Mibelis Acevedo 19 de junio de 2017
Los
teóricos coinciden en que no existe fórmula única para prever las transiciones
políticas: cada proceso tiene grados, rarezas, cadencias propias. Sólo la
incertidumbre es el síntoma común que las enlaza. También en el caso
venezolano, y asumiendo que en efecto la crisis del régimen está ofreciendo
pistas de una ocasional mudanza, la ojeada al futuro se vuelve un desafío…
¿cómo escrutar exhaustivamente las señales que son vertiginosamente sustituidas
por otras? ¿Cómo avanzar en un tablero donde las reglas del juego se tornan tan
imprecisas? La tarea de análisis sugiere prudencia, en especial si se apuesta a
que una eventual transición ocurra del modo menos traumático y no por obra de
la brutal ruptura, un epílogo más afín al “parto violento de la historia” al
que aludían las revoluciones socialistas del s.XX.
Pues
bien: a contrapelo de la sospecha de que poco puede hacerse frente a un
inescrupuloso adversario que no sea por la vía exclusiva de la confrontación,
los estudios además señalan que la mayoría de las transiciones democráticas en
el mundo apelaron al entendimiento, aun cuando pesaban ásperas distancias entre
los bandos en conflicto. Suerte de “milagros políticos” que por efecto de la
sabia activación de algún nervio no pulsado, de pronto cobran cuerpo: “la
historia de la política y la diplomacia está llena de negociaciones
imposibles”, recuerda Pedro Nikken. Así que incluso sabiendo que “en los mismos
ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”; o considerando
nuestra singular complejidad, la resbalosa naturaleza del régimen chavista, tan
similar a otros autoritarismos y a la vez tan distinto; sus devaneos con la
tarasca del Estado forajido y su afán por atornillarse en el poder apelando a
un andamiaje legal ajustado a sus apetitos, no deja de ser útil repasar la
experiencia ajena. Entender no sólo las claves de iniciativas como la Mesa
Redonda en Polonia, por ejemplo, sino las de la ulterior política de “la raya
gruesa” que el primer ministro Mazowiecki aplicó para separar el presente del
pasado; e identificar en esos espejos las movidas que amén de desanudar
atascos, permitieron asegurar la gobernabilidad una vez que el anhelado salto
se produjo.
Sin
desmerecer el calibre de la transición que se gesta “desde abajo” -las masivas,
tenaces movilizaciones que revelan al mundo la voluntad de un pueblo empujado
fuera de los límites del acostumbramiento, reclamando activamente la ineptitud
del gobierno y desnudando su ilegitimidad- un giro decisivo en estos procesos
es el choque dentro del régimen del ala de “duros” y “blandos”, el camino de
encuentro con la oposición que los últimos inauguran, así como la posibilidad
de que la discordia hacia lo interno del poder abra hendiduras tan graves como
para poner en riesgo la estabilidad del sistema. En ese sentido y para sorpresa
de muchos, un “ardid de la razón” cobra inopinado vuelo entre nosotros:
hablamos, sí, de la postura cada vez más vigorosa del chavismo que sale en
defensa de la Constitución, con Ortega Díaz a la cabeza. Concedamos acá, claro,
que hay más plan que “providencialismo” alentando jugadas favorables a la
transición gestada “desde arriba”; que por parte de la Fiscal se advierte la
pericia de un buen ajedrecista, la maña -y la ventaja- de quien conoce bien las
íntimas y turbias oscuridades de la bestia.
Ventaja.
Una palabra que en esta coyuntura -y con un rival que no sólo zapateó
groseramente las demandas que azuzaron las protestas de calle, sino que se
afana en reconducir la gresca al terreno de la peligrosa Constituyente- interesa
mucho valorar. Al margen del recelo, a veces pueril, que pueda generar la
contrición “tardía” de actores claves de la coalición dominante, en panorama
extremo de medición de fuerzas como el que hoy se plantea -y que aparte de
contrastar nociones como democracia y dictadura, institucionalidad y anomia,
progreso y ruina, soberanía ciudadana y extinción de la República, también
habla de vida o muerte, bien o mal- lo que toca apreciar son los alcances
concretos de la acción, el envión que, en aras del bien común, procuran ciertas
alianzas. Dispuestos a descubrir si hay o no tal Polifemo en el trayecto,
conviene abrazar la realpolitik. Lo contrario, por más que intente pasar bajo
la saya de la cínica erudición, es revivir el complejo que nos trajo a estos solares,
asirse al invalidante blasón del resentimiento, abolir la solución política que
nos salvaría de una aventura con destino hacia ninguna parte.
¿Cómo
imaginar la transición, el milagro político, si insistimos en espantar al
potencial aliado, usarlo para luego “pasarle por encima”, como aconseja un
connotado académico que preconiza el valor del atajo? En medio de la ambigüedad
sobre el porvenir, algo sí luce probable: reeditar la odiosa convicción “de que
el mal está en otros, no en nosotros mismos” como dice la cineasta polaca
Agnieszka Holland, sólo contribuiría a invocar la regresión autoritaria, la
pesadilla, el monstrum horrendum.
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