Por Carolina Gómez-Ávila
Numerosas promesas incumplidas
y escándalos sucesivos durante décadas abonaron el terreno para sembrar la
antipolítica, cuyos frutos son lo único que hoy consume en abundancia
Venezuela.
Fue posible porque somos un
pueblo sin formación ciudadana; esto es, sin claro conocimiento de deberes y
derechos y -sobre todo- sin la actitud de obediencia a los deberes que precede
y autoriza el ejercicio de los derechos, renunciando a la práctica republicana.
Pero sucede que un pueblo que
ignora, desestima y en ocasiones francamente desprecia el imperio de la ley,
está aplaudiendo discursos que invocan engañosamente a la República bien sea
para su restitución o para su refundación. Nada dicen sobre la igualdad
republicana, porque esta no se refiere a bienes materiales sino al trato
equitativo dentro de un orden jurídico caracterizado por la tolerancia con las
ideas opuestas. Nada sobre la alternancia en el ejercicio del poder que ha sido
hollada reelección tras reelección. Nada sobre la idoneidad como única
condición para ocupar cargos públicos, ni sobre la publicidad (que no
propaganda) de los actos de Gobierno y mucho menos sobre la rendición de
cuentas de funcionarios.
Hace poco más de dos meses,
algunos balbucean el principio republicano que exige Poderes Públicos
independientes que se controlen recíprocamente, pero lo acompañan con
propuestas abiertamente contrarias al mandato constitucional y vociferan
demandas que, de cumplirse, violentarían grotescamente los procedimientos y
lapsos establecidos en todo el ordenamiento legal vigente.
No, no son republicanos sino
representantes de la antipolítica a la que le viene bien fingir liberalismo
republicano para dar soporte a la bien aceptada propiedad privada, mientras
omite los compromisos que debemos tener con la ley y sus procedimientos.
Su intención es despolitizar
la política para que la economía se maneje exclusivamente a través de las leyes
del mercado, sin control alguno del Estado. De esta manera, las políticas
sociales sólo serían una herramienta para controlar a los desposeídos: primero
para obtener su voto con promesas populistas y, llegados al poder, para obtener
su aprobación y la consiguiente paz social, con políticas populistas. Así todo
quedaría resumido a una bolsa de comida, un perol plástico para almacenar agua
potable, una colchoneta o cualquier otro bien perecedero que convierta al
pueblo en cliente al que dar alivios temporales condicionados al apoyo.
El discurso de la antipolítica
está hecho para destruir el sistema de partidos múltiples imprescindible para
la alternancia propia de la República. Poco incluirá sobre el bien común. Lo
suscriben empresarios, economistas, periodistas, todo tipo de “influenciadores”
y -no se sorprenda- también políticos y auténticos malandros que tienen décadas
haciéndonos creer que la actividad política debe ser sustituida por la gestión
popular o privada, para quedar libres de la corrupción y el mesianismo. Dicen
que la efectividad es la meta y que esta no necesita de acompañamiento
ideológico; ni de la persuasión, diálogo y negociación típicos del accionar
político, así que los sustituyen con agresivas y planificadas actividades de
mercadeo y propaganda. Construyen su discurso desde la descalificación de los
políticos y sus partidos, pero no pueden ofrecer un palmarés propio. Para la
antipolítica todos los políticos son corruptos y todos los partidos son lo
mismo: sus doctrinas son obsoletas, no comprenden la realidad social y son
responsables de los males que nos aquejan, razón por la cual se niegan a
cualquier tipo de convivencia y proponen a un líder antisistema.
Como el que ganó en 1998.
17-06-17
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