Fernando Mires 02 de junio de 2017
El
libro The Origin oft Totalitarism (1951) ocupa un lugar importante en la obra
de H. A., lugar que ella probablemente no buscó sino que fue impuesto por el
devenir histórico. Esa suerte de selección que, en última instancia es
política, ocurre por lo demás con muchos otros autores quienes permanecn en el
recuerdo no por los temas a quienes ellos dedicaron mayor atención sino por
otros que, debido a circunstancias difíciles de predecir, obtuvieron una mayor
publicidad. La publicidad de un texto – quiero afirmar- la determina el tiempo
en que vive un autor, no el autor.
En el
caso de H. A. es fácil constatar que la centralidad obtenida por sus trabajos
acerca del fenómeno totalitario obedece a dos razones históricas: la primera,
derivada de los imperativos de la Guerra Fría, surgió de la necesidad política
de caracterizar al “enemigo” internacional de la democracia occidental: en ese
tiempo el estalinismo.
Como
es sabido, gran mérito de H. A. fue estudiar el totalitarismo en sus dos formas
principales de expresión, la nazi y la comunista, pero no como “sistemas
sociales” conceptualmente petrificados sino como revueltas “hacia” y luego
“desde” el Estado, revueltas dirigidas no sólo en contra de la democracia
occidental sino sobre todo en contra de ese legado que recibimos desde la Atenas
filosófica: la política como forma de vida destinada a reglar conflictos
ciudadanos.
Si
quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría
que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el
Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del
Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total. El Estado
total es a la vez el terror total. Y como trataré de demostrar es, desde una
perspectiva política, la maldad total o la maldad radical. Con ello ya estoy
adelantando que el tema del mal (o de la maldad) y el tema del totalitarismo no
constituyen en el pensamiento de H. A. dos “teorías” diferentes sino dos
ángulos destinados a abordar la misma realidad: la negación del pensamiento, y
en este caso, la negación del pensamiento en la política: el pensamiento
político.
La
segunda razón que explica la centralidad del tema del totalitarismo en la obra
de H.A. viene del periodo “post- guerra fría” surgido a partir del derribamiento
del muro de Berlín en 1980, símbolo gráfico y real de las diferentes
revoluciones democráticas que tuvieron lugar en la Europa del “Este político”.
De más
está decir que a partir de la caída del nefasto muro, el mundo político vivió
una suerte de fiesta democrática. Muchos intelectuales liderados por las
visiones de Fukujama y otros, imaginaron que la historia de la anti-democracia
quedaba atrás, y en ese ambiente festivo los análisis del fenómeno totalitario
realizados por H. A. alcanzaron una ardiente actualidad. El tema del
totalitarismo pasó, a su vez, a formar parte del currículum en diversos
institutos socio y polito-lógicos y, en ese marco, el texto de H. A. Los
Orígenes del Totalitarismo llegó a ser un objeto de imprescindible consulta.
Quizás
habría que agregar una tercera razón para explicar el relieve político acanzado
por el libro de H. A. acerca del totalitarismo, y ella tiene que ver con el
hecho ya comprobado de que las visiones ultraoptimistas acerca de una rápida
democratización del orbe no tuvieron ninguna justificación. En efecto, después
del derrumbe del comunismo no sólo no tuvo lugar la ansiada democratización
planetaria sino, además, han sido consolidados nuevos proyectos cuyos objetivos
pueden ser calificados, en algunos casos, como para-totalitarios. En breve: los
estudios acerca del fenómeno totalitario no han perdido actualidad.
Todavía
nadie está muy seguro, por ejemplo, si el término totalitarismo, de neta
raigambre europea, puede ser aplicado a las teocracias islamistas consolidadas
en los últimos tiempos como reacción a la cruzada emprendida por el presidente
Bush después del 11.09. Tampoco son avances democráticos los proyectos de poder
total que se anidan en las jefaturas ideológicas en algunos países
sudamericanos cuyos representantes sostienen ya abiertamente la tesis (de
origen fascista) de que el pueblo, la nación, el partido, el gobierno y el
Estado deben ser entendidos como una unidad absoluta (por ejemplo, García
Linera 2010) En fin, ni el peligro dictatorial, ni las visiones totalitarias
han desaparecido del todo.
Del
mismo modo es imposible afirmar que las democracias de tipo occidental están
protegidas para siempre del peligro totalitario. No hay que olvidar que tanto
el fascismo como el nazismo emergieron desde el interior de formaciones
democráticas. Incluso puede ser posible que en nombre de la propia democracia
emerjan proyectos antidemocráticos, ideológicos, fundamentalistas y misionales.
Por ejemplo, John Gray, en su ya popular obra Apocalyptic Religion and the Death
of Utopía” (2007) ha demostrado con lógica y hechos irrebatibles como al
interior del gobierno Bush yacían concepciones totalizantes cuyo objetivo era
realizar la utopía democrática mundial no importando los medios que se
utilizaran, incluyendo violaciones a los derechos humanos, guerras
“preventivas” y -como sabemos por Guantánamo- campos de concentración y
torturas.
En
fin, el ser humano no es democrático por naturaleza –lo que siempre destacaba
H. A.- de modo que la tentación totalitaria asoma en tiempos y lugares menos
esperados. Incluso en nombre de la democracia. Es en ese sentido que, siguiendo
a Kant, H. A. manifestó en diversas ocasiones que la capacidad de pensar va
siempre anudada con la capacidad de mentir. O dicho así: casi siempre olvidamos
que la razón porta consigo no sólo la posibilidad de razonar sino también la de
racionalizar. De este modo somos siempre proclives a justificar los peores
actos en nombre de ideales superiores y cósmicas ideologías.
2.
De
acuerdo a un tratamiento sociologista del tema del totalitarismo, H. A. es
considerada como la teórica de los sistemas totalitarios por excelencia. Craso
error. Los estudios de H. A. con respecto al tema están muy lejos de ser un
análisis de determinadas estructuras sociales, sociológicas o sociologistas de “tipo” totalitario. Del
mismo modo será necesario destacar algo que gran parte de quienes se han
ocupado de la obra de Arendt han pasado por alto: jamás H. A. desarrolló una
teoría del totalitarismo como sistema social. Y no lo hizo porque jamás
pretendió ser una teórica social.
H. A
fue, antes que nada, una pensadora
filosófica – y teológica- de la condición humana, sobre todo cuando esta
condición se hace presente bajo la luz radiante de la política. Eso quiere
decir que ella estaba muy lejos de ocuparse de determinadas teorías sistémicas.
Su preocupación central fue siempre el ser humano en relación consigo y con los
demás. Ésa, la humana, no es para H. A. una condición antropológica o social,
sino – siguiendo la ruta trazada por Husserl y Heidegger pero elevada hacia “lo
público”- la de aquel ser humano que “existe siendo” pero sin acceder nunca
hacia la totalidad del Ser que es, de acuerdo a la teología arendtiana, Dios.
Dios: palabra que rara vez se decidió a pronunciar Heidegger, pero que
sobredetermina toda su concepción del Ser, como ha demostrado, desde su
perspectiva judía, Marléne Zarader (1990) en su hermoso estudio sobre la
filosofía heideggeriana. Es por eso que afirmo aquí que para alguien como H. A.
el totalitarismo no es “un tipo de sistema social”, sino el resultado
institucional de la degradación del espíritu, tanto colectivo como individual..
En fin, lo que quiero decir es que H. A. no era Max Weber, ni nada parecido.
El
totalitarismo (o Estado total) para escribirlo de modo simple, surge, o puede
surgir, sobre las ruinas del pensamiento político que es a su vez la condición
de vida de esa construcción imaginaria que los sociólogos denominan “la
sociedad”. O dicho en exacto sentido arendtiano: allí donde desaparece la diferencia
entre el mundo del pensar y el del actuar desaparece la política y así el
Estado ya no será de todos sino todos seremos del Estado.
Habiendo
perdido la condición política, dejamos objetivamente de ser ciudadanos y con
ello nos convertimos en seres banales. Y si somos banales, todos nuestros
actos, incluyendo nuestras maldades, serán banales. Ese es el sentido original
de la “banalidad del mal”. No puede pensarse entonces en la banalidad del mal
sin pensar en la banalidad de los malvados, lo que no quiere decir, por
supuesto, que el mal será siempre banal. El mal es banal cuando es cometido por
seres banales y, sobre todo, banalizados. Los ideólogos, los hechores, los
grandes fundadores del Estado totalitario estaban, por el contrario, muy lejos de
ser seres banales. Eran, sí se quiere, no demonios, pero sí, seres demoníacos.
Pero las innombrables maldades de los seres “demoníacos” no habrían podido
jamás cometerse si no hubiesen contado con la colaboración de multitudes de
seres banales.
Anticipo
entonces una tesis: la banalidad del mal es para H. A. una de las condiciones
imprescindibles de la radicalidad del mal. O mejor dicho: hay una relación de
estrecha colaboración entre la maldad radical y la maldad banal hasta el punto
que la primera sólo puede hacerse presente sobre la base de la primera.
Al
escribir las últimas frases resulta más que evidente que estoy tratando de
hacer una relación entre dos textos “clásicos” de H. A. El ya mencionado sobre
los orígenes del totalitarismo, y el controvertido estudio sobre el caso
Adolf Eichmann: Eichmann en Jerusalén
(1964). Dos textos que jamás deberían ser leídos separados el uno del otro. Dos
textos que no encierran dos “teorías” diferentes. Dos textos que son tentativas
respuestas surgidas frente a esa pregunta que perseguía a H. A. ¿Cómo fue
posible tanta, pero tanta maldad en un país supuestamente culto como era la
Alemania pre-hitleriana? En el primer texto nos son presentados algunos
escenarios y descripciones del horrendo crimen. En el segundo, los banales
individuos que hicieron posible el crimen de los cuales Eichmann fue para H. A.
sólo un representante entre varios.
El
libro sobre los orígenes del totalitarismo es, visto de un modo formal, un tomo
que contiene tres libros que podrían haber sido publicados perfectamente de
modo separado. El primer libro es “El Antisemitismo”, el segundo, “El
Imperialismo”. Recién el tercero está dedicado al tema de la dominación
totalitaria. Como señala Karl Jaspers en su prólogo a la edición alemana (1955),
se trataría de un libro de historia. Pero no es, en estricto sentido, un libro
de historia. Analizando la estructura general del libro se observa que los dos
primeros textos son de verdad, de historia, pero ellos están puestos al
servicio del tercero, que no es de historia. Ese tercer texto titulado “la
dominación totalitaria” pese a estar al final de libro es, a su vez, y
paradójicamente, el centro del libro. Y si hubiera que definirlo, habría que
decir que se trata de un texto político que contiene profundas connotaciones
filosóficas, mas no de un texto histórico.
H. A.
comienza estableciendo una premisa aparentemente sociológica, a saber, que los
orígenes del totalitarismo hay que encontrarlos en el derrumbe (desintegración)
de las estructuras que conforman la llamada sociedad de clases. Con esa
formulación, H. A. se sitúa en polémica abierta con la tesis marxista que
confiere un rol progresivo al derrumbe de las estructuras sociales de clase. No
así para Arendt. Para ella las clases constituyen el andamiaje arquitectónico
que da sentido y forma a la sociedad. Efectivamente: sin clases no hay alianzas
de clases ni asociaciones de clase. Cada clase comporta la existencia de
asociaciones, las que son inter y extraclasistas. Sin clases no puede hablarse de
asociaciones y sin asociaciones no hay, por supuesto, “sociedad”.
De
acuerdo a Arendt el derrumbe de las estructuras clasistas –que no es lo mismo
que la desaparición de las clases- no proviene ni da origen a una sociedad
igualitaria sino a una sociedad de masas la que a su vez origina la desigualdad
más radical posible que es la que se da entre un pueblo masificado y un Estado
que reclama para sí el monopolio absoluto de la política. Mas todavía, según H.
A. todo régimen totalitario es precedido por movimientos sociales de masa que
se articulan simbólicamente en torno a la figura de un Führer (conductor). De
este modo, las clases, aún existiendo, asumen la forma de masa y la masa la
forma de populacho (Mob). Este, al que podríamos llamar “momento populista del
totalitarismo”, es una condición ineludible a toda formación totalitaria. Por
lo demás, H. A. no está muy sola con esa opinión. De una u otra manera es muy
similar a la de autores que han visto en la “masificación de lo social” un
signo de desintegración no sólo social, sino sobre todo político y espiritual.
Entre varios podemos mencionar a Gustavo le Bonn (1951), Sigmund Freud (1993),
Elías Canetti (1980) y Ortega y Gasset (1971)
“Movimientos
totalitarios son movimientos de masa y ellos son hasta ahora la única forma de
organización que han encontrado las masas modernas y que parece ser adecuada
para ellas”, escribió H. A. (1955:499). Formulando la misma tesis en términos
actuales, podemos decir que todo régimen totalitario tiene un origen populista aunque
no todo movimiento populista culmina necesariamente en un régimen totalitario.
Ese es, por cierto, uno de los postulados principales de quienes han dedicado
esfuerzos para estudiar el populismo moderno, entre otros, Ernesto Laclau
(2005). El movimiento totalitario sería, en ese sentido, una forma de re-
articulación que surge de la desarticulación clasista la que a su vez lleva a
la “sociedad de masas”. La desarticulación clasista tiene entonces dos
posibilidades: o no es sucedida por ninguna re-articulación y deriva en aquella
situación de “anomia” o desintegración general descrita por Durkheim (1967) o
encuentra nuevas formas de rearticulación dentro de las cuales las más
conocidas son las populistas las que, bajo determinadas condiciones dan origen
a sistemas de dominación totalitaria.
Ahora,
el segundo momento que lleva a la consolidación de un sistema de dominación
totalitaria ocurre cuando tiene lugar aquello que H. A. llama alianza entre el
populacho (Mob) y la elite. En este punto será necesario precisar que ni el
concepto masa (populacho) ni el concepto de elite son usados por H. A. de
acuerdo a su significado sociológico tradicional. Según ese significado, la
masa estaría formada por los sectores más pobres de la sociedad y las elites,
por grupos selectos de profesionales. Para H. A. en cambio, la masa no son “los
más pobres” sino todos aquellos que, independientemente a sus pertenencias
sociales se ponen bajo la disposición de un líder y de un Estado totalitario. A
su vez, las elites no son para ella los grupos más selectos sino articulaciones
que se desligan de las relaciones sociales con el objetivo de convertirse, de
acuerdo a una expresión de Poulantzas (1968), como “clase en el poder” .
Las
elites en el sentido arendtiano pueden estar constituidas por una banda de
demagogos (caso del nazismo) o por un partido leninista. Hoy podríamos agregar,
de acuerdo a casos latinoamericanos
(pinochetistas y castristas) por una jefatura militar o, en el caso islamista,
por una teocracia impenetrable (ejemplo: Irán). En síntesis, el concepto de
elite tiene para H. A. una connotación política y no social, y mucho menos
sociológica. Las elites de Arendt no tienen nada que ver con las de un Gaetano
Mosca o las de un Wilfredo Paretto.
Hechas
estas precisiones podemos entonces mencionar el tercer momento que lleva, según
H. A., a la construcción del edificio totalitario. Dicha construcción está
condicionada por aquello que la filósofa llama la propaganda totalitaria.
La
propaganda totalitaria precisa, de acuerdo a H A., de una ideología totalitaria
y de un líder totalitario. De ahí que el objetivo de esas propaganda está
destinado a minar las reservas espirituales de cada ser humano, su capacidad de
reflexión y juicio, es decir, a sustituir las ideas por ideologías. Eso pasa,
evidentemente, por la destrucción de las instituciones destinadas a producir
ideas, sobre todo las universidades, las que en un regimen totalitario son
convertidas en museos ideológicos. Las ideologías son, en este caso, el
sustituto de las ideas o, como formulé en otra ocasión: son sistemas de ideas
petrificadas (Mires 2002)Y efectivamente; quien es poseído por una ideología no
piensa, es pensado por la ideología. Pero a la vez, las ideologías están
representadas por encarnaciones terrenales, y si las ideologías son infalibles,
sus representantes también lo serán. La creencia en la infabilidad de líder es,
según H.A., uno de los atributos inherentes a todo régimen totalitario.
3.
Para
muchos autores, la fusión entre ideología, masas y líder contiene en sí los
elementos que llevan, tanto desde una perspectiva dogmática como ritual, a la
formación de un nuevo tipo de religión. Pero la ideología, la masa y el líder
no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces H. A. Son su
simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más
banalmente humano.
Así se
explica porque todos los regímenes totalitarios, o con pretensiones de serlo,
han entrado siempre en conflicto con las religiones y las confesiones, y uno de
sus objetivos principales ha sido y será, si no destruirlas, reducirlas a un
status marginal. En fin, de lo que se trata mediante la aplicación sistemática
de la propaganda totalitaria es de reducir la capacidad espiritual de cada
individuo. Pero como la espiritualidad no puede ser separada de la capacidad de
pensar –no olvidemos: el pensamiento es el medio que lleva al espíritu- la
reducción de la espiritualidad no puede significar otra cosa que la
banalización de cada ser humano a fin de que sea sometido al arbitrio
ideológico y policial del líder total, representante del pueblo, de la nación,
del partido y del Estado, a la vez.
La
banalización del ser humano precisa, en consecuencias, de su des-moralización
radical, la que no ocurre, por cierto, de un día a otro; se trata más bien de
un proceso, y en Alemania, como en otras naciones, ese proceso comenzó aún
antes de que Hitler se hiciera del poder. Los estudios de Max Weber acerca de
la racionalización de las empresas y del Estado son bastante útiles para todos
aquellos a quienes interese analizar los orígenes del totalitarismo moderno,
sobre todo si se tiene en cuenta que Hitler y su banda llevaron la lógica de la
racionalización al espacio de la política y luego la pusieron al servicio de su
objetivo final: el genocidio. De este modo, los campos de concentración eran
vistos por sus técnicos y administradores como simples fábricas. Y
efectivamente: eran fábricas destinadas a la producción en masa de la muerte.
Ahora,
des-moralización, desde el punto de vista filosófico significa la supresión de
esa segunda voz que potencialmente todos portamos en aquel órgano virtual que
llamamos “conciencia”, voz que nos indica, a través de ese dialogo dinámico que
es el pensamiento, cuales son las diferencias entre lo bueno y lo malo, entre
lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. Sólo cuando esa voz
interior calla, o es enmudecida, seremos definitivamente banales, esto es,
seres en condición de dejarse llevar por la voz altisonante del líder supremo
que todo lo sabe, que todo lo piensa y en quien sólo necesitamos creer para
alcanzar la redención sobre la tierra. Es por esa razón que la des-moralización
desde el punto de vista teológico recibe otro nombre: demonización.
Para
que exista demonización se requieren, como en el Fausto de Goethe, dos
entidades. El demonio que nos posee, y el personaje faústico; es decir, el
demonio y el demonizado. ¿Y qué es el demonio desde el punto de vista
teológico? En primer lugar, un vacío producido por la ausencia de Dios en el alma.
Eso significa que si Dios se presenta en lo bueno que hay en cada uno, el
demonio no se presenta como presencia sino como ausencia, es decir: como
ausencia de bien. Luego, el ser banalizado es el ser vaciado de bien. Sólo a
través de ese vacío (o vaciamiento) de las nociones del bien puede penetrar en
plenitud la presencia del mal, presencia que sólo emerge frente a la radical
ausencia del bien. Pero a la vez, y aquí reside la perversión final de cada
proceso de banalización colectiva, la presencia del mal no se presenta en
nosotros como mal, sino como bien supremo. O en otros términos: cuando perdemos
la noción del mal, perdemos a su vez la noción del bien. Y al no poder o saber
diferenciar entre la maldad y la bondad, caemos en la banalidad total, condición
a su vez -ésta es la idea de H. A.- de la maldad radical representada en los
campos de exterminio: el triunfo del principio de muerte (el mal) por sobre el
principio de vida; el asesinato masivo configurado como un simple proceso de
producción técnica del cual, en definitiva, nadie aparece como ejecutor total.
Es en ese sentido que H. A. vio en los campos de concentración y de exterminio,
o en la visión inerranable del Holocausto, aquello que Emmanuel Kant ni
siquiera imaginó al acuñar el término del “mal radical” (1995).
El mal
total, o mal radical puede, a su vez, ser entendido desde la perspectiva de una
teología negativa, que eso es al fin la demonología, como la demonización del
humano entendiendo por demonización el proceso sistemático que lleva a la
anulación pensante del ser (espiritualidad). Esa es, a la vez, una tesis de
Hannah Arendt, tesis que fue desarrollada en profundidad en su libro Zwischen
Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Presente)
De
acuerdo con H. A. es imposible establecer una relación de equivalencia entre
ideología y religión (2000: 324) La razón es que mientras la ideología bloquea
el desarrollo del pensamiento (espíritu) la religión, para que sea tal,
requiere, más allá de sus rituales, de altas cuotas de espiritualidad.
Creer
en Dios es pensar en Dios, luego no podemos acceder a Dios fuera del
pensamiento que es precisamente la instancia que anula cada ideología, sobre
todo cuando esta ideología es impuesta desde un Estado total. Ahora, según H.
A., una de las propiedades de las ideologías modernas (marxismo, fascismo,
liberalismo) es haber eliminado el temor al demonio, o lo que es igual: la
creencia en el infierno. El demonio y el infierno no son, por lo tanto, dos
entidades materiales –y en ese punto Arendt está de acuerdo con la teología
moderna- sino la negación del bien, negación que llegó en Alemania a
radicalizarse hasta el punto que lo hechores de los crímenes más horrorosos no
se reconocían ni ante sí mismos ni antes los demás como culpables. Con su ironía
acostumbrada, dijo una vez H. A. al visitar Alemania, después de la guerra.
“Ahora resulta que en Alemania nunca hubo un solo nazi”.
“Si el
demonio no existe, todo está permitido”, podemos decir invirtiendo la frase del
Fedor Karamazov de Dostoyevski. Eso significa que sin la presencia amenazante
del mal no reconocemos la posibilidad del bien, y al no poder diferenciar el
mal del bien nos convertimos en seres no pensantes (banales). Como escribiera
H. A. en su libro Ich will verstehen (Yo quiero entender): “Yo estoy segura que
toda la catástrofe totalitaria no habría sobrevenido si la gente hubiera creído
más en Dios, o por lo menos en el infierno” (1998: 85). Eso quiere decir que
los hombres que llevaron a cabo el Holocausto no sólo eran seres que no conocían
la noción del mal. Tampoco –y por lo mismo- eran capaces de sentir culpa. Y,
por cierto, como ocurrió con Eichmann, no sabían pedir perdón.
El
Holocausto es la presencia real de la consumación del mal total, aquella que se
expresa en el proyecto de convertir a los humanos en cosas superfluas que
pueden y deben ser eliminados por un designio ideológico concebido por seres
demoníacos. Ahora, que ese proyecto hubiese sido implementado no sólo por los
más radicales malvados de la historia universal sino por seres humanos banales,
no sólo no disminuye la radicalidad del mal. Por el contrario: la
sobre-dimensionaliza hasta llegar a un punto donde, aún después del horrendo
crimen cometido al pueblo judío, ni siquiera el pensamiento puede alcanzar la
presencia del mal. Y no lo puede alcanzar porque la banalidad del mal
presupone, en primera línea, la eliminación del pensamiento. O dicho así: el
pensamiento no puede pensar lo que está afuera del pensamiento: la total, la
absoluta, la radical banalidad del mal. La banalidad del mal no es, luego, un
atenuante de la radicalidad del mal. Es, si se quiere, su complemento, su
condición necesaria. Sin extrema banalidad la maldad radical no podría ser
posible.
4.
En
crónicas después compiladas bajo la forma de un libro, H. A. creyó encontrar en
Eichmann el prototipo representativo de la banalidad del mal.
Que
con su seriedad de gran historiador Hans Mommsen (1964: l- XXXll) hubiese
descubierto después de la publicación del libro de H. A. que Adolf Eichmann no
era el representante más adecuado de la banalidad del mal sino un gran actor
que ante el juicio simuló ser banal con la esperanza de salvar su miserable
vida, no devalúa en nada la idea de H. A. en el sentido de que su descripción
de Eichmann corresponde, si no con Eichmann, con la biografía de miles de
ciudadanos alemanes cuya conciencia fue minada desde el poder y cuya noción del
bien fue sepultada bajo el peso de una ideología del mal. Miles de seres
vaciados de sí mismos, individuos atomizados que dejaron de ser personas para
convertirse en hordas, piezas de una maquinaria infernal puesta al servicio de
la muerte colectiva.
Los
Eichmann, descubrió Hannah Arendt, pueden ser incluso muy inteligentes,
prolijos y responsables en sus trabajos. Pueden cultivar incluso, y con gran
dedicación, todas las llamadas virtudes secundarias (puntualidad, limpieza,
orden, disciplina, etc.) Pueden ser, además, excelentes “jefes” de familia.
Pero no saben o no quieren pensar. Y pensar, para H. A. - en ese punto sigue a
Kant quien siempre hacía la diferencia entre el pensar y el entender- viene de
una actividad, no de una pasividad del espíritu. Sólo a través del pensamiento
activo –hay que repetirlo- podemos reconocer la diferencia entre el bien y el
mal.
H. A.
vio en Eichmann lo que fueron muchos cómplices y actores del nazismo: un ser
incapacitado para pensar y por lo mismo alguien que al no saber distinguir la
diferencia entre el bien y el mal sólo podía funcionar, pero no vivir. Un
funcionario, es decir, alguien que funcionaba y nada más. Sin esos seres
funcionales ninguna dictadura totalitaria puede ser posible. Sin la horrible banalidad del mal
–“frente a la cual la palabra falla y el pensamiento fracasa” (Arendt 1964:300)
- el mal, en su expresión total y radical, nunca habría podido existir.
Referencias:
Arendt,
Hanna Ich will verstehen Piper, München 1996
Arendt,
Hanna Über das Böse, Piper, München 2007
Arendt,
Hanna Zwischen Vergangenheit und Zukunft, Piper, München 2000
Arendt,
Hannah Eichmann in Jerusalem, Piper, München 1964
Arendt,
Hannah The Origin oft Totalitarism Harcout Brace Jovanovich, New York 1951. La edición alemana lleva como título
Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft, Piper, München 1955
Canetti,
Elias Masse und Macht, Fischer, Frankfurt 1980
Durkheim, Emile Les regles de la méthode
sociologique, París 1967
Freud,
Sigmund Massen Psychologie und Ichanalyse, Fischer, Frankfurt 1993
Gray,
John Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” Farrar, Straus, and Giroux,
New York 2007
Kant,
Immanuel Methaphysik der Sitten, Werke 5, Könemann, Köln 1995
Laclau, Ernesto La razón Populista, FCE, Buenos Aires 2005
Le
Bon, Gustave Psychologie der Massen, Kroner, Stuttgart 1951
Linera García, Alvaro Del Estado aparente al Estado integral.
Revista Nueva Crónica, La Paz (26 de febrero hasta el 11 de marzo de 2010) Núm.
51, pp 10-12
Mires, Fernando Crítica de la Razón Científica, Nueva Sociedad, Caracas 2002
Mommsen,
Hans Hanna Arendt und der Prozeß gegen Adolf Eichmann en Arendt 1964
Ortega y Gasset La Rebelión de las
Masas, Alianza, Madrid 1971
Poulantzas, Nicos Pouvoir Politique et
classes sociales de lé état capitaliste, Maspero, Paris 1968
Zarader, Marléne La dette impensée,
Heidegger et l’héritage hébraique, Du Seuil; Paris 1990
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