Por Golcar Rojas, 08/02/2017
Ella entra despacio. Como pensando las palabras que
debe usar. Una camisa blanca y del cuello guinda una cinta roja con las siglas
BANAVIH impresas.
Con voz entre apenada y temerosa de lo que pudieran
responderle, saluda y pregunta:
–Buenas tardes, ¿están inscritos en Banavih?
–No.
Mantiene el tono de perrito apaleado:
–Si la empresa no está inscrita, tienen que
inscribirla. Por ley, tienen que estar registrados. ¿Le puedo dejar un papel
con los requisitos?
–Sí.
Se acerca al mostrador mientras le comento:
–Aunque no tiene mucho sentido, porque ya estamos
quebrados. Como ve, estamos a punto de cierre. –Le señalo los estantes vacíos.
Hace un gesto con la boca, un mohín que indica que
lamenta la situación.
–¿Me da donde anotar los requisitos?
Al ver que no respondo, porque no termino de captar,
lo que me dice:
–Un pedacito de papel, para anotar lo que tiene que
hacer para registrar la empresa en Banavih.
Tomo un viejo volante de publicidad de un lava autos
y se lo doy. Le digo:
–Gracias a la revolución, estamos a punto de
quiebra.
Guardo silencio un momento y observo como con
letra menuda, escribe en la parte trasera del trozo de papel, los requisitos
que se sabe de memoria. Mientras ella escribe, le digo:
–Bueno, por lo que veo, Banavih también está a punto
de quiebra, porque si no tiene ni para hacer un volante o darles hojas a los
trabajadores…
Ella sonríe un poco resignada y apenada. Se ve que
en otros lados el trato no ha sido tan benévolo. Termina la plana y con el
mismo tono avergonzado, se despide.
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