Rafael Luciani 11 de agosto de 2018
Quien
vive de la compasión no está lejos del Reino de Dios, aunque esté lejos de la
Iglesia…
En la
época de Jesús, como en la nuestra, lo religioso se discernía con base en el
rigorismo casuístico originado en una moral retributiva. Lo importante era el
cumplimiento: la participación en los ritos de purificación del Templo, las
oraciones en la sinagoga, el respeto por las normas de pureza, la puesta en
práctica de los mandamientos; todo esto conformaba un universo religioso que
generaba un peso insoportable en las conciencias de muchos que no eran
considerados fieles a Dios y se les calificaba como pecadores.
En ese
contexto y en contra de lo establecido, Jesús decía: “…aprended lo que
significa: ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, porque no he venido a llamar
a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13). La misericordia, y no las prácticas
sacrificiales o devotas, es la relación por excelencia que nos asemeja a Dios.
La expresión latina miserere se traduce al español como compasión y habla del
modo como Dios se revela: “compasivo y clemente, lento para la ira y abundante
en misericordia y verdad” (Ex 34,6‑8). Es
un Dios que “no pide sacrificios” (Sal 50).
A
veces llevamos una vida sobrecargada de insatisfacción, amargura, envidia y
avaricia, no nos damos cuenta de que vamos caminando cansados y deshumanizando
a todo el que encontramos a nuestro alrededor. La propuesta de Jesús es muy
clara: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré
descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras vidas” (Mt 11,28-29).
Jesús
se acercaba diariamente a los que en su ambiente otros calificaban como
pecadores y los abrazaba, miraba, tocaba, reconciliaba consigo mismos y con los
demás, enseñándoles que sí era posible vivir de otro modo pues Dios estaba con
ellos sin pedirles nada a cambio, que Dios acogía tanto al victimario y
pecador, como a la víctima y justo, para reconciliarlos socialmente (Sal 145,
Sal 146). Pero advertía que quienes se pensaban a sí mismos justos y oraban con
la soberbia de creer conocer a Dios y ser maestros de los demás, sintiéndose ya
salvados y dueños de Dios (Mt 3,9), serían precisamente los que “recibirían
mayor rechazo” (Mc 12,38-40). Jesús nunca obligó al otro a que cumpliera con
los ritos y las prácticas religiosas establecidas. Lo que atraía de él era
precisamente cómo entendía el amor: cargar con el otro, pero sin descargarse en
él, sin deshumanizarlo; él veía al otro como un hijo de Dios y como un hermano
suyo, a quien debía devolverle la alegría de vivir.
Tenemos
por delante el reto de reconocer que “amar a Dios con todo el corazón y con
todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno
mismo, es más que todos los holocaustos y los sacrificios”, porque quien vive
de la compasión no está lejos del Reino de Dios, aunque esté lejos de la
Iglesia (Mc 12,32-34). ¿Somos capaces de vivir la compasión como lo más humano
que puede brotar de nosotros mismos; vivirla con la “mansedumbre y la
benignidad de Cristo” (2 Cor 10,1), entendiendo que tener “sus mismos sentimientos”
(Flp 2,5), es ya dar los frutos del Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22-23)? Si
aún no hemos dado esos frutos es porque seguimos a la búsqueda del verdadero
camino de salvación que es la compasión.
Tomado
de: http://www.teologiahoy.com/secciones/espiritualidad/del-sacrificio-cultual-a-la-compasion-fraterna
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