Fernando Mires 05 de agosto de 2018
Para
los utópatas Lorenzo Falcó es y será un miserable. Un asesino a sueldo. Un ser
prostituido en lo más profundo de su alma. “Un hombre capaz de vender la silla
de su madre paralítica” como dijo de él, medio en broma medio en serio, el
Almirante encargado de comisionarlo en múltiples servicios sucios a favor de
los falangistas y en contra de los republicanos españoles.
Incluso,
para quien escribe estas líneas, formado como tantos de los que llegamos a ser
izquierdistas -allá, a comienzo de los sesenta- con los restos de la romántica
de la revolución española, los primeros rasgos descriptivos de Falcó no podían,
bajo ningún motivo, generar empatía. Hasta que avanzando en las páginas comencé
si no a simpatizar con el sicario, a entenderlo, a la par que entendía el
ambiente en donde se movía como un pez en el agua.
Un
ambiente de asesinos y asesinados, de conspiraciones y traiciones, de maldad
sin fin, de locuras increíbles, de actos heroicos pero vanos, de personalidades
trastornadas, de una carnicería fratricida donde no hay buenos ni malos porque
todos eran malos, en fin de todo eso que fue la Guerra Civil española. Un
ambiente de cual solo puede dar cuenta un novelista avezado como Pérez-Reverte
y raramente un historiador cuya función es dar a conocer las relaciones entre
hechos objetivos y no la de escudriñar en los tormentos de la vida de los
actores históricos.
No
volveré a repetir -lo he hecho otras veces- lo imprescindible que es la ficción
para entender la historia, entre otras cosas porque no solo los personajes de
las novelas, también nosotros mismos, vivimos de ficciones. Como cuando siendo
jóvenes comunistas escuchábamos magnetizados los relatos de los refugiados
españoles en Chile. O cuando íbamos todos juntos a ver “Morir en Madrid”, el
laureado documental de Fréderic Rossif, y salíamos del cine, puño en alto y
cantando “dime donde vas morena”, “los cuatro generales”, “el ejército del
Ebro” y tantas otras canciones cuyas letras aún no he olvidado y, sin darme
cuenta, todavía canto bajo la ducha. Todo quedó atrás, “la guerra ha terminado”
como tituló Alain Resnais a la película en la cual los héroes de “esa
revolución que nunca fue”, aparecen cansados, sin esperanzas, fantasmas de
quienes una vez eran ardientes revolucionarios. No por casualidad el libreto
del filme fue escrito por Jorge Semprún (el papelazo central: Ives Montand)
Fueron
precisamente los relatos de Semprún, más la la historiografía de Fernando
Claudin y no por último la autobiografía de Santiago Carillo, quien con la
derrota de la república se salvó de convertirse en un Ceaucescu español (para
eso iba), los que llevaron, a mí y a otros, a despedirnos de esa utopía
enterrada bajo los escombros de la guerra. Atrás quedaron los poemas de Neruda,
Eluard, Machado, Alberti. Algunos conservan, como damas ancianas, las huellas
de su hermosura. Cierto es que Picasso sigue aterrándonos con Güérnica pues sin
saberlo, al pintar los ojos aterrados del caballo, reflejó algo que está más
allá de toda ideología: el miedo espantoso del ser frente a la muerte. Ese
mismo miedo que casi nunca sentía Falcó, quien toreaba a la muerte en un
redondel donde esa muerte era reina y señora.
Poco
a poco uno se va dando cuenta que Falcó no mataba por matar, tampoco por los
suculentos pagos que ofrecía el siniestro Grupo Lucero. No era sádico, no amaba
a la muerte, pero sí -y esto es diferente- deseaba su cercanía, quizás para
sentirse vivo, siguiendo de modo instintivo ese principio heideggeriano que nos
dice: “solo pensando desde la muerte podemos entender a la vida”. Así nos
describe Pérez-Reverte a Falcó: “las subidas de adrenalina en la sangre, la
sequedad de la boca antes de cada nuevo desafío, la certidumbre de moverse por
lugares donde las reglas del juego eran ritual de vida o muerte le inspiraban
una claridad de juicio extraordinaria; una sensación de bienestar semejante a
la de los anlagésicos, cuando diluyendo el dolor y acompañando los latidos en
las sienes le permitían mirar el mundo con serena distancia”.
O
en frase más breve: Falcó buscaba a la muerte para sentir el deseo por la vida
y en su caso, materializado en el elemental deseo del hombre por las mujeres.
Las mujeres eran, por decirlo así, su deporte favorito. Sobre todo si se
trataba de encajar los cuernos en un militar nacionalista o en un político falangista.
Sin
peligros las mujeres no interesaban a Falcó. Tal vez ese vivir “más allá del
bien y del mal” era la razón por la cual las mujeres lo buscaban y abrían sus
piernas frente a él con una pasión que como pocos Pérez -Reverte después de
Tirso de Molina ha sabido describir mejor.
No
obstante, Falcó no era un Don Juan. Pues una vez cayó en la trampa y comenzó a
sentir algo que nunca había sentido por una mujer, la espía soviética Eva
Neretva, alias Eva Rengel. Ya volveremos a ella. Lo cierto es que Peréz-
Reverte conoce en detalle la erótica de las mujeres, algo que probablemente no
lo hace muy querido dentro del árido orbe feminista. Conocimiento que hace
pensar a Falcó, segundos antes de entrar en Chesca, una superhembra esposa de
un alto oficial franquista: “Y él sintió una pena inmensa y sincera, solidaria,
por los millones de hombres que nunca habían estado ni estarían cerca de una
mujer como aquella”. Frase que emerge como poesía en medio de la dura trama.
Y
una vez, maldita sea entre todas las mujeres, apareció Eva: precisamente el
nombre de la primera mujer del mundo. Una mujer bella, mas no tanto como otras
bellas que había conocido Falcó. Poseía un cuerpo atlético, sus uñas las
mantenía mal cortadas, espaldas de nadadora y, además, era más fría que el
propio Falcó cuando se trataba de matar pues, a diferencias del sicario, Eva
mataba por convicción. Sin embargo, ella “poseía la suerte de contar entre las
piernas con algo que ofrecer: el recurso eterno de la mujer en todas las
miserias y en todas las guerras, desde que el mundo tenía memoria”. Es decir,
desde Eva.
Pero
no solo era su coño. Era algo más que Falcó nunca supo precisar exactamente
pues así lo decidió Pérez Reverte. Algo que lo llevó a arriesgar su vida para
rescatarla de las salas de tortura de los franquistas y matar de paso a tres
guardias. Por primera vez en su vida, como esas putas que de pronto hacen el
amor por amor, Falcó mató por Eva sin recibir paga alguna. No así Eva, quien
deseando a Falcó con todo, era capaz de matar a Falcó. La razón la descubrió
Falcó muy pronto. Eva estaba poseída por una ideología. Esa ideología era el
“falso yo” que cubría a su “verdadero yo” lo que por cierto aumentaba más el
deseo de ella por aniquilar, aún amando, a Falcó.
La
moral revolucionaria-soviética de Eva era a toda prueba. Sabía de los crimenes
de Stalin, pero los consideraba justos debido a la misión histórica que cumplía
el Partido frente a la humanidad. En un momento los papeles llegan a
invertirse. Falcó, precisamente Falcó, intenta convencerla de lo absurdo que
era matar y dejarse matar como ella lo hacía. Eva repitiendo a Stalin
contestó:”la democracia es una forma camuflada de capitalismo y el fascismo su
forma declarada”. Falcó responde mencionando el hecho objetivo de que los comunistas
habían asesinado más trotsquistas que falangistas. Eva contraatacó: “Tu nunca
serías un buen comunista”. La respuesta de Falcó no pudo ser más de Falcó: “ni
siquiera uno malo”
Todo,
absolutamente todo separaba a Eva de Falcó. Ambos estaban destinados a no
encontrarse jamás y, sin embargo, de un modo u otro, ambos buscaban ese
encuentro. O dicho con Pérez- Reverte: “continuaba existiendo entre ambos un
vínculo extraño combinado de recuerdos, sexo, peligro y ternura”
Falcó
y Eva son lo que tal vez no querría aceptar Arturo Pérez-Reverte: dos novelas
de amor.
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Por
último, debo una explicación: ¿Por qué escribo ahora sobre Eva y Falcó? No son
las dos últimas novelas de Pérez-Reverte. Después de Falcó y Eva escribió una
novela histórica aún más lograda: “Los Hombres Buenos” de la cual alguna vez me
ocuparé, y recientemente, una novela de perros que no he leído todavía.
La
verdad es que hace tiempo yo quería escribir estas notas. Los avatares de la
política diaria y otras urgencias lo habían impedido. Hoy, no obstante, he
vuelto a Eva y Falcó y debo explicar la razón. La razón es una pregunta que
hace tiempo me persigue: ¿Es posible escribir sobre los hechos que hoy ocurren
de un modo absolutamente objetivo? Evidentemente, no. Los libros Falcó y Eva
tampoco habrían podido ser escritos en los años siguientes a la carnicería
civil que vivió España.
Hoy,
sin embargo, y seguramente venciendo algunas resistencias, Pérez- Reverte ha
logrado algo que pocos autores españoles pueden lograr. Mirar los hechos de la
gran tragedia de su patria desde una distancia que nos hace percibir cuan
absurdos son muchos de los que ocurren en nuestro tiempo, cuando hay tantos
seres que todavía andan buscando, como Eva, razones para morir y no para vivir.
Además,
Arturo Pérez- Reverte -no sé si él así se lo propuso- nos demostró algo muy
cierto: el amor, aún en las más terribles circunstancias de la vida, existe. A
veces muy escondido, pero existe.
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