Alberto Barrera Tyszka 12 de febrero de 2017
La
sigla oculta al verdugo.
Esas
letras, tan exactas como impersonales, pueden ser un espejismo. Pueden servir
para que no veas el rostro del agresor, para que no sepas quién te roba, para
que no conozcas el nombre de tu violador. La sigla oculta al verdugo y legitima
su crimen.
El
tránsito del poder se expresa en el lenguaje. El nombre del Presidente también
se ha devaluado. El mismo se ha encargado de restarle valor a sus propias
palabras. Nicolás Maduro pierde día a día su significado. Pierde el sentido
pero también pierde la voz. Ya no suena como antes. Es un Presidente que se ha
dedicado a ser cada vez menos. Ha renunciado a sí mismo, a su posibilidad de
ser Nicolás Maduro. Ha ido relegando sus funciones, sus deberes. Primero en los
militares, ahora en Tareck El Aissami. Su nombre no tiene la misma fuerza. Ya
no asusta a nadie. Tampoco convence a nadie. Nicolás Maduro: dos palabras que
parecen estar desvaneciéndose. Cada vez con más frecuencia, están asociadas a
una praxis insólita, absurda. ¿Qué se puede pensar de un Presidente que se
ocupa de un animar un programa musical por la radio, mientras su país padece la
inflación más alta del planeta?
El
nombre de Nicolás Maduro se ha gastado muy rápidamente. Ya ni siquiera funciona
bien a la hora de denominar a un dictador. Es tan chambón que no calza
demasiado bien con ese título. Ya se presta más al chiste que al miedo. La
casta que nos gobierna parece haberse quedado, provisionalmente, sin un eje en
el lenguaje, sin un nombre único, claro. ¿Quién manda? En realidad, no lo
sabemos. ¿Quién nos somete? ¿Quién destruye a la democracia y despoja a los
ciudadanos de cualquier experiencia de poder? Aparentemente, nadie. Solo una
sigla. Te ese jota.
Letras
que no dicen nada y que lo dicen todo. La sigla es supuestamente aséptica.
Independiente, inmaculado, incuestionable. Actúa con la solemnidad del orden
para destruir el orden. Su eficacia reside en la pureza de su violencia. Ni
siquiera tiene rostro. Peor aún: es el rostro de la justicia. Esa es su
máscara. Este martes 7 de febrero, en la apertura del año judicial, así habló
la sigla: “La gestión judicial es una construcción colectiva en la que
magistrados y jueces dan su aporte ordinario y extraordinario para lograr las
metas y objetivos planteados con templanza y mística para servir de la mejor
manera a nuestra nación”. Es una voz llena de palabras huecas. Ni siquiera
hacen ruido. Es el vacío.
Y, sin
embargo, durante todo el año 2016, el TSJ se dedicó a rechazar, cancelar,
suspender o prohibir, la democracia, el ejercicio del poder decretado por el
pueblo en las últimas elecciones. “En un año —según asegura el abogado Gustavo
Linares Benzo— se anularon más leyes que en 200 años”. La sala Constitucional
se ha transformado en una banda de sicarios judiciales. Reciben instrucciones
del gobierno y ejecutan de inmediato acciones en contra de cualquier propuesta
que no haya sido aprobada por la élite oficial. Hay que vencer el espejismo de
las siglas para no olvidar a los verdugos. Detrás de la sigla hay funcionarios
concretos, nombres que se están prestando para esta masacre. Los escribo:
Gladys Gutiérrez, Arcadio de Jesús Delgado, Carmen Zuleta de Merchán, Juan José
Mendoza, Calixto Ortega, Luis Damiani, Lourdes Benicia Suárez. Los leo. Los
pronuncio. Los repito. No quiero olvidarlos. Hay otra historia distinta a la
historia oficial, un relato que no es el relato de los poderosos. Hay también
una historia ciudadana, popular, que se tiene que seguir contando, que no puede
olvidar a los infames y traidores de este tiempo.
El
periodista Eugenio Martínez, especialista de alto calibre en la investigación y
análisis del sistema y de los procesos electorales en el país, explica la
compleja y perversa relación de sentencias y acciones entre el TSJ y el CNE
para ir minando la alternativa de electoral y la existencia de los partidos
políticos en el país. Es la danza macabra de las siglas. La tiranía institucional
que permite un control del poder aun sin liderazgo. Chávez vive, la mafia
sigue.
La
naturaleza institucional de la dictadura tiene que estar, de entrada, en
cualquier escenario de negociación. El punto de partida está corrompido. La
sigla no es legítima. La sigla es la expresión más clara de la violencia de los
privilegiados en contra de la mayoría de los venezolanos. Si no hay un nuevo
Tribunal Supremo de Justicia, no hay diálogo posible. No hay futuro. No hay
país.
Alberto
Barrera Tyszka
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico