Por Willy McKey
Dulbi Tabarquino tiene 16
años. Todavía no ha tenido oportunidad de votar. No parece una agente
infiltrada por alguna estrategia opositora, sino una adolescente que estudia en
Guarenas y que podría graduarse de bachiller este año. Forma parte de los
invitados a esta emisión del programa dominical que ocupa los fines de semana
del presidente. Está nerviosa. Se nota porque comienza diciendo “Buenos días”
cuando ya ha pasado el tiempo en su silla como para tener que decir “Buenas
tardes”. El presidente hace una pequeña broma. Se esfuerza por mostrarse
jovial, cercano. Dentro de la retórica de las últimas dos décadas, es lo que
debe intentar parecer un presidente. Sin embargo, Dulbi Tabarquino no puede
parecer sino ella misma: una adolescente que estudia en el Liceo Benito
Canónico.
Debió prevenir que algo se le
pondría en contra cuando la jovencita dijo que su asignatura preferida era
Matemáticas. Alguien que sabe sacar cuentas también sabe despejar incógnitas y
consigue la manera de resolver problemas. Una vez más no lo vio venir: a su
orden de “Pásenle un micrófono a Dulbi”, Nicolás Maduro empezó una batalla de
la cual no podría salvarlo ningún escapulario retórico.
—Presidente, el [liceo] Bénito
Canónico necesita mucha ayuda de usted y del gobierno bolivariano y
revolucionario de Venezuela, ya que tenemos problemas con la infraestructura,
nos han robado muchas veces, ahorita no tenemos portón…
El presidente intenta
interrumpirla. Alza la voz. Su micrófono está apagado y la única voz que se oye
en directo es la de la joven Tabarquino. Es necesario interrumpir la denuncia,
pero no se oye lo que dice el presidente, al menos hasta que el micrófono
recoge el audio de ambiente y se escucha la pregunta interruptora: “¿Dónde
queda ese liceo?”.
Y toda pregunta que no se hace
por una duda legítima siempre puede volverse en contra cuando la respuesta es poderosa:
—Aquí abajito… aquí abajito.
La respuesta pone en evidencia
la candidez de Dulbi. Será imposible adjudicar esto a una maniobra de imperio o
la politización de una tragedia. Era una niña aprovechando la oportunidad de
hablar con el hombre que hoy representa a ese Estado que no los escucha ni los
acompaña. Su respuesta “Aquí abajito” puso en evidencia que quienes han
desplegado todo el aparataje comunicacional que hizo posible emitir una
transmisión en vivo desde Guarenas no conocen los problemas de la comunidad, no
saben dónde están parados.
Y a veces en la política ése
es el único requisito: saber dónde estás parado.
Los aplausos de los presentes
intentan distraer la denuncia, convertirse en un salvavidas y disolverla en el
ruido. No lo logran. Menos cuando el hambre hace su aparición en la voz de
Dulbi:
—También necesitamos nuestro
comedor, porque tenemos cuatrocientos cincuenta estudiantes que no tenemos ni
desayuno ni almuerzo en el liceo.
La dinámica que ha llevado
esta conversación se transforma en un balde de culpa que está a punto de
volcarse encima de él. De nuevo se nota en el presidente la urgencia por
interrumpir. Y una vez más prefiere el riesgoso recurso de la pregunta hueca:
—¿Pero por qué no lo tienen?
De pronto, a través del canal
del Estado, acabamos de ver que el Presidente de la República le devuelve una
pregunta a una adolescente, como si la denuncia le pasara por encima. Sin
embargo, esa falla grave en el sistema público educativo que testimonia el
fracaso del modelo a apenas unas calles de ahí está a punto de mutar
(nuevamente) en respuesta poderosa:
—Porque nos suspendieron el
sistema hace como dos años. Nos suspendieron el sistema del comedor.
La tercera pregunta hueca (es
decir: que espera una reacción específica y no proviene de una duda legítima)
ya resulta en una estrategia retórica que pretende sacudirse la culpa, hasta el
extremo de hacerle creer a la víctima que es culpable de su desdicha:
—¿Y ustedes qué han hecho?
—Hemos hecho las solicitudes,
pero no hemos tenido respuesta.
—No se pueden quedar en la
solicitud. Ustedes se tienen que movilizar. Ir a la calle. Que se sienta su
palabra, ¿me entiendes? Y conquistar su derecho…
Movilizarse. Ir a la calle.
Conquistar su derecho. Eso dijo.
El Presidente de la República
acaba de decirle a una niña que seguir los canales regulares es inútil. Acaba
de decirle que su gran error fue no poner en evidencia, mediante alguna
manifestación en la calle, las fallas del gobierno que él preside. Acaba de
reconocer el fracaso de la burocracia revolucionaria un domingo por la tarde.
Luego intenta reparar su
extravío hablando de autogestión, de conucos, de espejismos. No sabe reaccionar
cuando una nueva respuesta confirma que Dulbi y sus compañeros ya hicieron su
tarea. Que son ellos quienes han fallado. Que aquí ya todos han hecho lo que
les tocaba, menos ellos, menos los suyos. Sin embargo, hubo una pregunta hueca
más:
—¿Qué le hace falta a la
infraestructura, además de pintura?
—La azotea se está cayendo.
Una parte del techo tiene un hueco y se está cayendo.
—Eso es una tarea para el
viceministro Carlos Vieira. Váyase en este mismo momento con los estudiantes y
con la directora de la unidad educativa y me traen un informe ahorita mismo,
ya, antes de terminar el programa.
Ante lo inútil del mandato,
por lo menos que parezca que alguien manda. Nicolás Maduro intenta
arrancar un nuevo simulacro: que parezca que algo pasa, para que no pase nada.
Asigna una tarea. Escoge al indicado. Pretende. Intenta. Parece. Y ahí fue
cuando Dulbi Tabarquino hirió de muerte al espejismo de la eficacia
revolucionaria.
—Ya entregamos el informe
donde decimos lo que necesitamos en el liceo. También necesitamos luces,
necesitamos pupitres porque a veces somos muchos los estudiantes y no tenemos
suficientes pupitres. Necesitamos el comedor, de verdad, porque eso nos ayuda.
Ya muchos estudiantes se nos han desmayado en el liceo. ¡La seguridad! Que es
muy importante que no sólo ayuda al Benito Canónico sino a las personas de Rosa
Mística, a la comunidad y a los diferentes liceos que están cercanos también…
Ella sabe dónde está parada. Y
no iba a desaprovecharlo.
Dulbi Tabarquino no trataba de
ridiculizar al Gobierno. En sus palabras es evidente que cree que podrían hacer
algo. Ha hecho todo esto para darles una oportunidad. Otra oportunidad. Sin
embargo, con apenas esta última intervención y antes de que le retiraran el
micrófono, ha logrado resumir cada uno de los fracasos del modelo que le quedan
cerca de su vida.
Y entonces la confesión final
del fracaso:
—Yo lo que lamento de esto es
que haya tenido que venir para acá para yo saber esa verdad.
¿Cuál es la verdad que
desconocía Nicolás Maduro, el principal vocero de la revolución, de todas
cuantas le hizo saber Dulbi? ¿No sabía que hay niños desmayándose de hambre en
los planteles? Pues ahora será imposible esconderlo y ya llegó hasta su plató
televisivo. ¿No sabía que desde hace dos años un liceo en Guarenas no tenía
comedor? Debe haber algunos otros, de modo que lo que sigue a enterarse es
sencillo: se busca al responsable y se le exige que ponga el cargo a la orden.
¿No sabía que la matrícula escolar es un número por encima del inventario de
pupitres? Pues que preste más atención: Dulbi le dijo que eso pasa sólo a
veces. Es probable que esos días en que los pupitres sí alcanzan es porque sus
compañeros están en colas por comida. ¿No sabía que el país entero está oscuro
apenas el sol se va? ¿Desde cuándo no sale de su círculo privadísimo de
informes y reportes aparentemente llenos de vacíos?
Hay que tener cuidado con
estas preguntas, porque también podríamos estar ante un calco retórico. Hugo
Chávez Frías, su antecesor, logró durante mucho tiempo evadir la culpa y
lanzarla río abajo, donde viceministros y directores se encargan de esconder
los fracasos de las políticas.
Sin embargo, en ese último
lamento presidencial hay una falacia evidente: no tenía que llegar hasta esa
niña de Guarenas para “saber esa verdad”. Tenía que haber gobernado para evitar
que una catástrofe se convirtiera en la única verdad alrededor de Dulbi
Tabarquino, una niña de 16 años que nunca ha votado en ninguna de las
elecciones que forman parte de su biografía, pero que empieza a tener razones
para movilizarse, ir a la calle, conquistar sus derechos. En fin: seguir el
consejo que le dio el presidente un domingo en la tarde, cuando reconoció el
fracaso de todo, de tanto.
08-02-17
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