Por Yamandú Meléndez, 08/06/2017
Mi relación con la Universidad Central de Venezuela se
remonta a mi niñez, soy hijo de ucevistas. Mi padre es jubilado de la
universidad y ejerció por muchos años el
cargo de Director del Teatro Universitario, una institución de larga data y que
llenó, en su momento, de innumerables aportes a este país, no sólo formando
actores, directores, teatreros, sino también excelentes ciudadanos y seres
humanos.
Mi niñez estuvo llena de aventuras en los sótanos del
Aula Magna, sede del Teatro Universitario. Para mí la universidad era un lugar
mágico que estaba totalmente ligado al mundo de las luces, las tramoyas, los
vestuarios, los actores y por supuesto los escenarios. La UCV era sinónimo de
arte y libertad, así lo percibía yo con tan sólo diez años.
No recuerdo por qué, pero eventualmente tenía que
acompañar a mi papá a su trabajo, seguramente porque mi mamá estaba complicada
y no podía cuidarme. A mi no me importaba, dado que siempre era una aventura. La
mayoría de las veces, como a mitad de tarde, fastidiaba a mi papá para que me
diera algo de dinero para poder ir a comprar alguna chuchería. Por lo general, accedía
y yo emprendía mi viaje que iniciaba por salir de los sótanos del Aula Magna. Para
los que no los saben, para salir de esos sótanos hay que pasar por cuatro
tramos de un sistema de rampas muy generosas que siempre estaban impecablemente
pulidas. Recuerdo que el personal de limpieza utilizaba aserrín con gasoil y lo
esparcían con unas escobas grandísimas que llevaban aquella mezcla de un lado a
otro de las superficies. Esto no solo generaba una excelente pulitura, sino que
también llenaba los pasillos de un olor muy particular, algo intenso por el
combustible, pero amigable por el aserrín. Ese olor se mezclaba con la magia de
los espacios y los personajes del Aula Magna, de manera perfecta. La U.C.V
tiene olor.
Volviendo con el pequeño Yamandú, antes de abandonar
esos sótanos, no podía faltar una pequeña sesión de derrape por las rampas, las
cuales gracias a su excelente pulitura, eran toboganes perfectos. Me deslizaba
de un lado a otro un buen rato, hasta
terminar como un coleto. Luego, me acomodaba como si nada hubiese pasado y
salía hacia la Plaza Cubierta, un lugar que rebozaba de actividades: habían
clases de sancos, de salsa, de capoeira, estudiantes acostados en el piso (algunos
estudiando, otros durmiendo, y bueno, otros llevando su relación de amistad al siguiente
nivel, si saben a lo que me refiero). Todo esto se mezclaba con los murales y
las esculturas, un maravilloso lugar. Al abandonar la plaza tenía que cruzar la
Tierra de Nadie, nombre que de pequeño siempre me intrigaba. ¿Cómo que de
nadie? Me preguntaba. Luego entendería que es de nadie porque es todos. ¡Cuánta
democracia y cultura está inscrita en ese nombre! Se vencen las sombras con tan
solo escucharlo.
Terminaba mi paso por la Tierra De Nadie y me
internaba en el pasillo de FACES. Recuerdo de esa travesía las distintas ideas,
la política, la derecha y la izquierda convivían en las columnas que le dan
sustento a esos maravillosos pasajes, que nos arropan, protegen y comunican. Mi
viaje terminaba en lo que hoy conocemos como El Redondo, cafetín de forma
circular que se encuentra al final de ese trayecto. Allí sacaba mi buen billete
de quinientos, me compraba una malta y alguna chuchería, recibía mi vuelto y
regresaba a los sótanos del Aula Magna donde se encontraba mi papá trabajando,
todo esto con tan solo diez años. La Central era un lugar muy seguro, lo único
peligroso que te podía pasar era que te pusieras a imaginar, pensar y crear.
Desde esos tiempos, aunque aún no sabía qué iba a
estudiar, había tomado una firme decisión: lo que fuese, no importaba qué,
debía estudiarlo allí. Yo quería formar parte de todo eso, yo quería ser
Ucevista, como Andrés Eloy Blanco, como Rómulo Gallegos, como Jacinto Convit, y
-¿por qué no?- como Carlos Raúl Villanueva y tantos otros grandes venezolanos,
sin los cuales es imposible contar la historia de nuestro joven País.
Queridos alumnos, les cuento todo esto para que sepan
que, al usar el escudo de la U.C.V en el pecho, se están invistiendo con un
honor inmenso, el honor que da la historia, el
recorrido, el de los que ya no están aquí. Y eso no es poca cosa. Hoy
más que nunca debemos tenerlo claro y no dejar sola a nuestra universidad, esa
que, más que de los obreros, empleados, profesores y autoridades, es de ustedes, los
estudiantes. Encontrémonos en nuestros espacios, construyamos comunidad y
tomemos decisiones desde nuestra casa, desde la
U.C.V, la que vence las sombras.
Sé que algunos tienen miedo, les preocupa la
inseguridad dentro del Campus, pero déjenme confesarles algo: no hay nada que
me dé más miedo, que todo aquello que les he relatado se convierta en una
historia lejana, de un lugar que ya no existe, de una tierra que ya no es de
nadie sino de unos pocos.
Mudémonos a nuestra otra casa, a esa que es grande y en la que cabemos todos, pero no a
cumplir con un periodo administrativo y concluir un semestre. Hay cosas más
importantes: mudémonos a construir país, tarea que históricamente le ha
pertenecido a los gloriosos guerreros de
la Universidad Central de Venezuela.
¡U, U, U.C.V!
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