Por Tomás Straka
Sesenta días de protestas,
medio centenar de muertos, un millar de detenidos y regiones enteras
militarizadas son una prueba de fuerza que ya hubieran hecho rectificar a
cualquier gobierno o abandonar la lucha a un movimiento opositor. Ninguna de
las dos cosas, sin embargo, parecen estar ocurriendo en Venezuela. Con el país
alzado, sin dinero y bajo una creciente presión internacional, el gobierno
sigue adelante con la Asamblea Constituyente que convocó y que todos consideran
un intento por barrer con la ya escasa institucionalidad democrática. Los
llamados a un cronograma electoral amplio y a la liberación de los presos
políticos no aparecen en ninguna de sus agendas. La oposición, por su parte,
continúa con manifestaciones sorprendentemente nutridas después de dos meses en
la calle. En el panorama no se ven opciones de diálogo, palabra que genera una
gran desconfianza después de que el intento de mediación del Vaticano de
finales de 2016 terminara en un conjunto de promesas incumplidas que sólo le
permitieron ganar tiempo al gobierno. A su vez, la dilatada convocatoria de las
elecciones de gobernadores para diciembre es también considerada una trampa:
tras haber sido postergada numerosas veces (debieron haberse realizado en
2016), ahora se programa para después de la instalación de una
Asamblea Constituyente con plenos poderes que, entre otras cosas, tiene la
potestad de derogar las gobernaciones.
Así las cosas, con los canales
institucionales y de diálogo en apariencia cerrados, Venezuela parece estar en
el camino de Damasco. Pero no en el sentido de una transformación espiritual
que nos convierta como a Saulo de Tarso (aunque algunas conversiones han
ocurrido), sino en el que señaló la embajadora norteamericana en la
Organización de Naciones Unidas (ONU), Nikki Haley, cuando afirmó que, de
seguir como vamos, llegaríamos a una situación como la de Siria o Sudán del
Sur. Probablemente sus declaraciones sean algo exageradas pero no tanto como
pudiera parecer. Por una parte, Venezuela cuenta con un gobierno dispuesto a
una defensa numantina, atrincherado frente a una sociedad que protesta y que,
según todos los sondeos, tiene a un 70% de la población pidiendo su dimisión y
desconfiando de la idea de la Asamblea Constituyente. En cierto grado esto lo
equipara a su estrecho aliado Bashar al-Ássad, también firme en su trinchera
mientras el país se incendia, salvo por dos cuestiones particulares: el presidente
sirio tiene un respaldo popular bastante más alto que Maduro y comparado con la
opción de ISIS, puede jugar la carta de ser un mal menor. A Maduro solo lo
sostienen, hoy por hoy, el apoyo, aparentemente monolítico, de las fuerzas
armadas, y el control de la renta petrolera. No es poco (ha aguantado dos
meses) pero tal vez ya no sea suficiente para una consolidación definitiva de
su poder.
El caso de la Asamblea
Constituyente es emblemático. Mayoritariamente rechazada por la población,
Maduro la presenta como una alternativa electoral que la oposición, a su juicio
terrorista y golpista, no quiere aceptar. No obstante, los analistas, la Fiscal
General Luisa Ortega Díaz y la ex Defensora del Pueblo y ahora consultora del
Tribunal Supremo de Justicia, Gabriela Ramírez, coinciden en que viola los
principios de la representatividad consagrados en las leyes al sustituirlos por
un complicado sistema de elecciones sectoriales (los estudiantes, los
trabajadores, los empresarios, las organizaciones comunitarias elegirán sus
representantes), como si se tratase de un congreso de soviets combinado con
otros complejos mecanismos de elección territorial en los que cada municipio
elegirá representantes sin tomar en cuenta la proporcionalidad poblacional.
La imposibilidad de una salida
pacífica a la vista es el gran acicate para las protestas. Mientras en las
cadenas de televisión Nicolás Maduro habla de su Asamblea Constituyente y de la
conspiración del imperialismo y la derecha internacional a la que, afirma,
heroicamente hace frente, en el Estado Táchira, en la frontera andina con
Colombia, la Guardia Nacional se vio rebasada por protestas en casi todas las
localidades, incluyendo los tradicionalmente chavistas sectores rurales. Al
final, tuvo que recibir dos mil hombres de refuerzo más un batallón del
ejército que, sin embargo, no han logrado acallarlas del todo. En el estado
llanero de Barinas, tierra natal de Hugo Chávez, las cosas también se salieron
de control. Hubo saqueos y actos vandálicos, pero también situaciones tan
políticamente emblemáticas como la quema de la casa de la familia Chávez, la
sede regional de Consejo Nacional Electoral, la del Partido Socialista Unido de
Venezuela, un destacamento de la Guardia Nacional y el restaurante de un
diputado afecto al gobierno. En Barquisimeto, capital del central Estado Lara,
el Concejo Municipal en manos de chavistas, destituyó al alcalde opositor, el
líder sindical y obrero Alfredo Ramos. El alcalde simplemente ha hecho caso
omiso y continuado en sus funciones. El gobernador de Amazonas, un aborigen de
la etnia baniva, realizó un acto político que no dejó de llamar la atención:
vestido de chamán, en un mítin le echó a Maduro la aterradora maldición
Dabucurí. En el oriental Estado Anzoátegui, se derribó y quemó una estatua de
Chávez, con lo que ya van cuatro que han corrido con esta suerte en el país. En
los Altos Mirandinos, una zona de ciudades-dormitorio de Caracas, la Guardia
Nacional luchó por mantener el control durante dos semanas. En Caracas ya ha
habido escaramuzas en el centro de la ciudad, a poca distancia del palacio
presidencial de Miraflores. La lista puede continuar hasta el infinito.
Ante este panorama, ¿qué
piensa hacer el gobierno si las protestas no amainan? Las sanciones contra los
jefes militares y magistrados venezolanos por parte del gobierno
norteamericano, los señalamientos con nombre y apellido de los generales que
comandan la represión por parte del Secretario General de la OEA, Luis Almagro,
y el pronunciamiento del Parlamento Europeo y de varios gobiernos
latinoamericanos, indican que la apuesta a pertrecharse en el poder con el solo
concurso de los cañones, no es una buena idea. Pero que no lo sea no significa
que personeros con cuentas pendientes con la justicia internacional no lo
intenten al carecer de otras oportunidades de impunidad.
Cerrar las válvulas de escape
solo puede producir una explosión mayor a la que hemos tenido hasta ahora.
Mantenerse en el poder le resultará muy difícil a Maduro si no ofrece algún
cambio real. Indistintamente, si lo logra por las malas o fracasa después un
prolongado conflicto, el costo en sufrimiento, vidas y pérdidas económicas
podría ser tan terrible no queda más que esperar (y ojalá no estemos implorando
un milagro) que alguna luz, como en el Camino de Damasco de Saulo nos ayude a
encontrar la senda de una solución pacífica.
***
05-06-17
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