal, elegante en el vestido y
la expresión y dado a usar casaca. Pero si alguien decidiera retomarla, le
aconsejo que mire a Juan Manuel Santos.
Acaba de soltar con insigne suavidad
una declaración que a muchos les ha parecido inaceptable.
- Espero
ver –ha dicho- a los jefes de las FARC en el Congreso.
Álvaro Uribe, el líder que puso en el
brasero la organización militar de las FARC, podría sentir que Santos estaba
arruinando sus indudables logros contra la célebre organización fundada en 1964
por Manuel Marulanda, no obstante haber sido Juan Manuel su ministro de la
defensa y mejor intérprete en la guerra que Uribe declaró contra los
irregulares, y llevó a la victoria. Enfrentó con las armas empuñadas a aquella
organización que bien pudo ganar la guerra e instalar en Bogotá una revolución
dura, similar al fidelismo en La Habana y al sandinismo en Managua.
Una peligrosa resignación parecía
haberse apoderado de los gobiernos democráticos de Colombia frente a los
colosales avances de los faristas, más todavía después de la activa ayuda que
comenzaron a recibir del presidente Chávez. Los presidentes Belisario Betancur,
Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana habían incluido
en su agenda la negociación de paz con las agresivas huestes de Marulanda.
Nadie llegó más lejos que Pastrana en
ese rocoso camino. Seguía siendo muy escarpada la cuesta para entenderse con
una organización tan complicada como las FARC, pero en un país como Colombia
aparecen con frecuencia rendijas que reabren posibilidades.
Las vastas concesiones de Pastrana a
las FARC no le depararon el éxito esperado porque el Secretariado de Manuel
Marulanda no estaba interesado en la paz. Y no lo estaba debido a que el enorme
desarrollo de su ejército y la debilidad de los gobiernos colombianos le
hicieron creer que podía ganar la guerra. No era cuestión de cambiar todo el
poder por algunas ventajas arrancadas al presidente.
¿Para qué negociaba entonces?
Obviamente para obtener ventajas parciales, consolidarse en los 42 mil km2 de
Caguán y ganar respetabilidad internacional.
-
¿Lo engañó Marulanda?, le preguntan al presidente Pastrana.
-
A mí no. Engañaron a Colombia
Y se engañaron ellos mismos -pudo
agregar- dado que si la operación les dio ciertos logros materiales, arruinó su
crédito político. Sobre semejante declive, construyó Uribe -con respaldo
popular- la política de derrotar a plomo cerrado a las FARC y el ELN. El
cachaco Santos podrá llevar mal o bien las conversaciones, pero su punto de
partida es el éxito militar de Uribe
La diferencia entre Iván Márquez y
Marulanda reside en que éste, persuadido
de su victoria, rechazó deponer las armas en tanto que aquel descubrió que la
insurrección carece de futuro; la lucha legal es lo posible. Lo que quisiera
Márquez es sacar lo que pueda del diálogo de paz para revestirse de legalidad,
participar en las elecciones y … acceder
al Congreso.
En sus Memorias, Kissinger remacha
obsesivamente que las negociaciones deben hacerse desde posiciones de fuerza,
como, a diferencia de Pastrana, lo está haciendo Santos. La posición de fuerza
la logró Uribe; la audaz y novedosa negociación, Santos. Lo que algunos no
entienden bien es por qué diablos están enfrentados en lugar de sostener una
granítica unidad en función de la anhelada fortaleza de Colombia.
Es un asunto de liderazgo, sin duda.
Son en la actualidad las figuras más poderosas del país y obviamente ya no
piensan de la forma que lo hacían cuando Uribe estaba al mando. Uno se opone a
continuar la negociación bajo el ruido de las armas y el otro ha puesto su
futuro en ella. Si ese barco naufraga, Uribe será el hombre necesario; si sale
bien de la borrasca, Santos se asegurará otro período y sin duda el liderazgo
principal.
-
Espero verlos en el Congreso, declaró Santos para ilusionar al otro lado
de la mesa de negociación y alentarlo a perseverar.
Lo que no ve, o si lo ve no tiene más
remedio que afrontarlo porque recoger velas sería un desastre, es la reacción
de los terceros, los colombianos, los
deudos de ataques faristas, los que quisieran borrar para siempre cincuenta
años de muerte y destrucción.
¿Qué dirán las víctimas de la horrenda
conflagración, los secuestrados con sus vidas destruidas, al ver entrar a las
FARC en el Capitolio, monumento nacional
a un costado de la Plaza Bolívar donde Gaitán sacudía a los colombianos con sus
oraciones? No entrarán porque lo diga yo, mascullará Santos. Decidirán los electores y el prestigio de las FARC está
en el subsuelo
Es la incógnita que flota sobre este
complejo diálogo, cuyo norte es enterrar la guerra. ¿Qué puede uno decir? ¿Es
factible? ¿Es posible? No lo sé ni creo que muchos puedan asegurarlo.
Sin embargo no debe olvidarse que
Colombia tiene el raro privilegio de no haber suspendido jamás sus procesos
electorales ni abolido sus instituciones democráticas aún bajo la sombra siniestra de las
diabólicas guerras que la han estremecido desde la década de 1840.
Es un caso único en Hispanoamérica. Y
aunque también lo sea la larga confrontación bélica protagonizada tan
brutalmente por las FARC y otras fuerzas, es saludable recordar lo de las
rendijas, que en Colombia podrían aparecer
cuando menos se las espera.
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