Por Marco Negrón
La deriva del régimen
durante los últimos meses, incautando el derecho democrático más esencial, la
elección directa, universal y secreta de los representantes populares, y la
truculenta mutilación de las competencias de su expresión más acabada, la
Asamblea Nacional, han terminado por despejar cualquier duda respecto a su
verdadero carácter: el de una autocracia ambigua, que aunque conserva todavía
vestigios democráticos, tiende cada vez más a ampliar y profundizar los
componentes tiránicos y represivos.
Lo anterior ha llevado a
algunos sectores radicales a plantear que se trata de un contexto en el cual ya
ninguna iniciativa distinta al desalojo inmediato de esa oligarquía tiene
sentido. Esta, lamentablemente, es una visión de la realidad no sólo maniquea
sino incluso suicida, como si de un duelo a última sangre se tratara donde
solamente la muerte de uno garantiza la supervivencia del otro con la peculiaridad
de que nada más uno de los duelistas está armado.
Por si algo faltaba, la
experiencia del año que acaba de concluir demuestra que la muerte súbita del
régimen no está en el horizonte y que, si es cierto que ha demostrado carencia
total de interés y de capacidad para rectificar, acabar con sus abusos y
desatinos exige el diseño de políticas más complejas y sin duda más
sofisticadas e incluyentes.
En materia urbanística, que
es el área de interés de esta columna, los radicales seguramente considerarán
que la formulación de planes y propuestas es un ejercicio inútil cuando no
vulgar colaboracionismo, sobre todo si surgen de autoridades locales no
alineadas con el régimen en cuanto es evidente que este hará de todo para
abortarlos.
Ese riesgo, sin embargo,
atañe a la forma convencional de planificar. Hace ya medio siglo Giulio Carlo
Argan sostenía la tesis según la cual “el plan no es el proyecto de una acción
futura sino un actuar en el presente según un proyecto”, añadiendo: “vale la
pena observar que el plan ejerce su influencia sin estar sujeto al consumo”.
Hoy, en contextos de alta conflictividad como el venezolano, hay que entender
el plan como un proyecto generado desde la ciudadanía más que desde las
autoridades que pone en evidencia lo que se debe hacer para transformar la
ciudad, pero para ello hay que movilizarse… siguiendo un plan.
El embrión del celebrado
Plan Estratégico de Barcelona maduró en el contexto de una dictadura tan
cerrada como la franquista gracias a las actuaciones de los llamados
movimientos sociales urbanos, una miríada de iniciativas ciudadanas que fueron
minando las bases del régimen y prepararon el advenimiento de un orden (y no
sólo de una ciudad) diferente, radicalmente democrático y con importantes
niveles de participación.
En un país como Venezuela,
con uno de los índices de urbanización más elevados del mundo pero también con
uno de los más elevados de exclusión (cerca del 60% de la población viviendo en
asentamientos informales, con carencias críticas en materia de equipamientos y
servicios urbanos esenciales) la lucha por el derecho a la ciudad debe ocupar
un lugar central en el esfuerzo por alcanzar una sociedad moderna e incluyente,
independientemente del desinterés de la oligarquía hoy instalada en el poder.
Que las fuerzas de la
alternativa democrática cuenten con una importante cuota de los poderes locales
en toda la nación es un extraordinario activo que debe ser dirigido al logro de
las transformaciones estructurales que la circunstancia histórica demanda, lo que
exige reenfocar el plan como proyecto de acción ciudadana concertada más que
como lineamientos burocráticos. Será necesario regresar sobre el tema.
17-01-17
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