OPUS DEI 14 de enero de 2017
Es
necesario que nos cuidemos, porque el esfuerzo del día a día nos
desgasta, y necesitamos rehacernos. Existen, a grandes rasgos, dos
tipos de cansancio: el físico y el psicológico[1].
Están entrelazados, porque la persona humana es una unidad de cuerpo, mente y
espíritu.
Por
eso, un tipo de cansancio suele influir en el otro, y agudizarlo, generando
pequeñas –o no tan pequeñas– espirales de fatiga: quien
está físicamente agotado percibe que la cabeza y el corazón no le responden, se
le embotan; y quien padece cansancio psicológico, fácilmente somatiza esa
fatiga: la sufre en forma de dolencias o desgaste corporal que acentúan su
cansancio interior.
Esta
segunda espiral es especialmente sutil, y conviene prestarle atención, porque
podría pasar desapercibida a quien la padece, y a quienes le rodean. Sin
aprensiones, es necesario verla venir; la mejor cura es la prevención,
y hay dificultades en la vida que no se deben a la falta de entrega o
de interés sino, fundamentalmente, al cansancio.
Aquí
algunas herramientas:
Aprender
a no agotarse
Hay
circunstancias de la vida que pueden desgastar especialmente, sobre todo
porque habitualmente se deben hacer compatibles con el curso normal de las
demás cosas: la enfermedad de un familiar, el nacimiento de un nuevo hijo, un
período especialmente exigente en el estudio o en el trabajo, una acumulación
de problemas de distinto orden…
Esas
situaciones, sobre todo si se alargan, requieren defender tiempos o modos de
descanso, aunque sean pequeños, para evitar que el desgaste deje un rastro
duradero o se convierta en cansancio crónico.
El apoyo de
quienes rodean a una persona en esta situación es decisivo, pero también lo es
su prontitud para pedir ayuda, porque a veces los demás pueden no
ser conscientes de la medida en que algo le está agotando.
La
primera y mejor manera de descansar, pues, es aprender a no cansarse excesivamente,
a no agotarse; y para eso es necesario dejar momentáneamente en manos de otros
la primera línea del frente, aunque pueda costarnos. Esto no significa
escatimar esfuerzos ni volverse rígidos: significa simplemente reconocer
los propios límites, y también, a veces, desprenderse un poco de los
resultados de nuestro trabajo.
La
sabiduría popular aconseja no dejar para mañana lo que podamos hacer hoy,
porque es un hecho que a veces retrasamos decisiones, gestiones, iniciativas,
por simple pereza de acometerlas.
Sin
embargo, tan importante es leer esta frase del derecho como del revés; junto a
la diligencia para hacer las cosas, es bueno decirse también: “deja para
mañana lo que no puedas hacer hoy”; no cargues el hoy de
más de lo que puedes hacer, y no dejes para mañana el descanso que necesitas
hoy.
Por
eso, a la hora de asumir tareas, es importante distinguir la
disponibilidad –actitud de servicio, de apertura a lo que nos puedan pedir– de
una responsabilidad excesiva, por la que intentamos responder a más de lo
que realmente podemos abarcar.
En
esto, como en todo, conviene dar con un equilibrio; no se trata de
hacerse impermeables a los imprevistos, frecuentes en la vida de todos los
días, pero tampoco de dejar –en la medida en que podamos evitarlo– que la vida
entera sea un gran imprevisto.
Leer
los signos de cansancio
Es
necesario aprender a leer, en nosotros y en los demás, los signos del
cansancio. No todo el mundo se cansa por los mismos motivos, ni con los mismos
tiempos. Pero los síntomas tienen parecidos: bajan las defensas de la
personalidad, y las limitaciones del carácter se hacen más salientes.
Una
persona cansada tiende a ver las cosas con más pesimismo del que le es propio:
quien habitualmente es de talante optimista, por ejemplo, reaccionará con una
apatía extraña en él. A quien tiene una tendencia a preocuparse se le
multiplicarán los motivos de inquietud, paralizándole, y habrá que ayudarle a
ver que en ese momento no ve las cosas con objetividad. Quien quizá es
habitualmente manso reaccionará con una brusquedad que quizá en otro sería
simplemente un rasgo habitual del carácter.
Si una
persona tiene a su lado, en esos momentos de cansancio en los que la vista se
nubla un poco, una mano amiga que le aconseja con atención, sin paternalismo,
procurando ayudarle a conocerse, irá aprendiendo a leer ella misma los signos
de su cansancio, y a descansar o a pedir un cambio de ritmo antes de agotarse.
Una
muestra de amistad fina es ayudar a los demás, enseñarles con simpatía –sin
condescendencia, poniéndose a su lado–, a decir que no a ciertas peticiones,
sin cargarse por ello de remordimientos; a descartar proyectos que se les
puedan ocurrir, si no es realista acometerlos; a aplicar la proporcionalidad y
dejar quizá algunas cosas menos acabadas de lo que querrían; a ver que, más
allá de lo que tienen entre manos en ese momento, o de los nuevos frentes que
se les ocurren, está su deber de descansar.
En las
últimas décadas se han hecho cada vez más frecuentes los casos de burnout (estar
quemado) o estrés profesional, que suelen
afectar a profesionales de áreas de servicio: médicos, enfermeras, profesores,
sacerdotes…
Se
trata de personas que viven con pasión su profesión –porque no hay nada tan
apasionante como dedicarse a servir a otras personas– pero que se ven
arrolladas por las constantes demandas que reciben desde fuera y desde dentro:
como le sucede a un cable eléctrico que recibe tantas señales de sus múltiples
conexiones, que acaba por quemarse.
Los
tres signos del burnout son el sentimiento de vacío, el
agotamiento y la sobrecarga. Para prevenir estas situaciones, y
ayudar a tiempo, conviene prestar atención a las características de las
personas: es proclive al burnout quien tiene rasgos de
hiperresponsabilidad, perfeccionismo, inseguridad, autoexigencia; quien tiene
unas expectativas irreales.
Medir
las propias fuerzas
Existen
personas muy atentas y capaces a las que cuesta mucho decir que no a
determinadas peticiones: a veces prefieren ocuparse de una tarea, aunque vean
que no tienen tiempo o energías para acometerla, a disgustar o quedar mal con
una negativa.
Otras
veces la asumen porque saben, no por presunción sino porque les consta, que pueden
resolver el asunto mejor que otras personas.
También
hay quien, porque es sensible a los problemas de los demás, tiende a cargar con
demasiados de ellos; o quien, porque tiene una mirada atenta y profunda a los
detalles, no logra concluir las tareas, de modo que se le amontonan, formando
una montaña que le agobia.
Unos y
otros quizá miden mal sus fuerzas, y les sucede como a un carro sobrecargado:
de poco sirve la potencia de los caballos si los ejes del carro se deforman por
el peso; si en un primer momento logran girar, acabarán por deformarse o
romperse.
Entre
quienes se toman en serio su trabajo suele darse, en mayor o menor medida,
alguno de estos rasgos; y se puede producir a veces un efecto perverso que
acentúa el cansancio: cuando uno raramente da su negativa, y procura trabajar
bien, los demás tienden a pedirle más favores; algunos, porque se aprovechan de
su buena fe; otros, porque no son conscientes –a veces no pueden serlo– de la
carga que arrastra.
Cuando
el cansancio empieza a hacerse notar, esta persona estalla quizá, o responde
con enfado, irritada con el mundo, para el asombro de los demás: como cada cual
sabía únicamente del favor que le había pedido, y solo ella llevaba el peso del
conjunto, su reacción les resulta incomprensible.
En el
trabajo es necesario distinguir la generosidad de la prodigalidad, por la que
uno da más de lo que debe, y se incapacita para seguir dando: el presente no
tiene que hacernos perder de vista el futuro, también el más cercano.
El
ambiente de trabajo
Conviene
prestar atención también al ambiente laboral o la institución: cómo
se distribuyen las tareas, cómo se descansa, cuáles son los incentivos o
recompensas, cómo es la formación permanente del personal.
El
descuido en estos aspectos ambientales, o la tendencia a dar excesivas
responsabilidades a personas jóvenes, sin dedicar tiempo a la formación
adecuada, o sin hacerles notar lo positivo que hacen, es un factor de riesgo.
No
solo el exceso de trabajo puede provocar un burnout: lo desencadena
también su escasez, o el hecho de que no se encuentre sentido al trabajo,
porque uno se siente inútil, o percibe que no se valora su trabajo.
El
sentido, además, es algo que debe crecer dentro de cada persona: no basta con
recordarlo sin más desde fuera, como no bastan muchas veces unos golpecitos de
ánimo en la espalda.
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