Por Carlos Alberto Montaner
Nicolás Maduro se postulará
otra vez a la Presidencia de Venezuela en 2018. Ha dicho que confía en el voto
del pueblo. No es cierto. Confía en los técnicos en computación, maestros en la
prestidigitación digital, y en ese inefable personaje, como de cómic, Tibisay
Lucena, famosa por multiplicar los votos, y en su obsecuente combo de cómplices
electorales, capaces de hacer elegir presidente a un moribundo, a un chofer de
autobuses, o a una caja de zapatos, si se los exige el guion chavista.
Maduro, que lee las encuestas,
sabe que en el último Datanálisis obtuvo 17% de apoyo, con tendencia a la baja,
mientras 80% de los venezolanos lo rechaza de manera creciente, y la cifra
aumenta en la medida en que empeora el abastecimiento y aumenta la inflación.
Tal vez a estas alturas de la miseria ya él ha bajado de 15% y su régimen debe
tener el apoyo de un porcentaje más o menos similar a eso, como demuestra la
regañina televisiva de alguien como José Vicente Rangel.
Es perfectamente natural que
así sea. Los venezolanos pasan mucho trabajo. No ignoran que en el futuro
escaseará todo, menos las infinitas incomodidades impuestas por el chavismo.
Saben que en los últimos meses las importaciones se han reducido a la mitad,
dato terrible en una sociedad que trae del exterior casi todo lo que necesita
para vivir, puesto que han cerrado 8.000 empresas por la imposibilidad de
obtener insumos. Mañana, intuyen, será mucho peor que hoy.
Maduro, no obstante,
inasequible al desaliento, confía “en la democracia y la libertad como valor
supremo de nuestra patria”. Cuando Nicolás se refiere a “su” patria habla de
Venezuela, donde transcurrió su adolescencia, y no de Colombia, donde nació, o
de Cuba, donde tiene su pequeño corazoncito. Nada de eso.
En rigor, Maduro y sus
secuaces desconfían de la oposición porque saben que pueden acabar en la cárcel
por una cadena de delitos que van desde el peculado –en ese país se han robado
300.000 millones de dólares– hasta el tráfico de cocaína, pasando por el lavado
de dinero, la violación de los derechos humanos y hasta la tortura y el
asesinato de opositores.
El problema es que la
oposición no tiene fuerza para despojarlos del poder ni ellos para sostenerse
mucho más tiempo en él. Los opositores son considerablemente más que los
chavistas, pero Raúl Castro le ha explicado a su discípulo Maduro que en ese
tipo de regímenes la autoridad no se mantiene mediante el consentimiento de los
gobernados, sino por las actividades de la contrainteligencia y el resto de los
mecanismos de avasallamiento.
Basta tener el control del
discurso, del aparato de propaganda, el respaldo del cucarachero comunista
internacional, desde Podemos en España hasta las FARC colombianas, más ese 0,5%
de la población (150.000 personas en Venezuela), incardinadas en la policía
secreta, omnipotente y omnipresente, que está en todas partes y en ninguna,
como un Dios implacable y malo, aviesamente dedicado a inmovilizar a toda la
población por la entrepierna.
Pero, tras el agravamiento de
la crisis económica, los saqueos y la inconformidad con la presencia insolente
de “los cubanos”, Maduro conoce la secuencia de los hechos que ocurrirán el día
que algunos hombres armados, militares o civiles, se le enfrenten al régimen:
tomarán un cuartel con el beneplácito de los soldados (o acaso serán ellos
mismos), repartirán las armas al pueblo, y la estructura de poder se fracturará
vertical y horizontalmente.
¿Qué pueden hacer el chavismo
lúcido y la oposición sensata para evitar el desplome del país en el caos y la
descomposición? Hay una docena de caminos. Pueden sentarse a pactar seriamente
una transición real a cambio, acaso, de una moratoria judicial como la sucedida
en Chile tras la salida de Pinochet, o en Nicaragua cuando Violeta Chamorro fue
elegida y comenzó el desguace del primer sandinismo.
Para esos fines son utilísimos
los mecanismos electorales. Así, ordenadamente, sin sangre ni violencia, se
acabó el comunismo en Centroamérica y en Europa, o el nacional-catolicismo en
España, una forma de fascismo light, pero la clave está en respetar la
voluntad popular y –por ahora– no hay el menor síntoma de que Maduro admita esa
posibilidad. Está empecinado.
05-12-17
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