Por Francisco Rodríguez
Durante más de dos meses,
manifestantes y fuerzas gubernamentales se han enfrentado en toda Venezuela,
dejando más de 50 muertos y cientos de heridos y arrestos. Esta confrontación
ocurre en el contexto de una caída de más de un tercio en el producto per
cápita, el segundo peor colapso económico de la historia
latinoamericana.
Encontrar una solución para la
crisis venezolana es urgente. Nos guste o no, una solución pacífica no ocurrirá
sin una negociación política. Esto es porque la raíz de la crisis reside
en la incapacidad del sistema político de facilitar la coexistencia entre las
fuerzas políticas antagónicas del país.
Las instituciones políticas
venezolanas fueron creadas por el chavismo en el cénit de su
popularidad en 1999. El sistema político que se diseñó, en el que el ganador se
lo lleva todo, concentró el poder en el Ejecutivo. Los
mejores ejemplos de esto son los mecanismos que permiten al presidente iniciar
procesos que conllevan la disolución total de otras ramas del poder
público. En vez de promover la coexistencia, estas instituciones brindaron las
herramientas para llevar a los opositores del chavismo a la irrelevancia
política.
La ausencia de separación
efectiva de poderes tuvo mucho que ver con el origen de la crisis económica del
país.
La ausencia de separación
efectiva de poderes tuvo mucho que ver con el origen de la crisis económica del
país. Le permitió al gobierno secuestrar las reservas del Banco
Central. Sin un poder judicial independiente, el poder del gobierno para
expropiar e imponer regulaciones arbitrarias carecía de límites.
La concentración excesiva del poder económico ya era un problema para
un exportador de petróleo, en el que la mayor parte de las divisas se van
directamente al Estado. Darle poder ilimitado a ese gobierno creó un
petroestado en esteroides.
Mucha de la culpa de la crisis política del país recae en la falta de instituciones que equilibren el poder. Un gobierno todopoderoso implica una oposición impotente.
Mientras Hugo
Chávez fue popular –y su popularidad fue muy alta en la cúspide
del boom petrolero– la oposición tenía poco interés en proponer la
competencia política, prefiriendo el desconocimiento de elecciones y los
intentos para derrocar al gobierno. Por supuesto, ahora que la aprobación de
Nicolás Maduro está cerca de 20%, es el chavismo el que huye de las elecciones
competitivas.
Para salir de este callejón
sin salida, el país necesita una reforma política capaz de reducir las
ganancias del poder y crear un sistema político que facilite
la coexistencia en lugar de la confrontación. La oposición venezolana
debe despertar a la realidad de que si quiere gobernar un país estable, debe
buscar la forma de compartir el poder con el chavismo.
Para empezar, debe
brindar garantías creíbles de no persecución política para
los líderes del actual gobierno en caso de que pierdan las elecciones de 2018.
Para empezar, debe
brindar garantías creíbles de no persecución política para
los líderes del actual gobierno en caso de que pierdan las elecciones de
2018. Sin un acuerdo de poder compartido, Venezuela podría simplemente
colapsar en la anarquía.
Compartir poder es algo que es
más fácil decir que hacer. En un sistema político en el que el ganador se lo
lleva todo, no hay promesas políticas creíbles. Si
la oposición captura el todopoderoso Poder Ejecutivo, no hay
forma de garantizar que cumplirá con ninguno de los compromisos que adquiera en
esta etapa. Por esto Venezuela requiere de una reforma política antes
de una transición. Sin ella, una solución negociada no es creíble y,
simplemente, imposible de lograr.
Una forma de hacer que estos
compromisos generen confianza es poniéndolos en la Constitución. Esto
puede hacerse a través de una Enmienda Constitucional, un proceso muy distinto
a la convocatoria de la todopoderosa Asamblea Constituyente del presidente
Maduro. Las negociaciones políticas deben enfocarse en diseñar una enmienda que
brinde garantías legales sólidas para proteger los derechos del chavismo en una
transición política, mientras se diseña un marco institucional básico que
reduzca la lucha de poder y haga posible la coexistencia de fuerzas adversas.
La Enmienda
Constitucional puede ser formulada de modo que establezca una fuerte
restricción al poder del Ejecutivo y la protección para las minorías políticas
La Enmienda
Constitucional puede ser formulada de modo que establezca una fuerte
restricción al poder del Ejecutivo y la protección para las minorías políticas,
previas a una transferencia de poder que podría ocurrir si la oposición gana la
elección presidencial en 2018. La propuesta debe incluir amnistías o acuerdos
de justicia transicional para los actuales presos
políticos, así como para los líderes salientes.
Simultáneamente, debe
garantizar el reconocimiento de la mayoría calificada obtenida por la oposición
en las elecciones parlamentarias, así como las designaciones de los
magistrados del Tribunal Supremo de Justicia hechas por la anterior Asamblea
Nacional. Y podría remover los artículos que le otorgan al presidente y a la
mayoría calificada legislativa el poder para disolver otros poderes
gubernamentales.
Los halcones de la política
exterior norteamericana y los opositores venezolanos más radicales seguramente
criticarán esta iniciativa. Los líderes chavistas, dirán, deben ser procesados
con todo el peso de la ley venezolana e internacional. No hay razones para
negociar con el régimen cuando las protestas de calle y la presión
internacional lo sacarán en algún momento del poder.
El debate recuerda a las
discusiones que se dieron al final de la Primavera Árabe, cuando se les
permitió a los regímenes autoritarios colapsar sin poner mayor atención a la
necesidad de construir instituciones que los reemplacen. Las guerras civiles
internacionalizadas, el surgimiento del Estado Islámico y el regreso
del autoritarismo a la región son amargos recordatorios del costo
humano de los errores cometidos durante los procesos de transición.
Tal vez el fracaso más
evidente fue el de Libia, que cayó en un estado de plena anarquía
tras el colapso de su todopoderoso petroestado.
Tal vez el fracaso más
evidente fue el de Libia, que cayó en un estado de plena anarquía
tras el colapso de su todopoderoso petroestado. Todavía tenemos tiempo
de impedir que Venezuela se encauce en una ruta similar.
Un esfuerzo concertado de la
comunidad internacional para impulsar una solución negociada, con el
compromiso de actores internacionales clave para respaldar su implementación,
puede hacer mucho para salir del atolladero actual, a través de garantías
externas y asistencia financiera. También podría hacerlo el apoyo para un
acuerdo negociado por parte de los moderados de ambos bandos del espectro
político venezolano. Sin estos acuerdos, el futuro del país podría ser incluso
más desolador que su presente.
Francisco Rodríguez es
economista jefe de Torino Capital LLC. Fue también jefe de la unidad de
análisis económico del Parlamento venezolano. La versión original de este
artículo fue publicada en inglés en la edición digital del Financial Times el
miércoles, 31 de mayo.
05-06-17
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