Por Michael
Penfold, 22/09/2015
Venezuela
avanza hacia unas elecciones legislativas que son, en sí mismas, singularmente
mayúsculas. Todo está en juego. No importa quién gane, hay algo que está
escrito: quien pierda puede llegar a desaparecer políticamente.
Para la
oposición, perder implicaría un colapso. Para el chavismo, perder implicaría
resquebrajar su hegemonía.
Es curioso que
unas elecciones legislativas tengan esa connotación en un país tan
profundamente presidencialista, pero lo cierto es que nuestra realidad no tiene
cabida para los tonos grises y será difícil no mover el péndulo. Algunos
prometen negociación y otros clemencia, pero el resultado será más radical
porque son muchos los intereses que pudieran ser afectados.
El país va a
unas elecciones en un ambiente político descompuesto, con líderes de oposición
sentenciados, con intelectuales asediados por los tribunales, con una economía
extinguida y con una población en fuga. También con un chavismo atrincherado. Y
aunque el país requiera otra cosa (espacios de encuentro, diálogo, prosperidad,
empleo, justicia social, probidad), estas elecciones prometen atizar todavía
más las heridas que nos afligen.
La población
parece cansada y el futuro se borra ante la abrupta caída de los precios
petroleros. La sociedad descubre que la crisis no sólo es económica, sino
también de liderazgo. Pocos políticos saben interpretar el cambio. Y mientras
la población exige que Empresas Polar y PDVSA convivan bajo un mismo modelo o
que se flexibilicen los controles privilegiando la protección social, las
respuestas son la guerra económica o la simple promesa de más
mercado. Mientras la gente quiere que suban el precio de la gasolina pero que
aumenten los subsidios al transporte, la respuesta es posponer lo evidente o
justificar lo absurdo. Mientras la gente quiere más producción y menos
regulaciones innecesarias (así prefieran las colas antes que quedarse sin
acceso a los alimentos básicos si se realiza un ajuste), unos hablan de un
pasado reciente que es imposible de reeditar y otros repiten lo difícil que
sería semejante transformación.
La sociedad se
quedó sin intérpretes ni referentes. Ahí estamos. Todos quietos. Esperando el 6
de Diciembre.
Pero estos
comicios también son singulares porque los votos van a ser traducidos en
puestos legislativos de una forma altamente desproporcional: los resultados
nacionales no necesariamente reflejarán los mismos resultados en número de
curules. Y todo se debe a las características del sistema electoral.
Un voto en
Petare, por ejemplo, pesa mucho menos que un voto en Tucupita a la hora de
elegir a un diputado. Ésa es la realidad intrínseca de un sistema electoral
deliberadamente diseñado para favorecer las zonas menos habitadas, porque para nadie
es un secreto que Venezuela posee uno de los sistemas electorales menos
proporcionales de toda la región.
En la elección
de la Asamblea Nacional, 14% de los puestos que son asignados no lo serían bajo
un mecanismo perfectamente proporcional, así que es un sistema que privilegia a
distritos rurales y zonas urbanas con baja densidad poblacional (lo cual es un
factor que no lo hace menos democrático pero si mucho menos representativo).
Sólo un país como Ecuador (marcado por una gran presencia indígena, así como
por una franja montañosa que divide geográficamente al país) tiene una
realidad electoral más sesgada hacia la sobrerrepresentación de distritos menos
poblados que la nuestra. Y la realidad que plantea esta ingeniería
electoral hace que las encuestas nacionales (aquellas que dan una clara
victoria a la oposición) no siempre ayuden a esclarecer todo lo que está
pasando en los 113 distritos en donde los partidos deben competir para ganar
las elecciones: 87 distritos nominales, 23 distritos por estado que son
proporcionales y 3 nominales para las comunidades indígenas.
Y, para
complicar todo aún más, también hay otra realidad: la política, un elemento que
complica predecir el resultado. El chavismo, históricamente, ha ganado con
mayor margen en los distritos menos poblados, que son precisamente esos que
pesan más a la hora de sumar el número de diputados. Por esa razón la
oposición tiene que hacer un esfuerzo mucho mayor que el chavismo, tanto en la
obtención de votos como en la defensa de esos votos obtenidos.
Al chavismo le
basta con proteger sus distritos seguros y obtener en promedio un 48% de la
votación nacional para asegurar la mayoría simple. La oposición, en cambio, sin
ganar los distritos históricos del chavismo tendría que obtener en promedio un
53% de los votos en el resto de los distritos para poder obtener la mayoría de
la Asamblea Nacional. Es curioso, pero con ese mismo porcentaje el chavismo
obtendría la mayoría calificada. La oposición, en cambio, necesita más del 56%
de los votos para alcanzar las dos terceras partes de la Asamblea.
El punto es
simple: la oposición necesita ganar con un margen mucho más significativo que
el chavismo para asegurar cualquier triunfo, tanto el de mayoría simple o
calificada. Y sólo el chavismo está en capacidad de preservar la mayoría
simple, aún perdiendo la votación nacional.
Y ése es el
verdadero sesgo del sistema electoral: un sesgo que surge de la combinación de
la desproporcionalidad del sistema con el fuerte patrón de votación del
chavismo en las zonas rurales. De modo que es equivocado creer que todo es
producto de la ingeniería electoral, como han afirmado algunos analistas.
También hay una realidad política evidente que la oposición tiene que abordar y
no puede desconocer.
Si la oposición
quiere ganar, tiene que adentrarse electoralmente en la Venezuela profunda o
dejar que el voto castigo opere en esas zonas pero al tiempo que asegura una
plataforma logística para proteger el voto en aquellos distritos que hasta
ahora le han sido ajenos. Ése es su único blindaje. Un blindaje que conllevaría
a disminuir la verdadera posición de fortaleza del chavismo. Y eso no depende
de las encuestas, sino de su propia capacidad de organización.
Es cierto que
hay un cambio que el gobierno no puede desconocer. Y ese cambio radica en las
preferencias de los electores. Las encuestas muestran un gran descontento en
contra del gobierno, un malestar causado fundamentalmente por la alta
inflación, la escasez y las colas: un voto castigo explicado por variables
económicas. Hay evidencia estadística de un deslave y de ahí que sea el
gobierno quien probablemente pierda las elecciones, pero no que sea la
oposición quien las gane.
La percepción
negativa es tan elevada que es lógico suponer que la distribución de ese
descontento pudiese llegar a ser similar a lo largo de todos los distritos
electorales, incluso en aquellos tradicionalmente chavistas. Y este nuevo
panorama que se refleja en la opinión pública puede hacerle muy cuesta arriba
al gobierno remontar las elecciones. Los cálculos que han hecho colegas como
Francisco Rodríguez Caballero son ciertos: con base en los resultados de las
ultimas encuestas, aún ganando el chavismo sus distritos seguros, la oposición
obtendría la mayoría calificada de la Asamblea Nacional.
Pero también es
válido pensar que en cualquier elección los recursos políticos (es decir: tanto
la maquinaria electoral como esos trucos a los que son tan dados los partidos
que ejercen un poder excesivo) serían suficientes instrumentos como para
reducir la diferencia y controlar políticamente semejante debacle.
Y ésa es la
mayor esperanza de los operadores del chavismo.
No obstante, el
margen en la opinión publica luce tan amplio y tan altamente desfavorable para
el gobierno, que utilizar esos recursos podría ser insuficiente. De hecho, con
la caída en la intención de voto del chavismo en las ultimas encuestas de
agosto (donde los votantes seguros bajan a 36%), el número de diputados en
manos de la oposición pudiese continuar creciendo.
Hay quienes
piensan que se debe esperar unos meses, pues lo mejor del chavismo aparece
cuando está desplegado en campaña.
De acuerdo: las
campañas electorales del chavismo han logrado mantener e incluso remontar
diferencias muy grandes. Basta recordar el referéndum del 2004, la segunda
reelección de Chávez en el 2012 o las elecciones municipales del 2013. Pero
también habría que decir que todos esos triunfos se dieron en momentos de
recuperación de los precios petroleros, algo con lo que no se cuenta en la
actualidad.
El chavismo
tendría que mejorar su desempeño en la intención de voto en las encuestas en 12
puntos porcentuales y ganar sus distritos históricos para revertir el triunfo
de la oposición. No es impensable un cambio de escenario electoral, pero eso
hoy luce complejo. En las pasadas elecciones municipales El Dakazo logró
ese efecto. Y el gobierno ha estado probando con diversos temas: la guerra
económica, la crisis fronteriza y los bachaqueros, aunque de forma infructuosa.
El efecto de la contracción económica parece devastador y sólo una promesa
creíble de rectificación por parte de chavismo podría salvarlos de una
potencial derrota, pero eso es algo que Maduro no ha estado dispuesto a
impulsar.
Hay otros temas
que deben preocupar a la oposición. Las mismas encuestas que revelan su triunfo
dejan ver que su voto no es muy duro y que los electores no están muy motivados
a salir a votar por una oferta opositora porque tampoco la encuentran creíble.
Es interesante
señalar que el grupo de chavistas que están más motivados a salir a votar a
sabiendas de que pueden perder es más grande en comparación con la proporción
de los votantes opositores que prefieren quedarse en casa, sabiendo que pueden
ganar. Y estos datos revelan una crisis de liderazgo y la incapacidad de los
opositores para hacer llegar un mensaje a los sectores que se autoperciben como
independientes y que en algún momento creyeron en el proceso bolivariano, pero
que ahora están defraudados ante la corrupción, la ineficiencia económica y la
magnitud de la caída del ingreso.
Y el reto de la
oposición es atraerlos. De lo contario, pueden quedar desmovilizados o migrar
hacia una tercera fuerza electoral. Hasta ahora las diferencias en las encuestas
entre la oposición y el gobierno son tan significativas que estos riesgos que
parecieran estar mitigados no dejan de ser preocupantes.
El país está
buscando un cambio, pero no quiere otra revolución.
En estas
elecciones la población parece estar dispuesta a darle un voto castigo al
madurismo por su mal desempeño económico: restringirlo, obligarlo a rectificar
y abrir así los espacios de convivencia ciudadana. Y ese cambio va a estar
convulsionado.
Las elecciones
legislativas son un punto de inflexión histórica tanto para el chavismo como
para la oposición. Aunque es imposible predecir con exactitud los resultados de
estos comicios, por primera vez la oposición tiene una oportunidad real de
controlar uno de los poderes públicos. Sin embargo, aunque llegue a ser
mayoría en la Asamblea, será minoría entre el resto de los poderes.
Tan sólo un
resultado electoral que conlleve a una mayoría calificada lograría romper el
cerco institucional, precipitando una crisis constitucional en Venezuela. Con
una mayoría simple, aunque una parte de los grupos políticos quieran negociar
con el chavismo algunas reformas políticas y económicas, no dejará de ser un
ambiente caldeado por los extremos de ambos bandos.
Es muy probable
que el chavismo intente desconocer esa nueva realidad electoral a través de su
férreo control sobre el Tribunal Supremo de Justicia. En ese caso,
continuaremos en un contexto altamente polarizado, acentuándose la crisis
política y la crisis económica. Es en ese escenario cuando el desborde social
se terminará de convertir en una amenaza y la ingobernabilidad será un signo
permanente.
Tampoco es
descartable que la presión internacional aumente, obligando al país a entrar en
un proceso de negociación y amnistía política que conduzca a profundas reformas
y a una nueva etapa de convivencia nacional.
La intensificación
del conflicto luce a estas alturas inevitable y la misma tiene profundas raíces
en un modelo de gestión administrativo que es ineficiente y en un modelo
económico que es inviable.
El chavismo no
puede salir de su propio laberinto sin una profunda rectificación y sin una
apertura democrática. En su defecto, tendrá que acelerar su arremetida
autoritaria. Después de la muerte de Chávez, la base política del PSUV
ciertamente quedó con un héroe, pero también quedó sin liderazgo. Ni individual
ni colectivo. Y ese liderazgo es vital para impulsar un cambio económico con un
sentido de continuidad social. Y esa misma base política hoy está prácticamente
desasistida ante el tamaño de la crisis actual.
La oposición
enfrenta otro tipo de disyuntiva: si pierde, se divide; es una lucha
existencial; pero si gana la mayoría en la Asamblea Nacional, entonces deberá
gestionar la amenaza de precipitar un referéndum revocatorio a cambio de
concesiones legales y constitucionales. En este caso tendrá que armonizar grupos
con intereses y horizontes temporales muy diversos, pero entonces se hará
evidente otro cariz de la política: el cambio se jugará en la calle y todos
(chavistas, independientes, opositores) tendrán que enfrentar las presiones
sociales que supone una crisis económica que va a continuar profundizándose.
Tomado de:
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