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miércoles, 29 de enero de 2014

Salir del reino de la desconfianza

Ysrrael Camero enero de 2014

Hemos de partir de los datos. En Venezuela durante 2013 la inflación superó el 56%. En el mercado paralelo –con el que funciona el noventa por ciento de la economía– la moneda vale menos de una décima parte de lo que publica el gobierno como tipo de cambio oficial. Esto significa que la capacidad adquisitiva de la moneda se ha reducido a menos de la mitad en un año.

Una economía destruida sistemáticamente por una política gubernamental que privilegia el control social por encima de la gestión depende cada vez más de las importaciones. Estructuralmente, la destrucción productiva ha hecho a la sociedad cada vez más dependiente, con menos autonomía vital. La economía venezolana depende casi integralmente de unas exportaciones petroleras menguantes a pesar del alto precio del crudo en el mercado internacional, y el venezolano depende cada vez más del Estado que se sirve de él en vez de prestarle servicio.

Más de veinte mil venezolanos fueron asesinados durante 2013, en su gran mayoría hombres jóvenes de los sectores populares. La escasez de alimentos y de medicinas, derivada del quiebre productivo, de las importaciones bloqueadas por falta de divisas y de la persecución gubernamental contra productores y distribuidores ha llegado a niveles equivalentes a una economía de guerra, superior al 20%.

Esta crisis ha repercutido en la movilización social, más de cuatro mil protestas registró el Observatorio Venezolano de la Conflictividad Social durante el año, incrementándose la frecuencia de las mismas durante el último trimestre. Cerca de mil ochocientas protestas fueron expresión de la lucha por derechos laborales y más de un millar por demandas de seguridad ciudadana, participación política, derecho a la justicia.

Estos datos deben ser vistos desde una perspectiva global. No estamos en presencia de movimientos periféricos de una breve coyuntura crítica, al contrario, hay un proceso sistemático de transformación impulsada de manera voluntarista desde el gobierno para acabar con cualquier forma de autonomía en la sociedad, en su vida económica, en su acción social y, finalmente, en su capacidad política. La crisis es sistémica y, por ende, solo podrá ser superada con un cambio en el funcionamiento del poder en la sociedad, en resumen, se hace imprescindible un cambio político.

Contra una percepción generalizada hemos de afirmar que la sociedad no se ha mantenido inerte en medio de este año crítico. Lo que es evidente es que las protestas no han estado articuladas, no ha habido una coordinación efectiva entre ellas, ni se ha producido una vinculación que conecte estas protestas concretas con una demanda de cambio político nacional. ¿Qué factores han impedido este salto cualitativo?

Cierto es que el gobierno, en su vocación totalitaria y su pretensión explícitamente hegemónica, insiste en subsumir la protesta social como parte integral del lenguaje del mismo sistema que pretende imponer, inhibiendo cualquier rasgo alternativo y disonante. Muchos actores colectivos evitan que sus protestas sean percibidas como una crítica central al funcionamiento del poder, ya que perciben que eso evitaría la reivindicación efectiva. Eso es un correlato de un problema más profundo, que tiene en este prurito “antipolítico” una expresión concreta.

Debemos prestar atención a un factor generalizado que ralentiza las posibilidades efectivas de que una crisis económica y social se convierta en un necesario cambio político: la desconfianza como la actitud central con la que los venezolanos nos relacionamos entre nosotros. Se ha implantado en la sociedad una actitud de salvación individualista, sectorial, un miedo a trabajar articuladamente, colectivamente.

La expansión de la violencia ciudadana, la desaparición del espacio público, la decadencia de los espacios simbólicos comunes, así como una respuesta de búsqueda única de la salvación individual o a lo sumo de la propia familia, son expresiones de una crisis de confianza en las relaciones interpersonales, expresión de que ha venido desapareciendo también una narrativa común que nos ubique como actores sociales, como parte de un proyecto colectivo en transformación. Nadie confía en nadie, eso lleva a ser cada vez más una sociedad de “individuos aislados en masa” que bloquea la construcción comunitaria y abre paso a la expansión de cualquier proyecto de carácter totalitario.

El miedo, la desesperanza, la frustración, ha llevado a muchos a la búsqueda de un escape individual, de una salvación personal que implica darle la espalda a cualquier esfuerzo colectivo. La generalización de esta actitud sería la derrota de la República, el derrumbe del proyecto democrático, es el deshilachar de la narrativa de la comunidad nacional, una comunidad histórica que une pasado-presente-futuro. A esto hemos de responder con esperanza y con densidad.

Donde reina la desconfianza no hay capacidad para la acción colectiva. La agenda es completa y compleja, reconstruir la República implica retejer una narrativa común, reivindicar lo público, que la confianza interpersonal nos permita activar colectivamente, que con la esperanza se destierre el miedo que nos ha aislado.

Somos depositarios de un legado colectivo, seremos responsables de que ese legado llegue enriquecido a las nuevas generaciones. Es aquí donde la relación entre conciencia histórica y conciencia política muestra su vigencia, una narrativa que nos explique la conformación de la comunidad que somos nos ayudará a reflexionar sobre la comunidad que queremos construir. Esta conciencia histórica es una vacuna contra el escape individualista.

Finalmente la esperanza es el mejor tratamiento contra el miedo y la apatía, correlatos de esta desconfianza. Esta ha de ser labor central de los nuevos alcaldes electos el 8 de diciembre, la reconstrucción del espacio público, contribuir a la recreación y densificación de las redes sociales comunitarias, volver a sembrar confianza en la ciudadanía, empezando por la interpersonal para terminar en la institucional. He aquí el camino para enriquecer el legado que nos fue entregado, volver a confiar en el otro permite la acción colectiva, con ésta se construye el cambio político imprescindible para que los proyectos personales, familiares, tengan cabida y puedan ser potenciados colectivamente en el seno del proyecto republicano democrático.


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